Miroslav Djukic llegó en el verano del 2011 a Valladolid. Lo cierto es que no generó entusiasmo su contratación; ni mucho ni poco. Algo que quizá tenga que ver con el carácter castellano y la muchas veces inexpresiva masa social del Real Valladolid. El caso es que apenas se le prestó atención. Se sabía de su pasado como futbolista (“sí, el del penalti”, se decía cruelmente), pero su exigua experiencia como entrenador no alimentaba debate alguno a su llegada, en la que dos hechos llamaron poderosamente la atención: su discurso y su propuesta futbolística.
Bajo ese denotado acento eslavo, Djukic hablaba con gran desparpajo delante de los micros y habitualmente decía cosas: tenía un mensaje que transmitir. Trataba de despertar a un equipo, una ciudad y una afición dormida en la mediocridad del pasado reciente. El serbio, astuto, percibió el hastío latente a su llegada a la capital castellana y se unió a una frase que le perseguirá hasta el fin de sus días en el club: “Somos Valladolid”. En cada partido, en cada situación, en cada momento –bueno o malo– , Djukic recordaba a los suyos quiénes eran y por qué debían ser y sentirse importantes.
Pero lo realmente esperanzador para el aficionado pucelano fue comprobar que ese mensaje tenía fundamento futbolístico. Djukic no era sólo palabrería y propaganda de entrenador con aspiraciones, también era trabajo y método sobre el césped. Vistió al equipo por los pies y con delicadeza le enfundó un traje a su medida. Delicadeza y constancia, quería decir. Constancia y paciencia, mucho mejor. Paciencia en sus inicios, cuando llegó a exasperar en alguna ocasión a la parroquia local. Como el partido ante el Real Murcia de la primera vuelta, quizá la mayor exaltación del Djukicismo (si existe el guardiolismo, el mourinhismo…, este también valdrá) hasta la fecha. Ese día se perdió 1-3 y las sensaciones fueron paupérrimas, con los blanquivioletas errando una y otra vez en una salida de balón suicida desde atrás y recibiendo un castigo ejemplarizante a tal atrevimiento. No obstante era septiembre, época de aprendizaje todavía, y Djukic sólo pretendía marcar una pauta de juego que consideró más valiosa que 3 puntos momentáneos. Por aquel entonces el Valladolid sólo era el émulo de un equipo grande sin los cimientos de un equipo grande. Pero estos se fueron reforzando cada tarde, bajo la misma premisa de juego; en los días de soltura y en los de espesura, siempre el Pucela interpretando un papel protagonista, con el balón como eje principal de su fútbol. Un dogma innegociable que marcaría un ascenso brillante.
Y en Primera el mensaje es idéntico desde principio de temporada: el Valladolid siendo un equipo atrevido y desvergonzado. Capaz de ganar, empatar o perder, pero nunca de desnaturalizarse. Se inicia atrás, se mueve en medio y se acelera arriba: A, B, y C. Y de nuevo Djukic como cabeza visible del éxito del equipo modesto capaz de tumbar a cualquiera gracias a un abecedario de juego recitado de carrerilla. La cosa promete, pero inevitablemente el Valladolid empieza a ser conocido por sus rivales: su salida de balón desde atrás made in Barcelona con centrales abiertos y pivote intercalado; los laterales profundos, especialmente un espectacular Rukavina que es un atleta infatigable; el faro de Óscar en cada ataque, capaz de ponerle pausa al vértigo y el vértigo a la pausa; o los extremos como cuchillos amenazantes permanentemente, amplios en estático y agitadores por dentro, con Patrick Ebert como auténtico alma del grupo.
Una fama de equipo atrevido y bienintencionado que no acaba de gustar del todo al míster. ¿Cuántos equipos del mismo perfil se han ido al hoyo irremediablemente? Djukic considera, en un momento concreto y coincidiendo con una mala racha, que el mejor camino para salvar su culo en Primera es buscar vías alternativas por donde escapar en caso de despeño inmediato. Sólo corría el mes de septiembre y el Rayo Vallecano visitaba el José Zorrilla en un partido de los que se preveían atractivos, entre los dos modestos de moda del fútbol español. Pero el guion dio un giro imprevisto del lado del Valladolid. Su entrenador decidió cambiarle el traje al equipo, lo vistió con Manucho como delantero y apostó por otro estilo de juego: el saque de puerta se golpea, los centrales no arriesgan pases y se busca el juego directo en busca de las grietas de la defensa vallecana. ¿Pero esto qué es? Aparte de un 6-1 escandaloso, Djukic encontró otra hoja de ruta y se afanó en construir un equipo de varios registros y muchas variantes, capaz de atajar por varias vías de escape en caso de que el camino se enfangue demasiado.
Desde entonces el Pucela colecciona partidos en Primera más o menos buenos, de más o menos brillo, de mejor o peor juego. Pero nunca sin dejar de competir. Por eso suma a estas alturas de temporada 34 puntos, mucho más cerca de Europa (a 7) que del descenso (a 11). Y el mérito recae, sin duda, en un entrenador que ha sabido vestir a su equipo según la situación y el momento idóneo de la temporada, siempre con el aroma a buen fútbol que atrae flashes y elogios, pero también con una capacidad para guerrear y competir que hace del Valladolid un equipo tremendamente sólido, con una soltura camaleónica para vestirse y desvestirse según el rival y el momento. Sólo así se han podido sortear las lesiones de hombres clave como Ebert o Víctor Pérez, básicos en el esquema e ideario del Pucela, pero sustituidos con solvencia (aún sin el mismo brillo) por jugadores de menor nivel. Polivalencia, trabajo y entrenador. El Valladolid es un equipo de autor: “Somos Valladolid”.
* Diego Tejerina es periodista y entrenador.
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– Fotos: EFE – José Antonio García Sirvent (Mundo Deportivo)
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