El veneno que mató al Chelsea

por el 3 noviembre, 2015 • 8:00

 

En una entrevista de hace más de dos años, la genial Mónica Marchante preguntaba al Cholo Simeone si el discurso del entrenador en un grupo podía tener o no fecha de caducidad. El Cholo lo tenía clarísimo:

«Depende del club. El equipo necesita movilizarse. La competencia interna genera más fuerza en el entrenador. Porque el entrenador quiere ganar, más allá de que los jugadores quieran ganar. Depende de los dirigentes del club, porque si vos no mejorás los planteles, la relación se aplasta. ¿Por qué? Porque siempre es la misma. Si vos sos mi jugador, vos me escucháis todo el tiempo; viene un jugador nuevo, que viene con la cabeza vacía y todo lo que yo le cuento es nuevo para él. Lo voy llenando, lo voy llenando… Y el otro si quiere seguir compitiendo sabe que me tiene que seguir escuchando. Ahora, si no viene nadie, el jugador que me conoce sabe cómo pienso porque con el tiempo todos nos vamos conociendo, se va relajando y eso es veneno para el club. No digo que haya que cambiar diez jugadores, porque no es lógico, pero el aire fresco te lo dan dos o tres jugadores porque el mismo plantel se va autopotenciando con esta renovación continua».

Desde su regreso al Chelsea, el proyecto de José Mourinho no estaba encaminado –como Real Madrid, FC Barcelona, PSG o Manchester City– a juntar un equipo titular con once futbolistas entre los cinco mejores en su demarcación, sino a mezclar estrellas con buenos jugadores, que ordenados en un equipo perfecto parecerían estrellas. O sea, jugadores que, implicados, sometidos ciegamente a la idea colectiva, se beneficiaran del colectivo para lucir por encima de la luz que proyectarían por sí solos. El resultado fue un éxito. El equipo, hambriento de gloria, se hermanó para pelearlo todo. Un conjunto superdotado tácticamente, estructurado de forma militar. Era máxima concentración suspendida en el tiempo, pura sincronía entre líneas, ayudas constantes y una intensidad propia del que desea. Del que desea de verdad. Del que daría la vida. A ese Chelsea le brillaban los ojos.

Verano de 2015. Aquellos jugadores a los que Mourinho llamaba niños en las ruedas de prensa de 2013, a los que se refería de forma protectora eximiéndolos de presión, ya habían ganado. Sabían lo que eran unas semifinales de Copa de Europa, sabían lo que era levantar títulos y habían sometido uno a uno a todos los grandes de Inglaterra. Llegaba ese momento siempre complicado en el que ese paternalismo de Mourinho debía tomar distancia en pro del grupo. El reto de cómo gestionar la parte buena –grupo más maduro, mentalidad ganadora– y la parte dañina del éxito –tendencia a bajar la guardia ante rivales que tienen la misma ilusión que tú tenías antes de ganar– para seguir compitiendo al máximo de tus posibilidades.

En plena vorágine de gasto masivo, Arsenal y Chelsea eligieron una política de fichajes distinta al resto de grandes de la Premier League. Tanto Wenger como Mourinho consideraban tener un bloque hecho y solo llevarían a cabo grandes desembolsos si encontraban en el mercado certezas absolutas que encajaran en el estilo de sus equipos. Esas piezas eran escasas, cotizadas y en muchos casos inaccesibles. Cech o Pedro fueron oportunidades de mercado anómalas (jugadores de primer nivel con una rivalidad interna en su demarcación de élite mundial). No querían arriesgar y no arriesgaron. El Chelsea se vació para fichar al central John Stones –el Everton no quiso ni ponerle precio– y fue a por Pogba a final de agosto, pero eran operaciones irrealizables.

Ivanovic, Matic, Cesc, Hazard o Diego Costa comenzaban la temporada sabiendo que no tenían sustituto ni por perfil ni por calidad. No iban a tener ese jugador que les soplara la nuca, que les recordara que esa demarcación no es propiedad suya, sino que debe ganarse día a día. Nadie que les privara de esa relajación inconsciente –o consciente– que explica las declaraciones de Diego Costa reconociendo que había comenzado la temporada pasado de peso. Las consecuencias han sido fatales. Cuando futbolistas clave se desactivaron, ese equipo robotizado que era el Chelsea se desplomó y no había individualidades decisivas detrás que concedieran tiempo en forma de puntos para esperar al equipo.

Los problemas van más allá de planteamientos, decisiones particulares en partidos o dirección de campo. De igual forma que Mourinho es responsable de esta planificación extremadamente optimista, sería injusto responsabilizarle de que la forma física de Ivanovic haya decaído hasta convertirse en transparente para los extremos rivales o que su profundidad haya dejado de ser uno de los bastiones ofensivos del equipo. O de que Hazard no haya marcado un gol en 16 partidos esta temporada, que no desborde y que pase desapercibido un encuentro tras otro. Lo mismo con los cero goles y cero asistencias en juego corrido –una a balón parado– de Cesc en Premier, con los 3 goles en 13 partidos oficiales de Diego Costa o con el cúmulo de despropósitos –perder la posición con facilidad, desajustes, tackles temerarios e innecesarios, penaltis infantiles…– que acumula un Matic irreconocible.

En medio de este cisma, cada partido del Chelsea se ha convertido en una gran bola de cristal susceptible de hacerse añicos ante la mínima adversidad. El Chelsea es un conjunto con una depresión severa que ha devorado la resiliencia del equipo –aquel término que recuperó Bielsa para definir la capacidad de un conjunto para levantarse cada vez que es golpeado por el infortunio– y su autoestima. La decisión de Roman Abramovich es un marrón. Sabe que Mourinho sería el técnico ideal para el Chelsea 2016/17, pero será la presencia o no de señales de recuperación que den esperanza para salvar la temporada lo que marcará el límite a su aguante. En la sombra, una afición ciegamente enamorada de su ídolo y el miedo a que un nuevo técnico se convierta en la estera a la que dar palos en Stamford Bridge, uno de los pocos reductos de la institución donde aún reina la paz.

* Alberto Egea.





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