Uno es dueño de lo que calla y esclavo de lo que habla.
Sigmund Freud
Hace algún tiempo se dijo que LeBron James no era un ganador.
Hoy parece la obsesión de algún demente, pero verdaderamente sucedió. Y no fue una sola persona, sino que resultó convertirse en toda una corriente de opinión. En el mundo de las prisas, se olvidó que hasta el talento necesita de la experiencia y se le anticiparon adjetivos a quien venía siendo un fuera de serie.
Con el trade hacia Miami, se declaró a James como enemigo público oficial del reino. Se le insultaba, menospreciaba, se metían con su familia, con sus entrenadores, con sus compañeros, todo valía si con ello se encontraba, por fin, un saco de boxeo al que atizar. Cierto es que James confundió forma con fondo en su afán por aspirar a un equipo mejor. Su pecado fue un exceso de juventud, de gestualidad, de teatralización y un ego tan inflado como tantos otros, sólo que con una enorme cobertura mediática.
Por el camino también se atacaron sus virtudes baloncestísticas. Se dijo que no asumía tiros en momentos providenciales, que no sabía lanzar a distancia, que solo era líder en cobardía, que delegaba tiros importantes en Ilgauskas, Gibson, Williams o algunos de sus antiguos compañeros de Cleveland. Daba igual que fueran acusaciones más o menos objetivas, venían de voces con una extraña manera de perpetuarse, las mismas que dijeron que Jordan no era un ganador (sucedió) o que Kobe no sería capaz de ganar sin O’Neal.
James pagó el precio de convertir en un reality su vida baloncestística. Quizás excesivamente caro, pero puede que precisamente eso le haya acercado a la gloria. Cuando todo el mundo le pisoteó, él apenas dijo nada. Solo hablaba a los suyos. Calló y se entregó a su deporte. Al amor por la pelota, a la táctica, a la estrategia, a su instinto y sus virtudes. En dos años ha sucedido lo que su talento natural demandaba. Y todo con una presión exagerada sobre sus hombros. Convertido en asesino silencioso, centrado en el arte de ganar, ha ido venciendo cada uno de los prejuicios.
A quienes le acusaban de delegar responsabilidades, respondió con una auténtica exhibición de liderazgo. La imagen de James alentando al quinteto de los Heat con 3 minutos por jugar en el séptimo partido de las finales de este año quedará para el recuerdo. Durante la serie, con un Bosh desaparecido en ataque y entregado en defensa, con Wade discutiendo con sus rodillas y los demás secundarios apareciendo aleatoriamente, James ha asumido cada balón caliente y ha enterrado récords propios de los dioses de este deporte. A quienes le acusaban de no tener tiro exterior, les dio toda una demostración de tiro en salto durante el séptimo partido de la final. A quienes decían que no pasaría a la historia, les contestó reescribiendo sus párrafos.
No hay pues, mayor mérito que el suyo. Entrando como un obús hacia el aro, metiendo triples de campeonato (nunca más exacta la expresión) o adaptándose a cada reto individual (parar a Parker, superar a Leonard), la mentalidad deportiva de James ha vencido a las circunstancias creadas por su personaje. De alguna manera, es un éxito de la esencia de su deporte, que ha hecho prevalecer su figura competitiva por encima de su figura mediática.
Desde hoy, tan justo es respetar a James y otorgarle gran parte del mérito del triunfo de Miami Heat (además, un gran equipo), como injusta es la imagen para el recuerdo que dejan los Spurs: esos balones perdidos por Ginóbili, la ausencia total de Parker durante el último duelo o la canasta fallada por Duncan bajo el aro y frente a Battier, en lo que fue la última opción que tuvieron los de Popovich de hacerse con la victoria.
Al final, el Rey mudo habló y todos se quedaron callados.
* Javier López Menacho.
– Foto: NBA
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