No conocía a Xavi Infantes y hubiera preferido no conocerle jamás. Que su carrera futbolística hubiese recorrido todas las gamas del anonimato hasta desembocar en placidez, discreción y normalidad. Maldigo esta hora en que he tenido que conocer la existencia de este joven que ha dejado de existir. Un accidente. Un accidente de automóvil en una carretera.
Xavi tenía 17 años y era uno de los miles de chavales que iban a jugar un partido de fútbol o a entrenarse este fin de semana. Ocurre a diario: miles de padres llevan a sus hijos e hijas a entrenar. Los fines de semana, a jugar. Es la pasión más pura del deporte: entrenar, competir, divertirse, abrir los pulmones, agotarse, vencer, perder, llorar. Jugar. Jugar al fútbol, una pasión que corre por decenas de miles de arterias, que mueve montañas y desplaza voluntades.
Xavi era uno de esos miles y ya no está. Por un maldito accidente. No le conocía y querría no haberlo hecho. No saber que murió en una maldita carretera, la C-14 de Pinell de Solsonès. Jugaba en el CD La Floresta, un club modesto de Tarragona. Con 18 años se alineaba en el equipo juvenil, el de mayor rango del club. No sé en qué posición jugaba, ni su calidad, pero eso no importa. Me explican sus amigos que soñaba con jugar en un gran estadio y hablaba de ello mientras se cambiaba de ropa en una caseta de obra. Era el símbolo puro del fútbol base, construido de sueños y sudores, de chavales ilusionados y padres esforzados.
Cada año hay varios Xavi Infantes. Un accidente de ruta, un traumatismo, un golpe de calor y se va uno de estos críos anónimos que nunca recibirán la mirada de los focos. Duele pensar en él, en sus padres y amigos, en ese vestuario de chicos ilusionados por ser, algún día, futbolistas de verdad . Lo siento, maldita sea.
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