Miles de banderas amarillas con un león rampante en su centro se agitan al paso de los ciclistas, que ascienden retorciéndose sobre sus máquinas una rampa imposible, adoquines que parecen mirar al cielo, en dirección a una pequeña capilla, símbolo sagrado del deporte flamenco. Estamos en el Tour de Flandes y los aficionados agitan su amor por el deporte, sí, pero también demuestran fervor patriótico, orgullo nacional por una nación que no existe. O que existe en todo menos en los mapas de Europa.
El Tour de Flandes o Ronde van Vlaanderen (en flamenco, literalmente, la vuelta a Flandes) es mucho más que una carrera. Es un acontecimiento cultural, simbólico, festivo, reivindicativo, pasional, identitario y nacional. Y sí, después, al fondo, un acontecimiento ciclista.
Porque en Flandes no se dirime únicamente el dominio sobre las grandes clásicas de Bélgica, las que ven cómo de repente sus modernas carreteras se transforman en caminos adoquinados entre las casas, erizados en pendientes imposibles. No, con ser importante eso (el mayor orgullo del flandrien, uno de los puntos de mayor prestigio en el calendario ciclista) De Ronde, como llaman sencillamente los flamencos a esta carrera, a su carrera, es más, mucho más.
Es una demostración de su propia identidad, de su forma de hacer las cosas. Es una muestra de un paisaje, unos caminos, una idiosincrasia diferente a la del sur, a la de las Ardenas, a la de las zonas donde hablan francés. No, allí los pueblos tienen nombres en flamenco, la arquitectura posee un leve aire germánico y en todos los bares te atenderán en neerlandés. Aquello es Flandes, y durante muchos, muchos años, el Tour de Flandes era la única forma de reivindicar este hecho. Su carrera.
La carrera.
Sonido a pinchazos, olor a cerveza, caídas, campeones.
La Carrera.
De Ronde van Vlaanderen.
* Marcos Pereda es profesor universitario.
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