"Lo que equilibra a un equipo es la pelota. Pierde muchas y serás un equipo desequilibrado". Johan Cruyff
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Hasta la irrupción no hace tanto del entrenador moderno, la juventud de todos los técnicos venía marcada a fuego por una corriente futbolística u otra a la que venerar a modo de ideal político por el que sacrificar cualquier activo, haciendo bandera de dicha idea y adscribiéndose en busca de la autenticidad bien a un futbol de izquierdas, bien a un fútbol de derechas. Términos horrorosos ambos. Así, mientras por un lado Trapattoni heredaba el catenaccio de los Nereo Rocco o Helenio Herrera para hacerlo su emblema, Capello llevaba la perfección defensiva al punto de tener que cambiar las reglas de la competición –tras encajar 15 goles en los 34 partidos de Serie A de la 93/94 la victoria pasó a premiarse con 3 puntos en lugar de con 2–, o Ancelotti plasmaba su idolatría por Sacchi con su inamovible 4-4-2 en línea donde el trequartista quedaba sentenciado por bueno que fuera, por el otro lado Cruyff primero y Van Gaal después –el segundo heredó el Ajax que dejaba el primero cuando fichó por el Barça en 1988– desempolvaban el manual de Rinus Michels ganándose la admiración de un sector de entrenadores argentinos (Menotti o Valdano) que ya se habían pasado la vida partiéndose la cara contra los Zubeldia o Bilardo, que justificaban hasta el extremo cualquier medio para conseguir ganar.
Todos tuvieron una época de esplendor mayor o menor con sus ideales a flor de piel, pero pocos sobrevivieron al tiempo. La rigidez táctica los hacía previsibles, y así como el fútbol se iba profesionalizando cada vez más, el estudio de estos comportamientos acababa destruyéndolos con otros más modernos que acabarían muriendo de la misma manera. Sobrevivir a la época de plenitud como entrenador donde las ideas de uno sorprendían y prolongarse en el tiempo requería lo más difícil que existe en el fútbol: reinventarse. Ahí solo los Hitzfeld, Heynckes, Van Gaal o Ancelotti fueron capaces de, sin olvidar sus orígenes, dejar de lado esa moral forzada para adaptarse a los tiempos y continuar en el candelero donde se iba subiendo gente joven con ideas renovadas.
Si hay un técnico en la actualidad que haya sido capaz de eternizarse en la élite con su misma idea futbolística ese es Arsène Wenger. Con el fútbol asociativo como estandarte y haciendo de su figura una parte del escudo del Arsenal, el entrenador francés ha sido capaz de clasificar al Arsenal entre los 4 primeros de la Liga inglesa durante 18 años consecutivos cuando en los 92 años anteriores a su llegada solo lo había hecho 23 veces. La base es solídisima pero el ego de su fútbol lo limita, y subirle un escalón a esa base es un problema que lleva enquistado desde que Henry saliera del club hace ocho temporadas.
Wenger olvida al rival en sus planteamientos y esto es cavarte la tumba en el fútbol moderno, más cuando tu juego te hace esclavo por la falta de alternativas que puedan desconcertar a un rival que sí te ha empollado de arriba abajo. En marzo –ese mes en que el Arsenal se convierte en calabaza– Wenger fue a Stamford Bridge con el núcleo duro de su orquesta de baja –sin Ramsey, Özil, Walcott y Wilshere– a tocarle a Mourinho la única partitura que se sabe. Sabía lo que tenía enfrente, pero le importaba poco. Un entrenador de a pie –no hace falta acudir a uno consagrado– hubiera pensado que controlar la zona de pérdida, arropar un mediocampo limitado en la asociación –Chamberlain como interior aporta desborde, llegada o gol, pero poco control sobre el juego– y potenciar el duelo en el centro del campo incluyendo a Flamini en el once para poder plantar cara a Matic y perseguir a las balas que iban a pasar como Atila por el latifundio que iba a ser la espalda de un Arteta expuesto una vez más, era lo básico para poder competir ante lo que ofrecía el oponente. Wenger no. No y a sabiendas, porque él solo quiere minimizar las virtudes del rival mediante el aplastamiento con balón. Como buen romántico el pragmatismo no cabe en su estrecho libreto, y perder 6-0 como aquel día no es más que un lance de querer escribir una tragedia –en la que su inviolable filosofía ejerce de dios que lastra su porvenir– en lugar de un drama en el que el hombre es dueño de su destino.
Ante el Borussia Dortmund regresó el Día de la Marmota. Un equipo especialista en rajar equipos protagonistas con balón, con un técnico maquiavélico artífice de un proyecto en el que él es el único imprescindible, capaz de presionar con tres arriba –lo que pocos se atreven a hacer– para anular la superioridad numérica y posicional en la salida de balón de los tres centrales de todo un Bayern, que ha martilleado a los técnicos más grandes a base de contraataques indefendibles y pressings insoportables, y que ha ido añadiendo anexos a su libreto así como le iban quitando a sus jugadores franquicia. El Dortmund no engaña a nadie, salvo al que se deja.
A Wenger le importa el cómo más que el qué, así que aquello de intentar hacer cosas distintas para conseguir resultados distintos no es a su parecer más que una manera de manchar su bandera, aquella que dictará su trágico destino. Con este escenario Klopp, claro, le machacó. Presión alta asfixiante, vértigo en las transiciones y contraataques automatizados coreográficamente. Ni fichar lo que pide tu equipo para potenciar una idea muy válida, ni estudiar al oponente ni leer los partidos. Intervencionismo cero y a esperar hasta que la partitura suene. No es de este mundo el reino de Wenger sino de un mundo en el que todos los técnicos son como él, y en éste hay demasiado indeseable dispuesto a exprimirse los sesos para sangrar las debilidades del rival y ocultar las propias. De estos que no se enamoran de nadie pero que nos tienen enamorados a muchos.
El presente y el futuro son entrenadores como Simeone, capaces de decir que el técnico que más le ha influenciado es Bielsa y el equipo que más le ha marcado –además del Atlético– es Estudiantes de la Plata. El ángel y el demonio –interpretando el término de la mejor de las maneras– como formas de afrontar el fútbol y la vida, sabiendo que su éxito brota de la influencia de ambas, porque cada una por sí misma tiene fecha de caducidad.
* Alberto Egea.
– Foto: AFP
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