"Hay que recordar que quienes escriben para los imbéciles siempre tienen un numeroso público de lectores". Arthur Schopenhauer
En el cambio de paradigma social en España habían cobrado una importancia inusitada los nacionalismos. Kortabarría e Iribar, capitanes de Real Sociedad y Athletic, portando la Ikurriña al frente de sus equipos en el derbi vasco de 1976 en San Sebastián, eran el verdadero icono de la situación emergente.
Todavía no se habían celebrado las primeras elecciones democráticas y, lógicamente, los nacionalismos catalanista, vasco y gallego se asociaban al antifranquismo. El tiempo dibujará en el futuro muchos matices, pero ese tiempo está por venir. Tanto el Barcelona como los dos equipos vascos diseñan apresuradamente un discurso en el que, con mayor o menor grado de explicitación, asumen una posición de representantes simbólicos de sus respectivos nacionalismos.
En esas primeras elecciones, celebradas un año antes del ascenso de Luis de Carlos a la presidencia del Madrid, Alianza Popular, el partido que hace bandera del nacionalismo españolista, obtiene un respaldo muy reducido, bastante por debajo del PCE, y a muchísima distancia de UCD y PSOE, los dos partidos que reúnen la mayoría del electorado. En las segundas, celebradas cuando Luis de Carlos lleva un año de ejercicio presidencial, el resultado que alcanza la entonces denominada Coalición Popular es todavía peor, casi testimonial.
El Madrid, que aún ganará la liga de 1979-80, aunque con un solo punto de ventaja sobre la Real Sociedad, que nunca antes la había ganado, verá triunfar a los dos equipos vascos en las cuatro siguientes ediciones. Las dos primeras se las llevan los de San Sebastián, y las siguientes, los de Bilbao, que habían conquistado su última liga en 1956. Sin pretender, por supuesto, ninguna asociación causa-efecto con los triunfos del fútbol vasco, pero sin renunciar, desde luego, a señalar un elemento decisivo del contexto social, condicionante de la dificultad de definir un discurso propio del Madrid, en aquellos tiempos ETA estaba causando alrededor de cuarenta asesinatos anuales, y tendría lugar la tentativa de golpe de Estado.
Ya hemos hecho notar antes que el carácter reduccionista de la identificación del Madrid como mejor embajador de la España del franquismo había bloqueado la emergencia del discurso alternativo de la universalidad. El mito del Madrid, que podía haber reclamado con justicia ser el creador del fútbol moderno, como ilusión que supera las fronteras políticas se había quedado prisionero dentro de ellas. Ante los nuevos referentes sociales podía, ahora, hacer bandera del nacionalismo centralista de signo contrario a los emergentes; representarse a sí mismo como símbolo de la España ofendida.
Aunque parte de su afición apuntaba por ahí, el Madrid no lo hizo. E hizo bien en resistirse a lo que parecía más fácil: enrocarse en una opción de la que, como los resultados electorales evidenciaban, no participaban la mayoría de los españoles. Al contrario que otros equipos, ni se pintó la bandera en la camiseta ni contrapuso un imaginario de signo opuesto al que con celeridad se tejían sus rivales. El Madrid, simplemente, cometió el peor error: dejar que ese discurso nefasto se lo escribieran sus enemigos.
En el camino hacia la nada, mientras la propaganda contraria consolidaba la identificación del Madrid como el equipo del Régimen anterior, Luis de Carlos, cuya imagen personal –al margen de sus creencias, que las ignoro– le asimilaba precisamente a un hombre del viejo régimen, derrotó en las elecciones de 1982 a Ramón Mendoza, un hombre de negocios con imagen moderna, exitoso propietario de una cuadra de bandera en el hipódromo y vinculado a Prisa, que era la referencia ideológica del momento. Ganó De Carlos, curiosamente, gracias a una maniobra simbólica, ejecutada quince días después de la convocatoria electoral: contratar como entrenador a Alfredo Di Stéfano, castigado al extrañamiento por Bernabéu, que nunca le perdonó su ingratitud –“el que se va, no vuelve”–.
Este hito, el regreso al Madrid del mayor símbolo de su leyenda, podía haber significado la primera piedra de la construcción del discurso de la universalidad, pero se consumió en nada, debido al escaso éxito deportivo del equipo entrenado por el argentino. Para entonces, ya apuntaban en el horizonte las señales de cambio de patrón en la evolución del fútbol, hacia otra norma de explotación del negocio televisivo y, en definitiva, la globalización.
Luis de Carlos, cuya presidencia duró siete años, no pudo completar su segundo mandato. Ante los malos resultados deportivos se vio precisado a dimitir. Desde el punto de vista económico y patrimonial, dado que no fue capaz de apuntar siquiera un modelo alternativo, su gestión se tradujo en profundizar el endeudamiento heredado, que cuando dimitió se acercaba ya a los 1.500 millones de pesetas, debido al déficit estructural de un negocio cuyos costes eran aceleradamente crecientes. Todavía faltaban diez años para la sentencia Bosman, pero las reivindicaciones sindicales se enseñoreaban de los futbolistas profesionales. Ya se habían producido las primeras huelgas de futbolistas, especialmente contra el derecho de retención, y se avecinaba el Decreto 1006, que, coincidiendo con el final de su presidencia, supondría un incremento notable de los costes salariales.
Desde el punto de vista del discurso, su presidencia quedó caracterizada por lo que la referencia oficial del Real Madrid califica de caballerosidad. En otras palabras, no fue continuista.
De Bernabéu, en términos positivos, se podía predicar su voluntad férrea, su capacidad de trabajo, su preocupación por el control de los detalles, su moral de hierro, o rebeldía frente a la adversidad, su generosidad, su fidelidad a los amigos y su capacidad de anticipación y de liderazgo. Y esas características personales suyas se trasladaron al discurso de un Madrid cuya imagen era difícil de distinguir de la de su presidente. Nadie, sin embargo, habría puesto el acento en su caballerosidad, otra forma de decir gentileza o cortesía… o debilidad. El extrañamiento de Alfredo Di Stéfano, el legendario ídolo recuperado por De Carlos, era la prueba viva.
* Manuel Matamoros es abogado.
– Foto: Bob Thomas
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