El naufragio

por el 6 mayo, 2012 • 23:59

Yo no era del Estudiantes. A mí no me gustaba el baloncesto, de hecho, solo el fútbol. Y sí, animaba al Madrid por dos razones: era el equipo del barrio -nací y crecí en Prosperidad- y era el que ganaba siempre. ¿Por qué negarme esos placeres infantiles? Todo fue empeño de mi tío Pancho. Él y sus amigos, los hermanos Zapatero y compañía, la gente del Ichenco y del Luman, los que se pasaban cada sábado tarde por el Magariños, aquel lugar extraño, medio oscuro, viejo, con sus bancos de madera en los fondos, donde nos sentábamos para recoger jugadores que caían después de intentar una canasta, los pantalones ajustados, las camisetas dejando enormes sobacos al aire…

La gente gritaba desde el calentamiento y era divertido. Eso fue lo principal: la diversión. El Estudiantes ganaba muy poco. Tenía a Vicente Gil de base, a García Coll, Carlos Montes y David Russell de aleros y pivots como Pinone, Hernangómez, Abel Amón o el impresionante Pedro Rodríguez. Cada partido era una fiesta, literalmente. Una sorpresa. “Que salude, que salude; que machaque, que machaque”. Veía remontadas imposibles contra equipos que no sabía que existían: el Ron Negrita Joventut, el Licor 43, el Cajamadrid… Cuando venía el Barcelona, yo animaba con doble rabia; cuando venía el Madrid de Romay y Corbalán no sabía muy bien qué hacer con las manos.

A los 11 años me hice socio. Recuerdo el día perfectamente porque mi padre me llevó en su coche nuevo y llovía a mares. Una de esas tardes de otoño en que anochece antes de lo debido y Madrid se queda colapsado y no hay manera de aparcar junto a la calle Serrano. Mi padre vivía en Santander pero preparaba oposiciones en una casa de Cuatro Caminos, nunca entendió bien a qué venía eso de hacerme socio de un equipo de baloncesto, nunca entendió que encima tuviera que comerse el atasco…

 

MI PRIMER CARNET

La emoción de mi primer carnet. Venía mi foto en el centro del cartón, mi firma y un montón de números haciendo de marco, uno por cada partido. En la entrada, un señor picaba el número que correspondía y listo. Ya no jugábamos en el Magariños sino en el Palacio de los Deportes. El equipo era un desastre: Russell se lesionó, Gil envejeció, García Coll dejó de meter triples… La nueva casa era fría, muy fría, y a nosotros nos tocaba el fondo, intentando hacer ruido con los pies en los metales sin demasiado éxito. Cada año, cada carnet, incluía una cara nueva. Se puede seguir quién era Guille Ortiz desde su foto de los 11 años a su foto de los 16, ya despeinado, media sonrisa, granos en la cara…

De repente, el Estudiantes se había convertido en una moda y, lo mejor, era nuestra moda porque yo ya iba al Ramiro de Maeztu. Todo allí giraba en torno al equipo: las consignas, las canciones, los partidos entre clases o durante las clases. Uno se saltaba la clase de historia y por ahí aparecían Azofra, Herreros, Winslow, Cvjeticanin… para echarse unos tiros y vacilar un rato a los chavales. A nosotros. Ganamos algunas cosas. Como el Madrid no tenía a Sabonis y no ganaba nada, buena parte de la ciudad se unió a la fiesta. Salíamos en Antena 3 vestidos de musulmanes. La «Demencia» copaba titulares.

El fin de semana era una ruta que iba del Palacio a Malasaña. Cinco paradas hasta Goya y luego cinco más hasta Bilbao. El partido era nuestra discoteca, era el lugar donde quedar con las chicas, donde repasar la semana, donde planear tácticas y estrategias. Según donde te sentaras eras más o menos popular. Aquello, a veces, parecía una película de Adam Sandler. El Movimiento Machista Demente, la Peña Lírica Juan Antonio Orenga… En el metro, los chicos cantaban: «¿Y dónde está Laura?» y se contestaban «En la cama con su novio» y finalmente añadían: «… que no es Guillermo«.

 

LAS MUJERES DE MI VIDA…

La crueldad de la adolescencia. Los recuerdos de una Chica Langosta. Todas las mujeres de mi vida, creo, han pisado algún partido del Estudiantes.

Pasaron los años. Se fue «el cura», llegó Pepu. Se fue Caja Postal, llegó Adecco. Para celebrar el cincuentenario se marcharon incluso Herreros -pocas cosas me dolieron tanto como aquello-, Orenga, Mikhailov y Escudero no acabó de rematar la faena. Nos rehicimos. Yo ya era un licenciado en filosofía cuando ganamos la Copa del Rey de 2000. No nos importaba demasiado ganar o perder, pero preferíamos ganar, dónde va a parar. Volvieron los tiempos de Euroligas y campos llenos. Palacio de Vistalegre. Quinto partido de la final ACB frente al Barcelona de Bodiroga y Navarro.

Mirábamos con un cierto desprecio a los «resultadistas», los que se empeñaban en pitar a los jugadores, al entrenador, a la directiva, al patrocinador… En muy poco tiempo se creó un ambiente muy raro, como si nadie disfrutara. Para algunos había muchos canteranos, para otros había demasiado pocos. Todo el mundo tenía la culpa de algo: los americanos, las ETTs, el entrenador… se desató una guerra de poder incomodísima, absurda, destructiva… El equipo venía de ser subcampeón de liga y Sergio Rodríguez deslumbraba en el Europeo Sub 19 junto a Carlos Suárez. Pero nada era suficiente para algunos. Nada.

 

SE FUERON TODOS

Se fue el patrocinador, se fue el dinero, se fue Felipe Reyes, luego Carlos Jiménez, los presidentes se sucedían como las estaciones. Pepu se largó en cuanto vio cómo estaba el patio. El equipo resistía, no sé cómo. Tirones de garra de Pancho Jasen, la veteranía de Azofra, algún jugador exquisito como Larry Lewis, demasiados Walker Russel Jr., demasiados Rico Hill. El año de Miso fue justo el año que Miso nos mandó a la LEB con el Murcia. En 2008 teníamos que ganar los tres partidos que quedaban para salvarnos. Eran los tiempos en los que cualquier idiota conseguía que una caja le patrocinara y le pusiera 3 millones de euros de presupuesto. Los ganamos. No sé cómo, pero los ganamos: Brewer, Lorbek, Suárez, Popovic, Lewis, Pietrus, Jasen y poco más. Fiesta en León por todo lo alto.

Después, la atonía. La insatisfacción. El nuevo discurrir de cargos sin sentido, sueldos fuera de mercado. Vivimos por encima de nuestras posibilidades, que diría aquél. La distancia cada vez mayor entre el aficionado y su equipo. Carlos Suárez también se fue al Madrid, a encontrarse precisamente con Sergio. Nos quedamos huérfanos, sin fuerzas. En los foros no se inventaban canciones, se intercambiaban insultos. Con ellos o con nosotros. Perasovic, Martínez, Casimiro, Pepu, Trifón… ni cantera ni cartera ni nada. Muchos partidos perdidos, demasiados. Granger y Gabriel como insignias de un equipo que desbarraba. Los disparates. Las prisas. Los De la Fuente, Kirksay, Deane, Lofton, Bullock… cinco escoltas-aleros para solucionar lo que había que solucionar dentro mientras Germán arrastraba sus rodillas y jugaba el mejor baloncesto de su vida.

Por un momento pareció que todo sería como en 2008. Otro susto. Otra heroicidad. Otro pleno final. No pudo ser. El Madrid nos ganó, el Manresa nos ganó y al final nos ganó hasta el Murcia. De derrota en derrota hasta la derrota final. No puedo decir que lo haya vivido como un drama. No sé hasta qué punto el equipo es sostenible en la LEB, o Adecco Oro -ironías- o como se llame. Da igual. Son tiempos de Madrid y Barça, Madrid y Barça, Madrid y Barça. Odios y forofos. Lo único que puedo decirle al Estudiantes es «gracias». Gracias por los días de la infancia, de la adolescencia, por la formación en unos valores, palabra tan pervertida en el deporte. Gracias por el Ramiro y los cuartos de la Demencia. Gracias por los 3×3 de verano y todas las mujeres que nunca tuve.

Gracias. Y nos vemos pronto, claro.

 

* Guillermo Ortiz es filósofo y escritor. En Twitter: @guilleortiz_77

– Fotos: Rafa Casal (Marca)




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