Los Juegos Olímpicos de México significaron un paso más en la lucha del ser humano contra los elementos. A más de dos mil metros de altura, con la pureza oxigenada y las condiciones perfectas, se consiguieron pulverizar numerosas marcas para entrar de lleno en la historia. Hasta nueve récords del mundo se batieron en competiciones atléticas. Talento, superación, innovación, magnetismo y excelencia se dieron lugar en la capital norteamericana, cuna ese año de hitos inolvidables. En México se bajó por primera vez de los 10 y 20 segundos en las pruebas de 100 y 200 metros, igual que los 44 segundos se quedaron obsoletos a la hora de dar una vuelta a la pista. Dick Fosbury se desembarazó del rodillo ventral y bautizó con su nombre un nuevo estilo de salto de altura, mientras Bob Beamon bajó del espacio para mostrar al mundo que el futuro existía y se encontraba allí, en México DF.
El salto de longitud ha sido una de las pruebas atléticas en la que menos récords se han establecido a lo largo de su historia. La preponderancia del talento natural por encima de la técnica propició la existencia de gran número de buenos saltadores, pero pocos de ellos excepcionales. En 1901, el irlandés Peter O’Connor saltó 7,61 m. y su récord duró 20 años, hasta que Edwin Gourdin lo superó en ocho centímetros. Estudiante de derecho, Gourdin se convertiría años después en el primer juez afroamericano en la historia de Nueva Inglaterra. Robert Legrende, en los JJ. OO. de París 1924, curiosamente en la prueba de pentatlón, saltó 7,76. Durante los siguientes diez años el récord pasó por Japón e incluso Haití, hasta que Jesse Owens fue el primer atleta en superar la barrera de los ocho metros, saltando 8,13 el 25 de mayo de 1935, en la ciudad estadounidense de Ann Arbor (Míchigan). Desde ese año hasta 1968, 33 veranos después, el récord del mundo solo había avanzado 22 centímetros, en posesión compartida del soviético Igor Ter-Ovanessian y el americano Ralph Boston, con 8,35. Hasta que llegó el extraterrestre.
Bob Beamon nació el 29 de agosto de 1946 en el gueto de South Jamaica, en el barrio de Queens (Nueva York). Su madre murió de tuberculosis cuando Bob no había llegado al año de edad y su padre era un maltratador que había pegado a su esposa toda la vida, incluso estando embarazada, lo que dio como resultado que Bob tuviera un hermano mayor con discapacidad mental. South Jamaica era uno de los guetos de Nueva York con mayor tasa de crimen organizado, proliferando un gran número de bandas callejeras y formando parte Beamon de la mayor de todas. “Mi instituto era una jungla. Tenías que estar constantemente alerta y si ingresabas en una banda estabas a salvo pero también en problemas por el resto de tu vida. Por eso decidí apostar por el baloncesto y el deporte. El baloncesto en Nueva york era como una religión. Todos te respetaban si jugabas. Nadie te iba a dañar un ojo o un brazo y dejarte sin jugar. Por eso decidí jugar a basket”.
Además del baloncesto, Bob también se prodigaba en el atletismo, destacando como sprinter para luego especializarse en salto de longitud. El talento innato de Beamon para la práctica deportiva no pasó desapercibido y tuvo la opción de conseguir una beca universitaria. Pasó un año en la North Carolina Agricultural and Technical College, en Greensboro, para luego ir a la de Texas El Paso, más comúnmente conocida como UTEP. A las órdenes de Wein Batenberg, Bob comenzó a mejorar su técnica en el salto. Con una capacidad natural, parecía dejarse llevar por la naturaleza a la hora de atacar la arena, dejando los fundamentos como recurso supletorio. Incapaz de saltar de la forma tradicional, desarrolló con Batenberg una técnica idónea para él: la pedalada. Intentando elevar su cuerpo lo más alto posible, Beamon pedaleaba en el aire mientras curvaba progresivamente su cuerpo hacia delante, con sus brazos y piernas al frente. En verano de 1968, en su segundo año en UTEP, era el mejor saltador del momento, venciendo en 22 de 23 pruebas disputadas y estableciendo su tope en 8.20. En los trials clasificatorios llegó a saltar 8,39 m., pero el fuerte viento evitó que la marca fuera homologada. Se clasificó para la cita olímpica con la mejor marca mundial del año: 8,33. Bob Beamon, con 22 años, llegaba a los Juegos Olímpicos de México en su pico de forma, siendo el máximo favorito para la victoria.
Los Juegos de la XIX Olimpiada iban a tener lugar en un ambiente enrarecido, con muchísimos frentes abiertos. El asesinato de Martin Luther King y posteriormente de Robert Kennedy hicieron estallar por los aires la lucha a favor de los derechos humanos en la que ambos de hallaban inmersos. Estados Unidos se embarcó en la guerra de Vietnam mientras París vivía su particular mayo y Praga se llenaba de tanques soviéticos en otro golpe brutal a la libertad del ser humano. En México la situación de convulsión era similar e incluso amenazaba con la no disputa de los Juegos. El 2 de octubre de 1968, diez días antes de la ceremonia inaugural, el ejército mexicano, siguiendo órdenes del Partido Revolucionario Institucional (PRI), masacró al movimiento estudiantil que acompañado de obreros, intelectuales y profesores, entre otros, se manifestaba por sus derechos en la Plaza de las Tres Culturas de Tlateloico. Nunca se llegó a aclarar el número estimado de fallecidos, variando las cifras de centenares a miles según las fuentes y dejando en entredicho la celebración de los Juegos, algo categóricamente rechazado por Avery Brundage, presidente del COI, alegando que ninguno de esos ataques había sido contra los Juegos Olímpicos. Cuatro años después se produjo el atentado de Múnich en plena villa olímpica y el resultado es de sobra conocido por todos.
Había mucha tensión entre los atletas negros. Harry Edwards y Bill Russell eran los líderes que querían impedir que los negros acudieran a México a modo de boicot. El propio Beamon había sido suspendido ese año al negarse a competir contra la universidad de Brigham Young por las políticas racistas de la iglesia mormona. Finalmente la mayor parte de los atletas decidió participar y las protestas se trasladaron al tartán, siendo la de Tommie Smith y John Carlos, con su guante negro y el puño en alto, la imagen más icónica de esos Juegos y probablemente de la historia del olimpismo. Con ambos atletas expulsados de la villa olímpica, dos días después Bob Beamon aterrizó desde el cielo en la arena mexicana. No fue un camino de rosas para Bob, que a punto estuvo de ser eliminado en la fase de clasificación del día anterior. El norteamericano parecía sucumbir a la presión firmando dos nulos que aumentaban su inquietud. Años más tarde, Beamon comentó que no estaba concentrado y que le pasaban un millón de imágenes por la mente que le hacían evadirse del gran reto al que estaba haciendo frente. Ralph Boston, su consejero y guía en el equipo, le dijo que siguiera haciendo lo mismo, pero que batiera un metro más atrás. Eso hizo Bob, que se impulsó hasta los 8,27, superando el récord olímpico y clasificándose para la final. La noche anterior al gran día, Bob no podía dormir de los nervios y reconoció haber tomado dos chupitos de tequila y además, según sus propias palabras, «cometer el pecado capital en el deporte».
El 18 de octubre de 1968, Bob Beamon pisaba el tartán junto a los plusmarquistas mundiales Ralph Boston, oro en Roma’60, e Igor Ter-Ovanessian. Junto a ellos, el actual campeón olímpico y de Europa, el británico Lynn Davies. El cielo eléctrico, con nubes amenazantes de descarga inminente anticipaba lo que estaba por venir, que era un acontecimiento histórico, en unas condiciones inmejorables para el salto. A 2.246 metros de altura, con un aire puro y fino cuya resistencia era acuchillada por saltadores y velocistas, aconteció uno de los momentos más impactantes de la historia del atletismo, que gran parte del estadio se perdió al estar más atentos a la final de 400 metros lisos que iba a comenzar en ese preciso instante. “No sentía presión, estaba en paz y con confianza. El cielo repleto de nubes me transmitió la sensación de que estaba solo, en un estadio vacío, haciendo lo que más amaba y sólo tenía un pensamiento en mi mente: ser el vencedor”, relató Bob sobre los momentos previos a su vuelo. A las 15.46 horas, con un viento de 2 m/s, el espigado atleta, pantalón blanco y dorsal 254 sobre camiseta azul marino, inició la zancada, piernas fibrosas, acometida veloz, batida perfecta, vuelo imponente, pedaleo eterno y la arena por fin, un siglo después, con la televisión ya en color y su nombre en el Hall of Fame. Seis segundos. Ese fue el tiempo que tardó Bob Beamon en reescribir los libros de historia. 19 zancadas después, guiado por el viento y tras alcanzar su punto más alto de vuelo en los 1,97 m., Bob salía de la arena haciendo el salto de la rana, con la mente en blanco, totalmente inconsciente del hito sideral que acababa de conseguir.
La marca final se hacía esperar. En esos Juegos se estrenaba un avance tecnológico basado en un medidor óptico que no tuvo recorrido para la distancia saltada por Beamon, por lo que se tuvo que recurrir a la fórmula tradicional, la cinta métrica, demorándose el resultado muchos minutos. Finalmente el estadio estalló en un grito de asombro. 8,90. Una marca de otra época. La marca de las marcas. Un gran salto para la humanidad del que Beamon aún no conocía su impacto, ya que no tenía habilidad para convertir los pies (escala americana) al sistema métrico internacional. Preguntó a Boston, que confirmó la magnitud de su gesta. Bob había saltado 29 pies y 2 pulgadas y media. En ese preciso instante, el atleta norteamericano comenzó a bailar para después entrar en estado de shock, preso de alegría e incredulidad, y sus piernas se tambalearon como gelatina, desplomándose sobre la pista con las manos en el rostro. Los médicos definirían ese hecho como un ataque cataléptico. Beamon había conseguido un récord del año 2000, superando la anterior plusmarca en nada más y nada menos que 55 centímetros.
El impacto en la pista fue brutal. Sus adversarios no se lo podían creer, conscientes de que era humanamente imposible batir la marca de Beamon. “Comparados con él, somos niños”, afirmó Ter-Ovanessian. “Ha destrozado la prueba”, admitió resignado Davies, defensor del título. Así fue. Nadie pudo pasar de los 8.19 en la competición, completando el podio el alemán Klaus Beer, segundo, y Ralph Boston, tercero. En la ceremonia de entrega de medallas, Beamon se puso calcetines negros por encima del chándal a modo de reivindicación de los derechos civiles. Sonaba The Star-Spangled Banner para certificar un hito sin igual y solamente comparable, 40 años después, a los 9,69 segundos que Usain Bolt empleó en recorrer los 100 metros lisos en Pekín.
Desde ese 18 de octubre se acuñó el término Beamonesque para definir a todo prodigio atlético que se alejara de la realidad más mundana. En la cima mundial de la popularidad, Bob Beamon no volvería nunca más a realizar un salto parecido ni a acercarse a los 8 metros. La fama le produjo hastío y apagó de súbito sus ganas de competir. Pensó en cambiar al triple salto, especialidad en la que fue recordman nacional, pero finalmente renunció y decidió dejar el atletismo para centrarse en los estudios, graduándose en Sociología en el año 1972. “Fue la mejor experiencia de mi vida. Recuerdo mis primeros seis o siete años en la escuela en los que no sabía ni leer ni escribir. Convertirme en el primero de la familia en tener una carrera es mi mayor orgullo” afirmó. Un año después, Bob retomó el atletismo, pero con resultados muy discretos para un plusmarquista mundial, lo que desembocó en su retirada definitiva. Beamon comenzó a dirigir campañas a favor de los niños necesitados, animándolos a estudiar de modo que pudieran tener un futuro y creando una fundación que ayudaba a los chavales a desarrollarse a través del deporte. También se dedicó a dar charlas motivacionales y actualmente es el director general Art of the Olympians, un centro que reúne a los atletas olímpicos para promover sus ideales e inquietudes humanitarias. Beamon se ha dedicado a plasmar su arte diseñando corbatas con motivos deportivos, idea que tomó de Jerry García, cantante de Grateful Dead.
El 30 de agosto de 1991, en los campeonatos mundiales de Tokio, Mike Powell, en un inolvidable duelo con Carl Lewis, superaba en cinco centímetros el récord de Bob Beamon. Un salto para la eternidad en un concurso espectacular que hizo inútiles las cuatro proyecciones por encima de 8,80 que llegó a realizar el genio de Alabama. Ese día, 23 años después, finalizaba el reinado de Beamon, pero no su leyenda, la de un salto a la estratosfera nueve meses antes de que Neil Armstrong pisara la Luna. Aquello fue un pequeño paso para el hombre. Lo de Beamon, todo lo contrario. Fue un salto que le precipitó de lleno en otro siglo, el de las redes sociales, las aplicaciones de smartphones y la tiranía digital. En alguna pantalla coloreada, en tres dimensiones, Bob se levanta dando saltitos desde la arena, ajeno a todo, con su pantalón blanco, el dorsal 254 lustrando su pecho y el desconocimiento de haber realizado el salto perfecto y haber entrado de lleno en la historia del atletismo. Pero no pasa nada. Ya se encargará alguien de convertirlo en trending topic.
* Sergio Pinto es periodista.
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