"El éxito se mide por el número de ojos que brillan a tu alrededor". Benjamin Zander
Todos vimos volar alguna vez a Michael Jordan. No fue un deportista normal. Empezó siendo un especialista en mates prodigiosos y triples imposibles y acabó convertido en aviador de sí mismo: Jordan Airlines. Michael creía que del cielo llovía café y triples, así que volaba para evitar que se evaporasen las canastas milagrosas. Phil Jackson mandaba jugada y Jordan lo traducía en anillos de leyenda. No discutimos si Magic, Larry o Kareem fueron grandes, grandísimos, gigantes míticos, porque eso no admite debate. Lo fueron. Simplemente, en el básket hubo un antes y un después de Michael, el aviador de los sueños ajenos.
Y así estamos en el fútbol. Ocurre que la película aún no ha terminado y los meditabundos dudan, pero la película ya está tan avanzada que empezamos a saber lo que diremos cuando seamos mayores: que en el fútbol hubo un Antes de Messi y un Después de Messi. Esta certeza no genera demérito alguno para Don Alfredo, ni para el Rey Edson, ni para el gran Flaco, ni para el Dios Diego. Ellos fueron genios que ningún lápiz de colores podrá borrar ni maquillar jamás. Ídolos descomunales, dominadores aplastantes en su momento, perfectamente compatibles con esta otra realidad: AdM y DdM, las dos etapas del mundo del balón.
Empezó siendo un regateador, trocó en goleador y asistente y va camino de futbolista total. Cuando niño era un jugador de gambeta. El ‘chupón de barrio’ en precisa definición del amigo Moñino. Más que atado al pie, llevaba el balón dentro de la bota, según advirtió una noche de luna clara el escritor Don Eduardo Galeano. Por aquellos entonces, cuando las lesiones le torturaban, haciendo dudar del porvenir, Leo era un prodigio del espacio reducido, del quiebro y rotura de cinturas, del regate interminable. Schuster y el Getafe pueden certificarlo. Su asignatura pendiente era el gol, pues cabía pensar que había mucho ruido en sus driblings para tan pocas nueces.
El 21 de marzo de 2007, es decir, hace cinco años y algun día, Messi declaró: “Ya era hora de que empezara a meter goles. Tengo que mejorar mucho esta faceta”. Hacía pocas jornadas que había marcado un hat trick al Real Madrid de Capello en aquella Liga del goal average. Messi no era ni siquiera máximo goleador del equipo: Ronaldinho consiguió 23 goles. Leo, 14 en toda la Liga. Ahora los suma en apenas tres partidos.
Guardiola le dijo en verano de 2008 que cambiaría eso y le haría goleador. Antes de Pep, promediaba 19-20 goles por curso. Con Pep se fue primero a los 40, después a los 50 y acaba de romper todos los techos. Pero ya va a por otra cosa. Si primero fue regateador y, después, goleador y asistente, ahora ha entrado en la tercera fase: la del futbolista completo que domina la escena entera. Este es su nuevo reto una vez coronado como rey de los goles: ahora quiere que su entrenador le convierta en emperador del juego total.
Cuando le vemos caminar por la pradera, como ajeno a cuanto le rodea, está rumiando su siguiente contribución al colectivo. De ahí que se le advierta en ocasiones al costado del mediocentro, como si le correspondiesen funciones de arquitecto iniciático del juego posicional; o asociándose pausadamente con sus interiores para facilitar el avance grupal hacia zonas más calientes. En este nuevo nivel, Messi empieza a saber qué decisión corresponde a cada momento procesal: cuándo correr, cuándo asistir, cuándo sentenciar y cuándo caminar para esperar el momento del zarpazo. Leo también es un aviador de sí mismo. El Jordan de las tierras bajas.
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