Lo nuestro era un amor adolescente. Bueno, lo mío era un amor adolescente y lo suyo podía ser cualquier otra cosa. Un amor ludópata, por ejemplo; la pulsión de alguien que sabe que quiere jugar pero no está convencida de querer ganar. Juegos ante el abismo. El autobús de Madrid a Santander, dos falsos forofos sacados de una canción de Paul Simon que salen a buscar América, a buscar el sueño del Dream Team, el manido Dream Team. Ella, con su camiseta del Barcelona, Hristo Stoichkov; yo con mis calcetines del Rácing, mi extraña relación con las equipaciones deportivas.
Un autobús de seis horas, quizás algo más, el cansancio y la excitación del fin de semana. Sábado de tregua en el instituto. Yo llevaba cintas con bandas sonoras de Reservoir Dogs, Clerks, Trainspotting y Pulp Fiction… Ella no llevaba nada.
El mismo autobús de dos años antes. Mi anterior viaje enloquecido: promoción ante el Espanyol para ascender a Primera. Los lentos pasos desde la distancia: de Segunda B agónicamente a Segunda. De Segunda a Primera pasando por un gol de Pineda en Sarriá y un empate a cero en El Sardinero con Ceballos de héroe. Ir y volver en dos días para ver ascender a un equipo del que nunca fui socio. Estética. Heroísmo quinceañero.
El Sardinero. El camino al Sardinero, más bien, dos años después, esta vez con ella. Llamar a su padre más o menos cada hora, una búsqueda constante de cabinas. ¿Qué demonios hacían esos dos chicos de 17 años recitándose pedantes poemas de Neruda y Benedetti bajo la lluvia de Puertochico? ¿Qué esperaban? Algo de entusiasmo, supongo. Mi amor, ya he dicho, era un amor entusiasmado. Un amor de autobuses llenos, aires de fiesta en la ciudad, ‘Peña Mutiu’ con caras pintadas… El suyo era un amor de prófuga, un amor de Sánchez Jara e Iván Iglesias. Un amor de Carlos Busquets.
Un corazón que era un coladero, vaya.
Ella iba a ver unas ruinas y yo iba a verla a ella. A estar con ella. Los dos perdidos en la multitud de la grada joven, esquinados, de pie, imposible ver con claridad las jugadas, chubasqueros protegiéndonos de la lluvia. La primera parte, temerosa, el miedo del equipo de provincias. Romario ya no estaba, Stoichkov pasaba el partido gritando al banquillo y Koeman estaba sancionado o lesionado, igual que Sergi. Aun así, Guardiola, Ferrer, Abelardo, Bakero, Eusebio, Hagi… Mi mano en su mano, ella fingiendo un nerviosismo imposible: estaba asistiendo a un entierro, todos teníamos la sensación de estar asistiendo a un entierro, con Korneiev y Jose Mari de invitados especiales.
En el minuto 44, justo antes del descanso, balón en profundidad para Esteban Torre, ese admirable calvo, y gol. 1-0. Locura en El Sardinero, tiempos en los que el Racing ganaba sus partidos en casa y no le importaba dejarse nada fuera porque necesitaba recuperar una comunión perdida durante años en las cloacas. La segunda parte, prácticamente sin cambios pero también sin miedos. El 2-0 de Quique Setién nada más empezar, cabezazo desde atrás subido a la grupa de algún central despistado. Setién, el capitán. Setién, el ídolo. Las broncas entre Hristo y Pep. A ella le gustaba Pep y yo me había dejado el pelo muy corto y barba de tres días solo para ver si así conseguía parecerme en algo al hombre de su vida.
Merino que llega otra vez desde atrás para hacer el 3-0 y la lluvia cayendo todo el rato, codificando el partido. La euforia desmedida. Cruyff metido en su banquillo, poniendo cruces y preparando andanadas para la rueda de prensa. Ella también celebrando, claro, ¿qué iba a hacer? ¿Lamentarse porque su equipo iba a caer al cuarto puesto en vez de al tercero? Venían de ganarlo todo, venían de serlo todo. Eran la narrativa del fútbol español de los 90. Nadie estaba preparado para susurrarles al oído: “Recordad que sois mortales”.
Y así Busquets, el ínclito Busquets, con sus colores imposibles, regalaba el cuarto a Radchenko y entonces toda la grada empezó a mostrar sus palmas abiertas. Las palmas que recordaban a los jugadores que ellos por un día podían ser como el Real Madrid, que ellos también podían sentirse galácticos, chicos de Pedraza y de Torrelavega. Las expulsiones. El Barça se quedó con 10 y faltaba un cuarto de hora. De repente, el 4-0 quedaba en nada, en una eliminatoria perdida. La gloria estaba en el quinto y yo gritaba “cinco, cinco, cinco” y mostraba mi palma abierta, como los demás, como ella, perdida en el entusiasmo. Vino buscando un milagro y ocurrió. Una lección para cualquiera: nunca den un milagro por perdido. Nunca.
Minuto 87, minuto 88, de nuevo la defensa azulgrana haciendo aguas. Al menos tuvieron la dignidad de no derrumbarse de naranja o de verde pistacho. Puestos a suicidarse, al menos suicidarse de gala. Busquets llegando tarde y cometiendo un penalti clamoroso. Tarjeta roja. Angoy bajo los palos y Radchenko muerto de risa. Una risa tonta, incontrolada, la risa de todo el estadio, la risa que ocultaba el viaje de vuelta, las canciones de Tarantino de nuevo en un autobús eterno, la distancia propia de la vuelta a la realidad. La puta realidad. El Sardinero aquella noche era como el Toni 2 un martes a las 4, el lugar donde cualquier cosa era posible, más allá de Neruda y Benedetti y las narrativas.
La muerte de las narrativas. El sábado en el que murieron los discursos y nacieron las manos abiertas. Radchenko concentrado, sabedor de que Angoy no le va a parar un penalti, el silencio previo a estos trances, la lluvia empapándolo todo, el Barcelona convertido en barro. Sánchez Jara sin bigotes. El tiro ajustado al lado contrario del portero y el quinto en el marcador. El quinto. 5-0. Los abrazos improbables, los besos furtivos, su sonrisa, su enorme sonrisa de chica que se agarra a un clavo ardiendo.
Eso era yo, un clavo ardiendo; eso era el Racing. De nuevo el camino del Sardinero a Puertochico, los coches llenos de bufandas y banderas y manos, muchas manos, manos por todos lados. ¿Quiénes nos creíamos que éramos? Cualquiera menos nosotros. Habíamos conseguido fugarnos de nosotros mismos y nuestra mediocridad noventera, mediocridad de Kurt Cobain y Soundgarden. Yo la quise, a veces ella también me quiso. Táctica y estrategia durante cinco años más. Cinco años, ¿ven? El número mágico. Construir con goleadas un puente indestructible. No sé cómo ni sé con qué pretexto pero quedarme en ella, la noche entera en ella y la tristeza de la vuelta, un Madrid sin abismos, un Madrid donde amarse cinco años viendo pasar Copas de Europa ajenas.
Así hasta febrero de 2001. De nuevo El Sardinero. Serra Ferrer haciendo de Cruyff, Gerard haciendo de Guardiola, Regueiro haciendo de Radchenko. Los goles que fueron cayendo hasta quedar en cuatro y entonces darse cuenta de que no hay salida, de que el ciclo se ha cerrado y además se ha cerrado en falso. Antes de su llamada, por supuesto, antes de ver a Figo subirse a la Cibeles, antes y después de Van Gaal y su libreta. Porque has venido a recoger tu imagen y eres mejor que todas tus imágenes. El Racing descendió ese año, el Barcelona se clasificó in extremis para la Champions. Gaspart soportó estoicamente las pañoladas.
A ella le daba igual. Ella ya estaba con otro. Hacía bien, no pretendo reprochar nada a estas alturas. Todos los equipos modestos tienen un partido, cinco goles, cinco años en los que se sienten especiales. Pero se pasa. Arriba y abajo es mejor que la tristeza.
La tristeza.
Ya no la quiero, es cierto, pero cuánto la quise. Hay que estar preparados siempre para los milagros y para los colapsos. Los unos no se entienden sin los otros. Hasta cierto punto, en una cierta narrativa, se complementan. Un día entierras y otro día tú eres el enterrado. El fútbol es así.
* Guillermo Ortiz es filósofo y escritor.
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– Fotos: El Diario Montañés
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