En 1855, Eduard Mörike publica ‘Mozart auf der reise nach Prag’. Más de 130 años después, el librito se edita en España bajo el título ‘Mozart, camino de Praga’. El poeta Mörike, bajo el pretexto de relatar un viaje del compositor y su esposa, confecciona un retrato excepcional del gran artista. En uno de los altos del camino en los que Mozart se dispone a interpretar, ante una pequeña familia amiga, una pieza inédita de su composición, el relator escribe: “Quisiéramos que nuestros lectores pudieran sentir al menos algo de esta sensación peculiar con que, a menudo, un solo acorde aislado (…) nos estremece como una descarga eléctrica y nos deja en suspenso. Cuando, en el umbral de la tragedia sublime -se llame Macbeth, Edipo o de cualquier otro modo- flota el escalofrío de la belleza eterna. El hombre quiere y teme a un tiempo ser arrancado a su ser ordinario, siente que lo infinito lo rozará, que su pecho se encoge cuando ese infinito aumenta y pretende arrebatar su espíritu por la fuerza. A ello se añade el respeto por el arte consumado; la idea de presenciar un milagro divino”.
¿Es posible relatar con mejores palabras el milagro de la creación inconsciente? Porque eso es lo que ocurre con los goles de Messi, el Mozart del fútbol moderno, el genio tozudo, el asesino de adjetivos. Messi crea piezas sublimes en la mayor parte de sus acciones y ni siquiera sabe cómo las ha creado. También Mozart explica que no sabe cómo brota su música: simplemente, fluye. Messi no sabe lo que está creando, ni sabría explicarlo. No podría detallarlo como hace Rafa Nadal, capaz de pasarse horas explicando punto por punto, golpe por golpe, de cada uno de sus partidos: del 15-40 al deuce y del tie break al desenlace final. Nadal tiene una cámara de vídeo en el cerebro; Messi, un pentagrama transparente e ilegible. Messi no recuerda sus regates ni los galopes, ni cómo conducía con el balón metido dentro de su bota izquierda, ni la finta que hizo, la cadera que quebró o el portero al que abatió. Sabe que ocurrió un milagro, pero no conoce cómo fue, ni qué ocurrió o por qué. Simplemente, sucedió. Sin pensarlo.
El 22 de octubre de 2006, hace ya mucho tiempo por tanto, el periodista Lu Martín, de El País, le preguntó: “¿Trabaja los regates durante la semana?” Y Messi respondió, susurrando: “Nunca. Agarro la pelota y salen. Así, en un momento. No imagino los partidos ni pienso las jugadas. Sale lo que sale en el momento, cuando tengo la pelota”. Ese es Messi, un irreflexivo fabricante de sueños: “Tampoco soy de los que sueñan en cómo marcar un gol. Nunca”. Messi, carente de sueños grandiosos y de palabras deliciosas. Incomprensible para sí mismo. Inexplicable. Inconsciente de su milagro creativo permanente.
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