El síndrome de Córdoba

por el 30 noviembre, 2012 • 17:51

Ahora que llueven prebendas, maravillas y satisfacciones, giremos el calcetín barcelonista del revés. Con la excusa del próximo enfrentamiento entre Barça y Córdoba en los octavos de final coperos, aprovechemos la feliz coincidencia para recordar esencias de espíritu que los propios barcelonistas parecen haber olvidado ya, como quien supera la grave dolencia para nunca más reparar en los malos tiempos pasados en cama. Gracias al Dream Team entrenado por Johan Cruyff, los filósofos observadores de tan descomunal y peculiar club teorizaron sobre el evidente cambio de personalidad experimentado por los seguidores culés, ya divididos según generaciones. Los más jóvenes se habían acostumbrado a la victoria, hasta el punto de traicionar aquellas señales de identidad tan propias, y caricaturizadas, labradas en la evolución de décadas anteriores a su explosión de fe. En cambio, los viejos y resignados barcelonistas creían que cualquier alegría sería seguida por un batacazo descomunal, visto y comprobado el ímpetu del tremendo y operístico destino propio del llamado ejército desarmado de Catalunya, en la histórica definición de Manuel Vázquez Montalbán.

Incluso antes de la llamada travesía del desierto, periodo que comprende desde la desgraciada final de Berna hasta el advenimiento de Johan Cruyff como jugador, el Barça había desarrollado una personalidad característica, distinguible de buenas a primeras, definible por rasgos como el fatalismo, cierta tendencia al victimismo y, sobre todo, manifiesta incapacidad para superar los retos que se le plantaran delante, a poco rugosos y difíciles que fueran. Precisamente ahora quizá venga a cuento bautizar tal fenómeno ya extinguido y en vías de olvido como El síndrome de Córdoba, consistente en iniciar la temporada, renovadas las ilusiones veraniegas, con aquel célebre «Aquest any, si!” (“¡Este año, sí!»), rematado gracias a la consigna complementaria del “Ja tenim equip!”¡Ya tenemos equipo!«) que se volatilizaba al primer contratiempo, a la primera derrota por 1-0 en cualquier campo de medio pelo y acababa de inmediato con el anual renuncio al título de Liga sin siquiera haber consumido los turrones de Navidad.

Fermín y Del Bosque

Fermín y Del Bosque

Aquellos con memoria recordarán la efeméride. Jornada 33 de la campaña 71-72, el Córdoba ya no es el de Simonet y Mingorance y afronta la visita del Barça en la penúltima fecha del calendario descendido a Segunda División, de donde aún no ha salido para retornar a la élite. El Barcelona de Michels se presenta en El Arcángel necesitado de triunfo obligado si quiere obtener su primer título desde 1960. Lo hace, como siempre, formando un equipo irresistible sobre el papel, blandengue hasta la exasperación cuando le piden que saque las castañas del fuego. Juegan Reina, Rifé, Gallego, Paredes, Torres, Zabalza, Juanito, Juan Carlos, Marcial, Asensi y Pérez, con Rexach y Martí Filosía off the bench, que dirían en la NBA. Sin nada que perder y el simple prurito de hacer lo posible, delante apenas cuentan los blanquiverdes con el joven extremo Manolín Cuesta –más tarde en el Espanyol– y dos promesas cedidas por el Real Madrid, Fermín y un organizador exquisito llamado Vicente del Bosque. Siguiendo el partido decisivo por la radio, los barcelonistas se rasgan las vestiduras al ver que el solitario gol de Fermín dará al traste con sus ilusiones. Otra vez más. Similar el chasco al vivido dos temporadas antes, cuando empataron en la última jornada en el Manzanares y vieron volar el título camino del Valencia entrenado por Di Stéfano. Para colmo de tensiones y ofuscamiento, los blancos ches habían salido perdedores de Sarriá ante el Espanyol. Menudo desastre, otro para sumar a la lista. Y ya no venía de una, aquel era el pan amargo de cada día en una entidad empecinada en disgustar a su parroquia, especializada en perder allá donde nadie lo esperaba, derrotado por cualquier tipo de inferior que suplía desventaja técnica a base de orgullo y bravura. No comentaremos aquí otras muestras de ese carácter tan peculiar por ser ajenas a la voluntad del club, que también jugaban otros factores.

Marchaba el club de decepción en decepción por aquella inacabable, angustiosa travesía del desierto, apenas sazonada de vez en cuando por algún triunfo en Copa de Ferias, agonísticos títulos de Copa y mucha, demasiada dosis constante de desazón. La parroquia apenas parecía hallar consuelo, si llegaba, en batir al Madrid en su visita anual al Camp Nou y basta, eso era todo. La pena, el pesimismo, la incapacidad de superar la predestinación estaban instalados en el alma de una institución que, periódicamente, alzaba el vuelo para darse de nuevo de bruces contra el suelo. Una y otra vez, sin esperanza de redención. El síndrome de Córdoba, podemos denominarlo así con propiedad, se prolongó lustros y décadas hasta conformar la identidad barcelonista que hoy ya nadie reconoce por felizmente superada. Y bautizamos el trauma con el nombre de la bellísima ciudad andaluza porque allí también se esfumaron las ilusiones de otra liga anterior ante unos blanquiverdes marcados asimismo por la inmediatez del descenso y que, en otro guiño fatal, entrenaba Laci Kubala, el gran mito del Barça. Aquel choque de la jornada 27 lo perdieron por 2-1, fulminando el liderazgo y las esperanzas azulgranas con goles del paraguayo Rojas y de Jara, un extremo izquierdo después habitual en Mestalla. El Córdoba ha vivido ocho años en Primera hasta hoy. Y por dos veces fastidió al Goliat con los pies de barro.

Una vez más, quede presente el recuerdo de una historia no tan lejana para que los incondicionales culés puedan paladear el presente aún más a gusto. Tan fantásticos han resultado los últimos tiempos que, incluso, consiguieron variar radicalmente aquella personalidad colectiva de una entidad y de su masa social que, francamente, no ganaban para disgustos. Recordarlo sirve y puede servir. A propios y ajenos, vaya sí sirve… Ni el más vehemente, exagerado y lunático de los barcelonistas hubiera dicho hace cuatro días que algún día cambiaría así su suerte. Al menos, que lo sepan disfrutar, extraer fruto de sus pasadas vivencias. Y otros, sacar lecciones de experiencia ajena.

* Frederic Porta es periodista y escritor.





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