Diez días para reaprender, para corregirse mucho si quiere llegar a Wembley. La temporada del Barça post-Guardiola ha sido compleja, como cabía esperar. Se inició con algunos jugadores manifestando en público sentirse liberados y continuó con un fenomenal sprint de victorias ligueras. Las modificaciones tácticas que se iban produciendo parecían controladas, por más que a fuerza de buscar ser verticales el equipo se hizo largo y defendió peor. Dado que atacaba con mayor eficacia, la pesadilla de las transiciones defensivas se fue aparcando en beneficio del resultado final. Luego se torció todo: tuvo que ausentarse el líder enfermo, la cooperativa se mostró insuficiente y los pequeños vicios desembocaron en un equipo con otro rostro, hasta el punto que ha caído derrotado en los partidos grandes o los ha resuelto a base de épica pero no de juego, con la excepción del Milan.
Necesitamos comprender cómo se ha llegado hasta aquí si pretendemos intuir cómo se sale de esta situación. El juego del Barça, amén de estar interpretado por solistas excepcionales, es un juego construido. Previamente construido, definido, diseñado y pautado. Es un juego compuesto por docenas de pequeños movimientos y detalles que solo si se ejecutan de manera coordinada generan la armonía que hemos apreciado en los últimos años. Es como un trencadís de Gaudí, un mosaico formado por centenares de pequeños fragmentos. Si por la erosión se desprenden algunas piedrecitas no sucede nada grave. Pero si son muchas las que se caen, el trencadís pierde todo su arte. Guardiola era un pesado puntilloso, un “torracollons”, y resulta comprensible que algunos jugadores resoplaran aliviados cuando se marchó. Creyeron que, más sueltos, seguirían jugando igual y ganando más. Jugaron similar y ganaron mucho. Hasta que, de pronto, percibieron que la brújula ya no señalaba exactamente el norte. ¿Cómo había podido ocurrir si solo se habían apartado del rumbo unos pocos centímetros? Pues eso: unos pocos centímetros. Una piedrecita diaria. Un detalle táctico cada vez.
El portero saca más a menudo en largo, los centrales se abren un poco menos, los laterales suben al unísono, los triángulos empiezan a escasear, la búsqueda entre líneas se reduce, la conducción para atraer y pasar al alejado ya no es norma, la recuperación tras una pérdida empieza a ser difícil, en ocasiones sencillamente imposible, porque los compañeros ya no avanzan juntos sino separados, muy deprisa, verticales, rápido, rápido, pero alejados unos de otros… Y muesca a muesca, el juego se modifica. ¡Caramba, ahora no se recupera como antes! ¡Caramba, ahora pillan al equipo siempre desorganizado! Y así, cien carambas. ¿Casualidad? No, unos pocos centímetros diarios fuera de rumbo han bastado para llegar al punto actual. Diez días por delante para reaprender esos detalles que se quedaron en la trastienda.
El Bayern es un rival formidable, temible, explosivo, así que no hay medias tintas ni al Barça le puede bastar con un arreón épico. Va a necesitar toda la exquisitez y precisión de su juego. Tiene diez días para recomponer el trencadís.
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