La masa de ladrillo, hormigón y cristal templado apenas superaba los diez metros desde el suelo pero a él se le hacían cuesta arriba. Incluso para su altura de miras. Jamás pasó hambre pero la necesidad lo perseguía, lo atenazaba y apenas podía recordar cuando el viral deseo se alojó al lado de sus sueños.
Tenía vida y decisión propia. Lo sufría tan adentro que a veces lo machacaba en mitad de la noche, en la ducha del vestuario o peor aún, cuando se jugó formar parte de esa élite, el fútbol futuro, el pasado verano.
Un año después, Jorge Sánchez era el elegido, pero a su más íntimo enemigo no le bastaba.
Había sacrificado tanto por el sueño que a menudo se preguntaba qué le había llevado hasta ese lugar donde la ambición era la sintonía más escuchada en el autobús de regreso a casa. La Residencia, la llamaban. En ese instante la mente de Jorge revivió su pensamiento, casi desvarío, al escuchar nombrarla así por primera vez: La residencia…la sala de espera de quienes ya no temen el final.
El guardián de la esencia del club. Casi imposible no verlo. O sentirlo. Los vigilaba desde la puerta de acceso al edificio del filial junto al párking de los equipos inferiores. La devoción de la mayoría por ese cartel rozaba el fanatismo, pero ese día su mensaje no podía ser más desgarrador.
A esa misma hora y a apenas 200 metros más allá de la valla que los separaba del estadio, la sonrisa más entrenada del presidente se abría con la misma fuerza que apretaba la mano de su nueva apuesta. En realidad estrechaba algo muy distinto: el camino a la gloria para él.
Los demás, quienes lo acompañaban cada mañana hacía justo un año, no podían pensar en ello un solo segundo. El ego, el enemigo intimo, había crecido más deprisa y ahora suplantaba también los sueños de otros. Conseguir un buen contrato, decían. El reflejo del primer equipo iluminaba cada pliegue de aquel inerte edificio. El esfuerzo, el talento y algo que todavía desconocía habían transformado a varios de sus iguales en notables, en apuestas para llenar el estadio.
Una cita, la frase más usada por su entrenador, puso letra a la lección que acaba de recibir: «El éxito y el fracaso son dos impostores». Jorge supo entonces que había tenido suficiente.
*Antonio Esteva es periodista.
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