Guerra, pelea, lucha, esfuerzo, sudor, intimidación, físico, involucramiento, tozudez. Todos estos adjetivoss los encontramos dentro del mismo futbolista. Viste a rayas rojas y blancas y lleva planchado a la espalda el ’19’. Es brasileño y con la llegada al banquillo del Atlético de Madrid de Simeone ha dado un salto de gigante en su carrera profesional.
De familia y barrio humilde, Diego Costa lleva tatuada en la piel la vitola del juego duro. Él siempre ha afirmado que desde bien pequeño jugaba en el barrio con los codos, con el cuerpo, con la presión. Eso le hizo ser quién es y lo impulsó a llegar donde ha llegado. No lo esconde. Sabe que es una roca más que molesta para el rival. Un jugador idolatrado por su hinchada y odiado por los contrincantes. Un estilo de futbolista de los que gustan a Diego Pablo. Con pundonor, sin miedo, de los años 80.
Nunca lo ha tenido fácil. Y en el equipo del Manzanares, menos. La llegada del técnico argentino coincidió con la recuperación de la lesión del punta. Rotura de ligamento cruzado anterior de su rodilla derecha en un entrenamiento de pretemporada. Seis meses que le apartaron de los terrenos de juego y del Vicente Calderón. Con las plazas de extracomunitarios cubiertas por Miranda, Salvio y Falcao, tuvo que buscarse la vida en Vallecas. Allí, defendiendo la camiseta del Rayo, obtuvo un nivel sensacional de juego y puntería. 10 goles en 16 partidos que favorecieron la salvación del equipo.
Además, era una persona muy querida por sus compañeros. En su etapa como rayista, al Cholo le llamó la atención una cosa. Volviendo en el autobús de jugar un partido liguero, escuchando la radio, el brasileño marcó un tanto. La reacción de la gente allí sentada fue de alegría y aplausos. Le impresionó.
A su regreso al Atlético de Madrid, Simeone fue sincero con él. Había tres plazas para extranjeros y el Toto Salvio estaba por delante de él, pero trataría a todos por igual. Así fue. Como el propio preparador argentino ha reconocido, cuando le vio entrenar se quedó perplejo. «Qué bárbaro, ¡la rompía!». Era imparable. En una charla le trasladó la importancia que iba a tener en el equipo. No le aseguraba un puesto en el once titular, eso dependía de él y su trabajo diario.
El resto es historia. El brasileño se convirtió en el socio perfecto de uno de los mejores delanteros del mundo, Radamel Falcao. Marcó 20 goles entre todas las competiciones, siendo además el máximo goleador de la Copa del Rey –donde marcó en la final– por delante de Cristiano Ronaldo. Casi nada.
Ha sido importante en el equipo, pero no sólo por sus goles, si no por sus desmarques, por su entrega, su presión o su velocidad; también lo ha sido por su lucha, aunque a veces eso le ha jugado malas pasadas.
Pepe Mel, entrenador del Real Betis, lo explicó bien tras una eliminatoria copera. «Diego Costa es el típico jugador que te encanta tener en tu equipo, pero que detestas tenerlo como rival». Una frase que lo puede definir muy bien. Su carácter, el de utilizar mucho el cuerpo y el ser un incordio constante para la defensa contraria, por norma general juega a favor de sus intereses, pues desquicia al de enfrente y eso permite al Atlético generar más juego. Otra veces se vuelve en contra. Dos ejemplos claros vislumbran esta idea.
Santiago Bernabéu. Mes de diciembre. La plantilla de Simeone estaba bien plantada sobre el terreno de juego y tenía el partido bajo un aparente control táctico. Fue entonces cuando el brasileño empezó a enzarzarse con todo aquel hombre que sobre el verde vistiese de blanco. No escatimaba en nombres ni corpulencia. Xabi Alonso, Pepe y sobre todo Sergio Ramos, con el que tuvo un lance grotesco con saliva volando de una boca a otra. Ese comportamiento desactivó el plan establecido por el entrenador y acabó volviendo en contra como si de un boomerang se tratase. El Atlético perdió. Y nada se supo del Diego Costa futbolista.
En el lado contario. Vicente Calderón. Jornada 22ª del campeonato de liga. Los rojiblancos empataban a cero contra el Betis en un encuentro en el que se jugaban seguir cómodamente en la segunda posición. Entonces, Simeone quiso dar entrada al ’19’ atlético. Ahí terminó el partido para los sevillanos. Un tanto nada más salir puso el 1-0 en el luminoso. Lo demás, un serial de patadas, empujones y salivazos a un delantero que, finalizado el partido, se fue camino de los vestuarios jurando en arameo. Desquició tanto al rival que pasaron de ir a buscar el gol para llevarse el partido a luchar contra un Diego que tenía las de ganar.
Dos caras de una misma moneda. El yin y el yang del futbolista que enamoró a Simeone. Porque al entrenador argentino le gustan este tipo de futbolistas, se identifica con ellos, se ve en ellos. Y con autocontrol, sacando a relucir sus virtudes y escondiendo sus defectos, el potencial de Diego Costa es abrumador. Transmite una fortaleza que contagia a sus compañeros. Verlo caminar demuestra el estado en el que se encuentra. Y ese gen no lo tienen todos los futbolistas.
Comienza la temporada como terminó la anterior, en un estado de forma excepcional. Con la nacionalidad española ya jurada. Dando un paso al frente en la delantera del equipo y como arma indispensable para los planes del Cholo. Una pantera que quiere comerse el mundo. Le toca pisar suelo Champions y empieza a afilar las garras. Que tiemble Europa, porque Diego no conoce amistades dentro del campo.
* Imanol Echegaray García.
– Fotos: Ángel Gutiérrez (Atlético de Madrid)
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