El valor de un futbolista acostumbra a medirse por lo tangible: los resultados palpables que nos ofrece su rendimiento. El número de goles salvados por un guardameta; el número de ataques rechazados por un defensa; los balones que recuperó un mediocentro o los pases acertados de un interior; el número de goles que logra el delantero, los driblings del extremo… Pero a ese valor indiscutible y medible hay que añadir el valor intangible, el que difícilmente se ve, el que surge de su conexión con los compañeros. Un jugador puede ser muy valioso por sí mismo, pero aún más por la multiplicación que provoca en su equipo.
Luis Suárez es un multiplicador. Sus goles o sus pases de gol suman y resultan formidables: 24 goles y 16 asistencias este curso. Pero lo que no se ve resulta aún más importante. Suárez aturde a las defensas rivales. Por su calidad técnica, que a simple vista no aparenta; por sus movimientos permanentes, con lo que a veces fija a los centrales en una zona y a continuación los arrastra de ella, generando enormes huecos para el colega que llega; y por el peligro que destila: si le vigilan de cerca, Messi o Neymar quedan liberados; si le vigilan de lejos, el propio Suárez es demoledor.
No es casualidad que la mejor versión atacante del Barça tardara meses en llegar. Primero, esperando que Suárez cumpliera la sanción mundialista. Más tarde, aguardando que Suárez se pusiera en buena forma y lograra la adaptación necesaria al juego de su equipo. Pasado ese período, el ataque dio un salto cualitativo de relieve y no fue porque de pronto Neymar se reencontrara, ni porque Messi cambiara el chip (quizás también), sino especialmente porque la consolidación de Suárez multiplicó el valor de todos. Probablemente sea el menos deslumbrante de los tres delanteros titulares, pero es la plataforma sobre la que despegan los demás. En este caso, el valor real de Luis Suárez es mucho más elevado que la suma de sus cifras. Es una multiplicación.
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