El hombre que no sabía cerrar los torneos

por el 16 junio, 2013 • 11:09

phil

Phil Mickelson ganó su primer Masters a los 33 años. Hasta entonces, el talentoso zurdo de California había sido capaz de conseguir su primera victoria en el circuito americano sin ser siquiera profesional, además de triunfar en otras 22 ocasiones distintas. Cuatro veces tercero en el Augusta National, dos veces segundo en un US Open, tercero en el Abierto Británico, segundo en el PGA… Los registros del eterno número dos del mundo en las grandes citas era brillantes, pero por alguna razón, nunca conseguía cerrar los torneos. A veces era una salida dirigida a los árboles en el último hoyo; otras, un putt de apenas un metro que se paseaba por el borde del agujero y que nunca entraba. Era un bloqueo en toda regla en el tramo decisivo de la competición. Donde Tiger se mostraba completamente voraz y certero, Phil chocaba como dos placas tectónicas en mitad de un campo de golf.

Cuando llegó aquel triunfo en Augusta, llegó también la confianza y la primera experiencia positiva en el difícil arte de agarrarse con fuerza a sus opciones. Su primer Masters vino seguido de otros dos, además de un PGA y una carrera merecedora del Hall of Fame. Fue una lección larga, dura y llena de decepciones, pero mientras otros se habían quedado en el camino, Mickelson supo salir airoso. Ese joven incapaz de ganar ya no es el mismo que pisó esta semana el Merion Golf Club, dispuesto a convertir sus cinco segundos puestos en el Abierto de los Estados Unidos en la reconciliación definitiva con su pasado. Después de dos jornadas disputadas, su nombre figuraba en lo más alto de la clasificación.

Puede que la razón detrás de tantos fracasos en el último tramo de los grandes se deba su forma de entender este deporte. Mientras otros se mostraban metódicos y consistentes a lo largo de sus vueltas, Phil visitaba las hierbas altas con cotidianidad, buscaba salir milagrosamente de los bunkers y era tan capaz de meter un putt de ocho metros como fallar varios consecutivos a escasos palmos del hoyo. Es el idioma de Mickelson, tan impredecible como espectacular. Durante los tres últimos días, sin embargo, este caos se ha asentado y ha encontrado cierto orden en un escenario que penaliza la más mínima imprecisión. Existen tres tramos bien distintos en Merion: en el primero no se puede atacar cada bandera del recorrido; en el segundo es necesario aprovecharse de las ventajas que proporciona; y en el tercero la única opción es sobrevivir, caer desde una altura más baja que la de tus rivales. Es un pasillo bien definido y estrecho pero, por algún motivo, un jugador tan disperso como él ha sabido adaptarse mejor que ningún otro.

Esta obra dividida en tres actos hizo que el sábado del US Open fuera abierto, apasionante, generoso y sujeto a decenas de cambios en la clasificación. Woods y McIlroy caían a las primeras de cambio pero en su lugar surgieron Luke Donald, Justin Rose, Ian Poulter, Hunter Mahan, Charl Schwartzel, Jason Day o Steve Stricker, hombres que consiguieron asomarse a lo más alto de la tabla a fuerza de seguir el camino que Merion les pedía. Si no se podía atacar en los primeros hoyos, ellos firmaban el par; si por el contrario les demandaba ser agresivos en el tramo medio del recorrido, ellos aumentaban revoluciones y asediaban cada una de sus banderas. Seguían el plan establecido para el día como quien se encomienda a un faro en mitad de la noche, y los resultados convirtieron el torneo en un intercambio de gritos entre el público. Unas veces se escuchaba “Luke” en mitad de Merion; otras, las gradas se encendían con un disparo de Day.

Mickelson agachó la cabeza y finalizó sus nueve primeros hoyos con dos golpes sobre el par. Al igual que en la segunda jornada, no era incisivo en los greenes y por muchas oportunidades que producía la bola solo pasaba cerca del hoyo, como en los viejos tiempos. Firmó un par de birdies que le devolvieron al equilibrio del día pero parecía demasiado tarde como para dar un golpe de autoridad en el torneo. El tramo más cruel de Merion se acercaba y sus errores se pagarían con buena parte de sus opciones para el domingo. Donald era líder cuando firmó un bogey y un doble bogey en sus dos últimos hoyos; Mahan y Schwartzel cometieron otros dos en el mismo tramo. La lucha por la supervivencia había dado comienzo y cada uno de los aspirantes a la victoria sufría por no caer demasiado rápido. Phil seguía mirando al suelo. Par al 14, al 15 y al 16. En el 17, con un hierro en las manos, ante uno de los pares 3 más largos que se jugarán esta temporada, envió su bola como un misil al cielo de Filadelfia y cuando cayó a escasos metros de bandera, el público pegó el primer gran grito dirigido hacia él. Era el tramo decisivo de la jornada y Phil no solo había evitado los peligros, sino que se había situado a los mandos de la nave.

Su vuelta de 70 golpes fue suficiente como para situarle como único hombre del torneo bajo el par, en primera posición y con 18 hoyos por delante. Mahan, Schwartzel y Stricker le siguen a un impacto de distancia, mientras que Rose, Donald y Horschel lo hacen a dos. Dicen que en un gran torneo lo más importante es eliminar las tentaciones y Mickelson, durante muchos años, se dejó seducir por las banderas constantemente. Ayer, en Merion, el mismo hombre salió dispuesto a seguir un plan y mañana tendrá la ocasión de demostrarse que aquel chico de gran talento era también merecedor de ganar en un US Open.

* Enrique Soto.


– Foto: Charlie Riedel (AP)




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