Todos los años, el sábado que da comienzo la Vuelta Ciclista a España, mi amigo Javier me envía un mensaje de texto breve, escueto: «¿Lo recuerdas?». Mi mente, haciendo un viaje en el tiempo digno del DeLorean, vuelve a finales de los noventa y primeros años del nuevo siglo, los años dorados, los de la inocencia, los de mirada límpida que, cosas de la madurez, ya no volverá.
Corría el año 1996 cuando, camino de Covadonga, se produce un terremoto en el deporte español: Induráin se baja de la bicicleta. Es el fin de la carrera del mejor ciclista español de la historia. Su equipo, el histórico Banesto, queda desnortado y debe realizar una transición forzada y forzosa. En una Vuelta en la que ningún ciclista español logrará una victoria de etapa, un joven, natural de El Barraco, demarrará camino del Alto de la Cruz de la Demanda, en un esfuerzo inútil, ¿o no?, para ser atrapado a 300 metros de la línea de llegada. Este joven, llamado José María Jiménez, comienza a llamar la atención del público por su correr alegre y valiente. No era un extraño, ya que había participado en el Mundial de Duitama, en Colombia, el año anterior, desarbolando junto con Fernando Escartín a la potente selección italiana.
El año siguiente, 1997, además de ser campeón de España y rey de la montaña, por fin gana una etapa en la Vuelta. Comienza a desatarse una pasión por este corredor que, por su forma de correr, nos recuerda al ídolo de la infancia, el gran Pedro Delgado. Ese año fue la primera vez que le vi en Burgos, sonriente, rodeado de niños, firmando autógrafos por doquier.
Y en 1998, tras la conquista del Mont Ventoux en el Dauphiné, se produce la explosión: 4 etapas, todas de montaña, en la Vuelta a España. Se convierte en un fenómeno que compite en popularidad con los futbolistas. Sus partidarios, entre los que se incluye mi amigo Javier, sueñan, soñamos, con una victoria en la ronda española. Sus detractores, que los tenía, le acusaban de falta de regularidad. El cronómetro, finalmente, encumbraría a Abraham Olano y produciría una fractura en el equipo que se resolvería con la marcha de este último.
Corredor de genio, ciclista trágico, como Fuente y Ocaña, atendía a unos designios solo interpretables por él. “No me vale nada lo que no sea ganar”, decía. Nunca fue sinónimo de fiabilidad; sus destellos eran tan cegadores como sonados sus hundimientos. Osado, siempre al ataque, corriendo para la afición, simpático, dicharachero, hace las delicias de reporteros y aficionados tanto en las salidas como en las llegadas. Cuando una cumbre se le metía entre ceja y ceja era muy difícil que no la hollara en primera posición. Así hizo en el temible y temido Angliru, surgiendo como un espectro entre la niebla y provocando un grito de júbilo en el bar en el que estaba viendo la etapa, solo igualado por los goles de la selección.
El año 2000 trajo su victoria más importante en una vuelta por etapas, la Volta, pero en la Vuelta a España desapareció. El ciclista es un ser frágil a lomos de una montura aún mas delicada.
Pedro Horrillo, la mente mas lúcida del pelotón y cuyas crónicas son un auténtico tratado de ciclismo, le escribió, en el 2001, una poesía en la que le comparaba con el ave fénix. Y como tal resurgió, venciendo en tres etapas, la primera en la misma Cruz de la Demanda donde se quedó a escasos metros de la victoria, y, paradojas del destino, obtuvo el premio de la regularidad.
Parecía que volvía a ser el de antes, todo un campeón. Pero desde ese pódio de Madrid no volvió a correr ninguna otra carrera, solo se volvió a saber de él por la prensa. Se hablaba de depresión, de estancias en un hotel de Béjar, oxigenando cuerpo y mente subiendo la Covatilla, con la idea de retornar al ciclismo.
Una gélida mañana castellana de 2003 nos enteramos de que su corazón había dejado de latir y se nos heló el alma. El “Chava” había fallecido. Se nos marchó el último de una especie en extinción, aquellos que juegan a todo o nada, que prefieren el cariño de la gente a la frialdad del autobús, que se guían por el instinto. Mi amigo Javier, sin pensárselo dos veces, se subió a un autobús y asistió al último adiós al campeón.
Atrás quedaban las horas por las descarnadas carreteras abulenses que unen los pueblos de la sierra que ahora sí, no volverían jamás.
La última vez que le vi fue en 1998. Después de la famosa etapa de las Lagunas de Neila, la que produjo la fractura definitiva en el seno del Banesto. El pelotón salía de Burgos con llegada en León. Detrás de una esquina se oía un bullicio de niños y allí estaba él, con el maillot blanco de la montaña, piel tostada, cuerpo fibroso y alegre como siempre. Al pasar le dije:
– Chava, eres el mejor.
– Muchas gracias hombre -respondió risueño.
Decía que no se veía de viejo y es verdad, le recordamos joven y, como la canción de Elvis, siempre le llevaremos en nuestra mente, al principio de la Vuelta a España y durante todo el año.
-De nada campeón.
* Carlos Saiz. En Twitter: @CarlosSaizD
– Fotos: Reuters
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