No era el típico equipo atractivo para el espectador neutral. Además de sus aficionados, poca gente renunciaba a otros planes con la ilusión de ver sus partidos. Sin embargo, la Juventus de Marcello Lippi era un conjunto durísimo, temido en toda Europa. El buen trato al balón estaba subordinado a la solidez colectiva. Lo fundamental era dejar sin opciones ofensivas al rival para que Del Piero, Zidane o Boksic desnivelasen la balanza. Amparado en esa fiabilidad competitiva tan típica de los equipos italianos en los 90, la Juve disputó tres finales de Champions consecutivas. Un logro de enorme dificultad. Un dato del que también podía presumir, desde el estreno del nuevo formato del torneo, el Milan de Capello (1993, 94 y 95). Nadie más lo ha conseguido después. Ni el Madrid de los galácticos, ni el admirado Barcelona de Guardiola ni el Bayern de Múnich. El estilo bianconero no era el más estético, de acuerdo. Pero sus jugadores formaban un bloque compacto al que costaba horrores ya no ganarle, sino ponerle en verdaderos apuros.
Bien lo sabía el extraordinario Ajax de Van Gaal, sorprendido en la final de 1996 por los turineses. Para la temporada 96-97, la Vecchia Signora se desprendió de Vialli y Ravanelli. A cambio llegaron Vieri, Boksic y Zidane, y todos tan contentos. El cambio incrementó el potencial de una escuadra que se paseó por la fase de grupos y tampoco se agobió para eliminar a Rosenborg y Ajax camino del título. La superioridad demostrada ante el conjunto holandés en la penúltima ronda le otorgó el cartel de favorito para el partido decisivo.
No obstante, esa condición tenía trampa. Enfrente comparecía un hueso durísimo. El Borussia Dortmund de Ottmar Hitzfeld, campeón de las dos últimas Bundesligas. Los alemanes, rivales del Atlético de Madrid en la primera fase, venían de despachar al Auxerre en cuartos y al United de Ferguson y Cantona en semifinales. Contaban con varios de los mejores jugadores alemanes del momento (Kohler, Reuter, Sammer –Balón de Oro en ejercicio–, Möller o Riedle), y eso era una cosa seria. La Mannschaft venía de unos años en los que había ganado el Mundial (1990) y Eurocopa (1996).
El 28 de mayo de 1997, el histórico Olímpico de Múnich acogió el duelo más importante de la temporada. La revancha de la Copa de la UEFA del 93, conquistada por la Juve. Un equipo italiano contra uno alemán. Es decir, un encuentro no apto para pechofríos y piernas perezosas. La lucha por cada balón y cada espacio llevada al extremo, aunque fuese a costa del espectáculo. Porque fútbol, lo que se dice fútbol, apenas hubo sobre el césped muniqués.
Hitzfeld, un técnico calculador con cara de pocos amigos, alineó a Klos en la portería; Kohler, Sammer y Kree de centrales; Reuter y Heinrich como carrileros; Paulo Sousa, Lambert y Möller en el medio; y Riedle y Chapuisat en punta. La Juventus salió con Peruzzi bajo palos; Porrini, Ferrara, Montero y Iuliano en la zaga; Di Livio, Deschamps y Jugovic en la medular, y Zidane de enganche con la delantera, formada por Vieri y Boksic. Del Piero acompañaba a Lippi en el banquillo.
Los planteamientos de Hitzfeld y Lippi fueron prudentes, dicho de manera suave. Toques en el mediocampo, los justos. Se buscaba el juego directo hacia los delanteros sin caer en pérdidas comprometidas. El partido se resolvería por alguna genialidad o por un error. En esa estrategia la Juve se sentía cómoda. Vieri estuvo a punto de marcar en los primeros minutos con un zurdazo que se estrelló en el lateral de la red. La clase de Boksic suponía una amenaza constante, mientras Zidane permanecía en segundo plano, bien vigilado por el incansable Lambert. Ni Juve ni Dortmund se tomaban demasiadas molestias para elaborar jugadas desde atrás. Peruzzi y Klos se hartaron de sacar en largo.
La disputada final consumía minutos sin sobresaltos. Hasta que el vigente campeón cometió un error impropio de su madurez a la media hora. En una acción originada en un córner botado por Möller, los italianos erraron con la línea del fuera de juego. Porrini se comió un centro desde la derecha y el veterano Karl-Heinz Riedle bajó el balón con el pecho y fusiló a Peruzzi. El encuentro cambió de escenario, y la Juventus no estaba preparada para guiones inesperados. Cinco minutos después, el Dortmund hurgó en la herida. Otro córner tocado con clase por Möller y otro gol de Riedle, esta vez de cabeza. Peruzzi apenas se movió. 2-0. Marcello Lippi, tan preocupado por las cuestiones tácticas, no se lo podía creer. En su caso, más que en ningún otro, la profesión iba por dentro. Apenas alteraba su gesto reflexivo y hierático, fuese cual fuese el marcador.
La bestia estaba herida, pero no dejaría la final sin repartir algunos mordiscos. Antes del descanso, Zidane disparó al poste, Sándor Puhl anuló un gol a Vieri por mano previa y el propio Vieri lo intentó desde fuera del área. Fue la primera, y casi la única, fase de agobio al conjunto de Hitzfeld.
El descanso sirvió para interrumpir el caudal ofensivo bianconero, aunque su peligrosidad aumentó con el ingreso de Del Piero por Porrini. Di Livio pasó al lateral izquierdo, Iuliano al derecho y Alessandro partió desde la izquierda para intentar asociarse con Zidane y los dos puntas. Tampoco es que el ataque de la Juve ganase mucha fluidez con la entrada del talentoso Pinturicchio, pero tanta acumulación de calidad arriba tenía que dar algún rédito. En el 65, minutos después de que Jugovic y Vieri probasen a Klos, llegó el gol de la esperanza italiana. Boksic alcanzó la línea de fondo y su envío al primer palo fue rematado de tacón por Del Piero. Un recurso de genio con el que el duelo recobraba pulso competitivo.
Hitzfeld, como respuesta, movió el banquillo. Herrlich entró por el goleador Riedle y el prometedor Lars Ricken sustituyó a Chapuisat. Nunca un cambio tuvo un efecto tan inmediato. A los pocos segundos, con la defensa italiana muy adelantada, Möller, otra vez Möller, filtró un pase al espacio hacia Ricken. El canterano, sobrado de frialdad y calidad, superó a Peruzzi con una preciosa vaselina. De paso, enterró las ilusiones de la Juventus en aquella final. Lippi introdujo a Amoruso en el lugar de Vieri, pero ya nadie creía en la remontada. El Dortmund solo tuvo que dejar pasar el tiempo con oficio. La primera Copa de Europa de la institución llegaba en la casa del Bayern, uno de sus máximos rivales. Fue uno de esos guiños a la historia tan típicos en el fútbol.La recompensa a la fidelidad de una de las aficiones más apasionadas del mundo.
El bloque bávaro, como es costumbre en él, aprovechó los éxitos del vecino para reforzar su proyecto. Hitzfeld, a partir de 1998, sería el entrenador elegido en la búsqueda de la gloria europea perdida. Mucho más larga resultó la estancia de Ricken en Dortmund, pese a que las enormes expectativas que rodeaban su figura nunca llegaron a cumplirse. Malditas lesiones. En el plano institucional, el Borussia, lejos de aprovechar el título de Champions para consolidarse entre los grandes clubes del continente, se hundió, poco a poco, en un hoyo cavado por las malas decisiones deportivas y la nefasta gestión económica. En consecuencia, rozaría la desaparición en los primeros años del nuevo milenio.
La Juve, por su parte, cerró el curso 96-97 con tres títulos (Supercopa de Europa, Copa Intercontinental y Scudetto). Unas conquistas que apenas mitigaron el dolor por la derrota en Múnich. A diferencia del Dortmund, la Vecchia Signora estaba consolidada en la nobleza europea. Sólo tardaría un año en volver a acariciar la Orejona. En quedarse otra vez con la miel en los labios.
* Javier Brizuela es periodista y filósofo.
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