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El sueño de Old Trafford

por el 12 febrero, 2013 • 17:48

A Lorenzo Sanz se le recordará por ser el presidente que devolvió la Copa de Europa a su legítimo dueño, el Real Madrid, 32 años después de la última que viajó al Bernabéu, en el lejano 1966, cuando Paint it Black de los Rolling Stones competía en las listas de música con We can work it out de los Beatles y Un sorbito de champagne, el último éxito de Los Brincos. Llegó a la presidencia sin elecciones previas, en noviembre de 1995. La gestión durante el resto de aquella temporada fue sensiblemente mejorable, acabando el Real Madrid fuera de puestos europeos por primera vez desde 1978. Se cargó a Valdano unos meses después y la llegada de Arsenio Iglesias no mejoró un equipo en caída libre.

El curso siguiente dio un vuelco a la historia reciente del Real Madrid. La Ley Bosman cambió para siempre el fútbol y con ella pudieron llegar al Bernabéu jugadores de la talla de Pedja Mijatović, Davor Šuker, Clarence Seedorf, Roberto Carlos y Bodo Illgner, que fueron conducidos hacia el título de Liga número 27 por Fabio Capello, uno de los mejores entrenadores del momento. Extrañamente, el pueblo llano ha retenido con más facilidad en su memoria aquel triunfo liguero merengue que el doblete del Barça de Robson, ganador de la Copa del Rey y la Recopa de Europa. Sea como fuere, aquel Madrid era el germen del conjunto que al año siguiente conseguiría la Champions League en Ámsterdam contra la Juve de Zidane, Del Piero, Peruzzi y Deschamps, por decir solo algunos nombres.

El poder adquisitivo de la directiva de Lorenzo Sanz se vio sensiblemente reducido en las otras dos temporadas que duraría el mandato. Comenzó el año de la Séptima con apenas dos refuerzos en la plantilla, Aitor Karanka y Fernando Morientes. El primero hizo el viaje Bilbao-Madrid que acababa de desandar Rafa Alkorta, mientras que el segundo venía para poner en aprietos a Šuker por el puesto de ‘9’ del equipo. Ese año, el Atalanta hizo buenas migas con Sanz al conseguir situar a Magallanes en Concha Espina por un buen puñado de liras. La participación del uruguayo fue infinitamente menos destacable que la de Christian Karembeu y Savio Bortolini, los otros fichajes invernales blancos.

El verano de 1998 puede que fuera el menos fructífero en cuanto a llegada de talento al Madrid se refiere. Más allá del fichaje de Robert Jarni, jugador que estaba triunfando en el Betis, el resto de adquisiciones dejaban mucho que desear. Iván Campo había hecho un gran año en el Mallorca y llegó al Bernabéu con muchas expectativas que en pocas ocasiones pudo cumplir. Rodrigo Fabri pasó sin pena ni gloria, algo así como Edgar. Albano Bizzarri, para el sufrimiento de la parroquia blanca, sí tuvo bastante espacio en la portería, que estaba defendida por un veteranísimo Bodo Illgner y Coke Contreras, que tampoco es que tuviera la confianza de la afición. Además, la visión de futuro de aquella directiva tampoco resultó ser memorable, al no dar espacio en la plantilla a un tal Samuel Eto’o, un atacante camerunés que venía destacando en las categorías inferiores. El equipo no supo contrarrestar el poderío del Barça de Rivaldo y los De Boer y cayó en cuartos de Champions por culpa de un relativamente desconocido Andriy Shevchenko.

Toshack reemplazó a Hiddink a mitad de temporada y tuvo el beneplácito de Sanz para comenzar la siguiente. De la nómina blanca desaparecieron pesos pesados como Šuker, Mijatović y Panucci. Para cubrir tan sensibles bajas, el Real Madrid sacó la billetera para contratar a dos de los hombres clave del mandato de Lorenzo Sanz: Elvir Baljić y Nicolas Anelka. Casi 60 millones de euros invertidos en dos jugadores que dejaron un recuerdo imborrable (por lo negativo) en el aficionado merengue. Para compensar algo la balanza llegaron Míchel Salgado, Iván Helguera y Steve McManaman. Estos tres jugadores sí vivieron algunos de sus mejores años vestidos de blanco.

El desarrollo de aquel curso 1999-00 fue realmente extraño. Dos victorias en Liga en las dos primeras jornadas ante Mallorca y Numancia encaminaron el inicio de la temporada, pero Toshack no volvió a conseguir tres puntos hasta la jornada en que lo destituyeron, la 11ª, cuando venció en Vallecas al Rayo por 2-3. Aunque cayó en ese partido, estaba sentenciado desde que la semana anterior perdiera el derbi contra el Atlético, el último que han ganado los colchoneros. Tampoco le ayudaron sus declaraciones tipo: “Es más fácil ver a un cerdo volando sobre el Bernabéu a que yo rectifique”. Tampoco le salvó su buen papel en la Champions League hasta este momento, cuando lideraba su grupo sobre el Porto, el Olympiacos y el Molde. El Real Madrid estaba en aquel momento muy lejos de la cabeza de la Liga, jugando a prácticamente nada y con Anelka dando más que hablar fuera del campo que dentro. Pocos se imaginaban que unos meses después estarían celebrando la Octava en París.

Del Bosque no empezó bien. Le costó mucho encontrar un estilo, unos pilares sobre los que asentar un proyecto tambaleante. Para colmo, perdió a un líder como Hierro durante gran parte de la temporada. Y para la portería se vio obligado a confiar en un chaval de 18 años llamado Iker Casillas tras las lesiones de Illgner y Bizzarri. El salmantino decidió convertir su equipo en una roca que girase en torno a Fernando Redondo, jefe supremo de la plantilla aquel año. Estuvo acompañado durante muchos partidos por Iván Helguera en el centro del campo, pero su presencia no era necesaria ahí, sino más atrás, y Del Bosque se inventó una defensa a cinco hombres compuesta por Salgado, Iván Campo, Helguera, Karanka y Roberto Carlos. El Madrid era una sangría y ese sistema taponó el desagüe. Arriba, la inspiración de Raúl y la ayuda de Morientes servían para sobrevivir.

Después de ser vapuleados con alevosía por el Bayern München en el segundo grupo de Champions, el Real Madrid tuvo que medirse en cuartos con el Manchester United. Si había perdido escandalosamente contra el finalista del año anterior, el campeón podía hacer de ese Madrid un auténtico estropicio. El favoritismo de los red devils era muy acusado: eran líderes destacados de la Premier League y habían solventado las dos fases de grupos de la Champions con bastante comodidad. Los únicos peros, la goleada que les endosó el Leeds United en la FA Cup y la caída en la Copa de la Liga contra el Southampton, aunque dichas competiciones se consideraban secundarias ante el caramelo de retener el título en Europa.

 

El Real Madrid jugó con soltura en el partido de ida, disputado en el Bernabéu. La sensación de no tener nada que perder estaba presente. Pocos confiaban en una victoria blanca ante el todopoderoso United de Yorke y Beckham, así que el Madrid se soltó la melena y durante muchos momentos dominó a los ingleses, que quizás se vieron algo sorprendidos por el repentino potencial blanco. Incluso, el empate sin goles parecía poco premio para el Madrid, aunque dejaba todavía muy factible el pase a las semifinales.

Eso sí, el miedo escénico que daba Old Trafford por aquel entonces es comparable al del Bernabéu en los 80. Ferguson tenía blindado su estadio, el campo del mejor equipo de Europa del momento, y llegar a su casa daba cierto pánico a cualquier rival. Aun así, el partido de vuelta empezó con cierta ventaja para el Real Madrid con la baja de Mark Bosnich, el portero australiano que reemplazó a Peter Schmeichel en la portería del United. Raimond van der Gouw, muy a su pesar, no daba la misma confianza. La ausencia del cancerbero la compensaba con creces la calidad del resto de la plantilla.

El partido comenzó con un Real Madrid sólido y muy metido en el partido. Resultaba agresivo por las bandas con McManaman y Savio, mientras que no sufría en exceso con la poblada defensa. Mediada la primera parte, la eliminatoria se puso muy de cara con el autogol de Roy Keane, que mandó el balón al fondo de su portería mientras Van der Gouw le decía: “Estaba yo para cogerla”. Ese tanto encabritó al United. Scholes se echó el equipo a la espalda y generó varias ocasiones de gol en lo que fue el inicio de la beatificación de Iker Casillas. El Madrid aguantó hasta el descanso con la ventaja en el marcador. Ni Yorke, ni Cole, ni Beckham estaban acertados y los blancos decidieron seguir cerrándose atrás y apostarlo todo al contragolpe. El 0-2 llegó de esa manera. Morientes sirvió a Raúl, que subía por el centro del campo. El ‘7’ encaró a Silvestre y el francés reculaba, reculaba, reculaba… hasta que la pierna torcida buena de Raúl, la izquierda, puso una rosca al palo largo de Van der Gouw, inalcanzable. El Teatro de los Sueños sucumbió en el silencio.

Y del silencio pasaron a la admiración contenida cuando Redondo se inventó aquel mítico regate sobre Henning Berg, ese taconazo en forma de autopase que rompió las cervicales al noruego y dejó solo al argentino para habilitar a Raúl. El 0-3 era la herida mortal. Aunque moribundo, el United sacó fuerzas de dentro para marcar dos goles, uno de ellos un golazo monumental de Beckham. Los blancos, aquel día de negro, abandonaron Old Trafford entre los aplausos del impresionado público inglés en dirección a una Copa de Europa que viviría otro mítico episodio ante el Bayern, en la eliminatoria que sirvió para que Anelka justificara buena parte de lo pagado por él. Después, el Valencia del Piojo López no pudo evitar la victoria blanca en la final de París.

* Jesús Garrido es periodista.





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