Como toda persona, el deportista está expuesto a sufrir cualquier tipo de enfermedad, pero se sabe que los deportistas que se entrenan intensamente tienen más riesgo de padecer infecciones y enfermedades de carácter leve.
Suelen ser episodios leves, sin demasiada trascendencia para la salud, pero pueden obligar a abandonar los entrenamientos durante unos días con la consecuente pérdida de forma física, poniendo quizás en jaque los objetivos de una temporada.
Si la enfermedad llega antes o durante una competición, lo más probable es que se manifieste una bajada en el rendimiento y los resultados sean peores de los previstos.
Esta mayor vulnerabilidad se debe principalmente al estrés, que puede ser puntual (por ejemplo, por una competición o reto importante) o crónico.
Al afrontar entrenamientos con altas cargas de intensidad/volumen de forma continuada y con poco descanso entre sesiones, el deportista acumula una fatiga que puede desencadenar una situación de estrés crónico tanto físico como psicológico.
Ante esta situación suben los niveles de las hormonas del estrés (cortisol, adrenalina, epinefrina) y de sustancias inflamatorias, a la vez que bajan los glóbulos blancos, lo que disminuye la eficacia del sistema inmunológico. Dicho de forma coloquial: bajan las defensas. El deportista se encuentra, por tanto, con una menor capacidad para luchar contra los agentes patógenos causantes de infecciones oportunistas, como puede ser un resfriado, una faringitis o una gripe.
Si además, el deportista no sigue una alimentación adecuada, no descansa o duerme convenientemente, las posibilidades de caer enfermo se incrementan.
* Loles Vives en nutricionista y atleta.
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