El domingo es la carrera. Es una de las pocas ocasiones en las que se podrá ver a deportistas japoneses, finlandeses (en el estadio se ha podido ver a Paavo Nurmi o Ville Ritola haciendo fabulosos diez y cinco kilómetros), o argelinos. Aunque uno de estos, que ya estuvo entre los mejores en París, corra con la bandera francesa. Es uno de los primeros resultados de la importación de corredores desde las colonias. Los signos de los nuevos tiempos. En la prensa local, un periodista anónimo hace chistes sobre la distancia, consecuencia (o culpa) del griego tonto. El chico nacido en Argelia es Boughera El Ouafi y toma parte en la maratón olímpica. Hace un día más bien revuelto, ventoso. Es verano de 1928 y, de momento, no se sabe nada de la fiebre del correr.
En un esquinazo de Churchilllaan con Victorieplein hay cientos de espectadores que ven pasar a Steurs, el belga, al italiano Conton y sus pantalones subidos hasta las axilas, al francés El Ouafi, detrás de un grupo en el que lidera el estadounidense Joey Ray y un finés de aquella cuadra fantástica del círculo polar ártico: Korholin-Koski. Detrás, la excusa para salir a la calle, el exotismo de ver el paso de corredores japoneses como Yamada. Detrás de la multitud está el portal de la vivienda en la que la familia Frank se instalaría el verano siguiente y la pequeña Anna viviría hasta tener que ocultarse con toda su familia en un armario trasero de la casa de sus tíos. Anna escribiría páginas tristemente míticas en su diario de adolescente. Pero hoy es un fresco día de verano holandés en el que no hay cacerías de judíos ni marginación racial. Esos otros nuevos tiempos están todavía lejanos, aunque no tanto como la crisis global de 1929 (otro paralelismo con el presente). El drama se ceñirá hoy al esfuerzo deportivo, únicamente. La ciudad ha preparado sus instalaciones para acoger a 2.800 deportistas y, por primera vez, pruebas femeninas en atletismo y gimnasia.
Ámsterdam recibía para 1928 por fin el premio a su espíritu deportivo. Había tenido que bajarse del burro y ceder: el Barón de Coubertin había decidido que los JJ. OO. de 1920 fueran al país con peor suerte en la Gran Guerra. Amberes se convertiría en el centro, esta vez sin soldados alemanes, canadienses ni británicos por medio, del entorno europeo y mundial y organizaría los Juegos que casi tenía comprometidos la ciudad de los canales en anillo. Curiosamente, los de 1928 fueron los Juegos que un conde belga, Henri de Baillet-Latour, devolvía a sus vecinos del norte después de que París acogiese los de 1924 (precisamente cuando el barón francés de Coubertin se retiraba de la presidencia del movimiento olímpico). Todo un juego de billar que se gestionó a tres bandas, monopolizado en los apenas 400 kilómetros del esquinazo más pantanoso y torrencial del continente. El centro del universo era otro muy distinto al de ahora.
La preparación de los 42 kilómetros de la maratón se encarga a los serios regidores de la federación atlética holandesa, la KNAU. La medición es cosa de un experto, el Sr. Kellenbach. Personalmente recorre el circuito para ver dónde colocar los puntos de control, posibilidad de tener teléfono cerca para las comunicaciones, placas indicadoras del recorrido, avituallamientos en mesas apropiadas, ambulancia, médicos y lo que hiciese falta para un evento que se celebraría sobre carreteras sin asfaltar. Más aún, la organización del evento olímpico mejoró el pavimento con nuevas capas de tierra, cosa que hizo levantar una densa polvareda y arruinar la mitad de las fotografías. Las federaciones deportivas en el país eran estructuras muy asentadas. El éxito estaba asegurado dado que se contaba con el trabajo de la federación de atletismo, un organismo fructífero que, ya en 1921, el año en que se decidía en el Comité Olímpico que había que esperar turno tras los belgas y parisinos, había más de cien clubes de atletismo en un país de escasamente seis millones de habitantes.
En pleno dominio de países como Estados Unidos o Alemania y la pujanza de los nuevos países del deporte europeo como Finlandia o Suecia, no serían los de Ámsterdam los mejores Juegos para el atletismo holandés. Un relativamente escaso botín de una plata en salto de altura, y Henri Landheer como 30º en la maratón (con unos respetables 2:51 h.). Pero sí mostraron una participación de conjunto absolutamente compacta: 19 medallas en nueve deportes para apenas 124 participantes. Y es que en el nublado esquinazo de Europa el ejercicio físico estaba absolutamente impregnado en las políticas sociales higienistas y de los principales gobiernos urbanos.
En 1928 los chicos que remaban, nadaban o corrían en los lyceums o gymnasiums eran los jóvenes que empezaban a crecer en casas decentes y dignas. Los Países Bajos habían tomado la cuestión de la dignidad higiénica de la vivienda en la Woningwet (Ley de Vivienda) de 1902. Un esfuerzo de conciencia social, de creación de microempresas inmobiliarias, de expansión del espacio de la ciudad.
Las consecuencias del pacto político general se podían ver expresadas en multitud de aspectos. Sin ir más lejos, una buena parte de los diecinueve medallistas holandeses habían sido criados en planes de expansión urbanística de principio del siglo XX, y habían jugado en plazas con sus compañeros de colegios posteriores a la pacificación educativa. Y es que hasta 1917 las diversas facciones religiosas holandesas pugnaban por la financiación gubernamental de los colegios. Repasemos el panorama. Para un español, en el que no han existido luchas de religión desde el siglo XV y donde esta ha estado ligada e impuesta desde el poder, es extraño (aunque no ajeno) entender que los fondos públicos derivaran a escuelas protestantes, católicas o judías (las menos) dependiendo del gobierno de turno. Hay que recalcar que los sucesivos gobiernos también surgían de partidos políticos con base religiosa y que hoy día aún coexisten etiquetas como la democracia cristiana o el liberalismo reformista. Pues bien, en 1921 se decidió pactar la separación de los fondos para educación de la confesión de cada colegio. Todos, públicos y privados, tendrían igualdad de financiación estatal.
En aquellos colegios se formaron ciclistas como Daan van Dijk o los chicos guapos de los barrios de Ámsterdam que consiguieron la plata en hockey sobre hierba. Nadadores, boxeadores o jugadores de waterpolo eran el explosivo resultado de las políticas de bienestar de las diversas coaliciones en el gobierno. Tristemente, la segregación gremial de las ciudades holandesas en esos mismos colegios de itinerarios sociales y religiosos tan marcados también se guardaron registros de la filiación religiosa de cada uno. En colegios judíos estudiaron también las componentes del oro olímpico femenino en gimnasia deportiva, entre las que estaban jóvenes gimnastas como Stella Agsteribbe (aniquilada en Auchswitz en 1943), Lea Nordheim o Ans Polak (gaseadas en Sobibor en 1943).
El día no está menos revuelto al paso de los primeros por el punto de giro. Después de bajar en dirección sur por el borde del polder, el puente sobre el Amstel (el río con nombre de cerveza y calmado carácter de sopa de fideos) hace de cruce en el regreso a la ciudad. Los líderes ya no visten con calzones cuadrados ni llevan duras zapatillas de cuero, ni tienen la cara marcada por el hambre de la primera gran posguerra europea. Estos son finos, dan zancadas sobre aparentemente débiles juncos y, sobre todo, en su gesto hay una supremacía brutal sobre el resto de las bestias de la tierra. Se apellidan Kibet, Bekele, Assefa o Kipketer, y mueven infinidad de vatios sobre zapatillas de materiales de colorines.
En 2012 los primeros clasificados ya no tienen que mostrar el camino a decenas de sudorosos corredores a través del Bovenkerkerpolder, atravesando el campo. Sí que se sigue la misma dirección trazada por el recorrido de 1928, hacia el sur, Uithoorn y Oudekerk aan de Amstel. El puente de madera sigue siendo admirado y por él hay que circular despacio. La de 2012 es también una edición de melancolía, como veremos después.
Cuando nos hicieron pasar por aquel puente de madera en el año 2000, había apenas quinientas personas en este punto de giro. Viendo con posterioridad las imágenes de setenta años atrás: ¿dónde estaba el público? En aquellos días nos enfrentábamos a los intentos desesperados de la organización de dar un paso adelante tras los años oscuros. Toda una historia detrás.
El comienzo del boom del deporte de la zapatilla en Holanda es tan amateur como en el resto del planeta. La ciudad de los canales apenas había celebrado campeonatos nacionales de maratón en los años 30 y 1956. El diario Het Leven había recuperado en 1931 el recorrido olímpico y organizó una maratón internacional en otro gélido 13 de abril. Y después, el silencio. Hasta que la primera maratón de Ámsterdam se organiza de manera popular en 1975 mediante la coalición de un conglomerado de clubes de atletismo: AV’23, Blauw Wit, Sagitta, ADA, ATOS y Startbaan. Entre la idea de Herman Olij y el impulso del AV’23 Jan Wijnbergen rescataron un evento que moría en las profundidades de la historia. Como resultado, unos centenares de participantes y la esperanza de que los grandes de la década se asomaran a Ámsterdam.
Ocurriría entre 1977 y 1980, los días en que los primeros espadas como Bill Rodgers o Gerard Nijboer aprovechaban la llanura para destrozar los cronómetros. Poco valor más tenía aquella prueba, que permanecía anclada en la tercera o cuarta fila de las maratones. Era una especie de San Sebastián o Valencia de los años ochenta. En la prensa solamente se hablaba de los vencedores y no había una sola referencia a los runners. Los años tristes de la prueba coincidían con críticas al grupo de clubes que organizaba la maratón. El Leidsche Courant apunta en mayo de 1982 que todas las ciudades que se tienen un respeto y una proyección toman como un asunto de estado organizar una maratón sólida y abierta. Ese fin de semana, Hugh Jones había ganado en Londres ante 18.000 corredores. En 1984, Ámsterdam atraía 1.800. De ellos, apenas 57 mujeres.
La prueba intentó meterse en mitad de la ciudad, la plaza del Dam acogía el escenario de la llegada. Los Países Bajos tenían al campeón europeo de maratón, pero la cosa no despegaba. ¿Qué sucedía entonces para que la ciudad pareciese vivir de espaldas a la prueba?
Ámsterdam tenía un presupuesto de 90.000 florines (36.000 euros) para la carrera. Poco esfuerzo más se podía pedir a la economía de la ciudad, dado que Ámsterdam había sufrido enormemente las consecuencias de la crisis económica de los setenta. La ciudad basada en el estado de binenestar había sufrido el doble que otras, con una bajada global en las cifras de subsidios, un incremento enorme del desempleo y la reciente independencia de las colonias, que trajo miles de inmigrantes antillanos a engrosar las difíciles cuentas. Rotterdam empleaba 800.000 florines, casi diez veces más. En Ámsterdam se vencía con 2:19 h.; en Rotterdam Carlos Lopes acudía para hacer 2:07 h. (y nuestro Antonio Prieto 2:16 h. en su debut). La ciudad portuaria sentía el paso de los corredores por los barrios populares en los que apenas había más jaleo que en las expediciones de los chavales al partido del Feyenoord.
Ámsterdam estaba cambiando demasiado rápido. Se iniciaba en los ochenta la suburbanización definitiva de la ciudad. Los barrios populares veían cómo se demolían las casas en peor estado y muchas áreas eran renovadas. Se vació la ciudad de parte de su carácter amsterdammer. Miles de antiguos habitantes de los barrios con más encanto (y menos metros cuadrados por vivienda) escaparon hacia las nuevas zonas promovidas como Hoorn-Purmerend, Almere, Lelystad o Hoofdorp. En 1975 arrancaban las primeras casas en Almere, ciudad que acogería al este de Ámsterdam a 40.000 habitantes en apenas diez años. Las Nota, macroplanes territoriales de los años setenta, reorganizaron la población de la Holanda del norte y crearon nuevos núcleos. El proyecto de vivienda pública a gran escala estaba llevándose asimismo la gente hacia zonas como el nuevo oeste o Bijlmer. Si quitas la vida de una ciudad, difícilmente podrás pretender que salgan a las calles a animar en maratones, desfiles o fiestas. Corriendo a las nueve de la mañana por los canales de una ciudad que vive de noche y yace dormida es fácil darse cuenta que determinada población ya no va a salir igual que cuando los campeones olímpicos pasaban por la casa de Anna Frank en 1928.
El centro de la ciudad se nobilizaba. Tras la recuperación de la economía en los 80, almacenes y casas se convertían en apartamentos de renta libre y de lujo en todo el área de los canales. La zona central se volcó en servicios y entretenimientos para esta nueva clase media. El giro hacia la noche era irrevocable. ¿Una maratón popular por el centro? Correr seguía siendo un mercado para tipos austeros y duros, no se había iniciado la expansión comercial del viajar para correr maratones. Los diez o quince kilómetros finales de la maratón de Ámsterdam transcurrían por canales preciosos pero desiertos. Puente tras puente, racimos de corredores penábamos esquivando patrullas despistadas de turistas a los que intentábamos acomodarnos.
«Dos kenianos y otro vienen por delante». El entusiasmo de la masa. Noventa años atrás el drama venía encabezado por dos japoneses y un finlandés, un francés magrebí y un chileno, el dominador del cono sur, Manuel (o Miguel, según fuentes) Plaza. El retorno por la orilla del Amstel hacia la ciudad suponía abandonar los puntos más alejados y solitarios, sin apenas público salvo las mesas instaladas por los jueces determinados por el Comité Organizador de los Juegos de 1928. Alrededor de ellas se arremolinaban espectadores para ver cómo tal canadiense empleaba unos segundos para beber o coger una pieza de fruta. O tal japonés se avituallaba apresuradamente mientras los granjeros del polder observaban la rala tela de aquel asiático enjuto de tan oscura piel.
Los protagonistas que encienden al aficionado han cambiado. El asombroso último tramo del francés que venció en los Juegos de 1928 se ha sustituido por la agilidad inhumana de los etíopes que hacen los kilómetros a 21km/h. La prueba también parece haber cambiado en más de un aspecto. Ha recuperado una parte de ese seguimiento silencioso. La prensa de aquellos Juegos mencionaba que los puntos de avituallamiento eran abarrotados templos en los que «los allí presentes eran testigos mudos de aquellos hechos dramáticos y miraban los rostros desfigurados por el cansancio, casi de rodillas».
El silencio es parte de la sociedad neerlandesa. Un país que interioriza desde el viento constante hasta las celebraciones. Pero una cosa es que la gente observe callada, con los ojos como platos, y otra que provenga de unas calles desérticas como el distrito por el que se accedía al final de la prueba. Desde siempre el retorno se había hecho por el Indische Buurt, una zona conflictiva lindante con un área industrial. Solitario, terrible. Incluso con el cambio total de organizadores del año 2000 (se lo aseguro) la entrada de los kilómetros posteriores al 25 era un caos total. Asfalto y aceras para una hornada de sufridores.
Porque la maratón está fundamentada en los sufridores. Dos docenas de caballos de carreras libran batallas en las que todo está en juego. Se emplea estrategia, se minimizan daños o se juega al doble o nada. Pero detrás vienen los que pugnan contra la distancia. Da igual si son dos horas y media o cinco. Obviamente en 1928 nadie hizo esperar tanto al público del estadio olímpico. El último fue el danés Madsen (58º), con poco más de tres horas diez. Pero yo les digo que en el 2000 había corredores que a mediodía no habían franqueado siquiera la entrada a Vondelpark, el Central Park de Amsterdam.
Y la extraña mezcla de sufridores y turistas empezó a ser un hecho tras la edición de 1998. La promesa de regresar al renovado estadio de Stadionplein y una distancia menor con salida simultánea adornaron las bodas de plata. Se destituyó cuanto rastro quedaba de los años de la directiva anterior. Se olvidaron los experimentos como aquella caótica llegada en 1997 en el recinto ferial a cubierto del RAI. El hoy manager de cientos de atletas Jos Hermens (Global Sports es la principal agencia de fondistas del mundo) y Rob Pauel sacaron la carrera de la probable desaparición. A su manera. En el bote, un millón de florines por el récord del mundo –que la aseguradora de la carrera se ahorró al salir el grupo de africanos directos a ritmo de récord para el horrendo día que amaneció–.
Tras la turbulenta época pasada, llegó el maná. ING firmaba e impulsaba una carrera que aglutinaba casi 10.000 participantes en tres distancias. La de 2012 ha sido algo así como la edición de la melancolía; la edición de la crisis financiera y del triste recuerdo de aquellos años en los que ING era la base del patrocinio de la maratón de Ámsterdam. El peor año para remontar una vez que se había podido recuperar cierta gloria de aquellos Juegos. Durante seis años ING aportó un importante pellizco de medio millón de euros para el presupuesto de la prueba, además de ser una etiqueta de identificación fundamental: el naranja del banco sobre la ciudad de la gloria oranje. ING era tan holandés a los ojos del mundo como el riestorro naranja del Día de la Reina o la camiseta de Johann Cruijff.
De la mano de este patrocinador, entre 2003 y 2010 los corredores son ya 22.000, con una media maratón de tremenda belleza paisajística. En 2012 han sido 13.000 inscritos solamente en la maratón y 36.000 participantes en una fiesta total del mundo del correr. La prueba está definitivamente lanzada a la proyección internacional y ha superado el bofetón de la caída de ING como patrocinador principal. El conglomerado de empresas indio TATA ha caído como lluvia mansa y, a través de su marca TCS Consultancy Services, aporta estabilidad monetaria. Tanta, que se ha pasado del horror total de la alcaldía a ser relacionada con la prueba, a la foto del apretón de manos orgulloso del alcalde Van der Laan y el gerente de las inversiones indio.
El dinero de los dragones y de los países emergentes regresa a las viejas potencias coloniales en forma de mecenazgo. Es uno de los nuevos signos del mundo. Las ciudades que exportaban barcos con las bodegas llenas de armas y de hambre por el comercio, y desembarcaban rifle en mano para arramblar con las materias primas de las Indias Orientales, piden ayuda a sus viejos cooperantes.
TCS no ha desembarcado lejos de los rastros de ING como patrocinador. La compañía, uno de los líderes mundiales en servicios, que generó unos ingresos consolidados en el 2012 de 10.170 millones de dólares, también ha metido la nariz en la jugosa maratón de Nueva York. El grupo de la familia TATA, que fabrica en la India desde tuppers hasta coches o lavadoras, está detrás de buena parte del éxito financiero de ambos eventos. No es casualidad que tal volumen de negocio entorno a los deportes de todo el mundo les haya llevado a alianzas puntuales con Ferrari, el equipo ciclista Garmin-Cervelo y muchas otras maratones como Bangalore, Boston, Chicago o Bombay.
El dinero sin fronteras ha contribuido definitivamente a popularizar la carrera del Amstel. ¿Logrará que la creciente popularidad de Ámsterdam en el mundo runner consiga sacar de sus casas a tantos habitantes que hasta hoy ignoran la fiesta maratoniana?
En 1928 el evento mundial por excelencia, si exceptuamos la crueldad exótica de la Gran Guerra, consiguió que una ciudad de medio millón de habitantes tomara la bicicleta y se asomase a ver aquellos tipos toscos y resistentes. Un repaso a las fotografías existentes, al vídeo de la carrera, muestran las orillas de las calles y carreteras plenas de público. En 2012, el repaso a los diversos footages disponibles (incluida una retransmisión televisiva) por todo YouTube dejan con mal cuerpo a quien ha deseado ver hileras de espectadores animando o, siquiera, mirando con cara de idiotas, en una ciudad supuestamente abierta y jovial.
Quizá el crecimiento de los participantes locales en las pruebas menores del (hoy) TCS Amsterdam Marathon arrastre a los amigos y familiares a la calle. Media marathon, 8 km., carrera mini para niños… un completo menú que pone la ciudad al servicio del corredor o, al menos, el oeste de la misma. Es preciso recalcar que la ciudad impide, por razones obvias de logística de turismo, que ninguna de las carreras entre en los anillos interiores de Ámsterdam.
Precisamente los anillos donde residen los habitantes de la ciudad deshabitada. La Ámsterdam más blanca y de mayor poder adquisitivo que, en cambio, sí permite que el Gay Parade atasque los canales o el Grachtenfestival ocupe durante nueve días el área más visitada, con estructuras fijas para conciertos instaladas encima de las vías navegables. Es posible que las cosas no hayan cambiado tanto. Habrá que esperar para ver en qué lugar del equilibrio de poder económico se sitúa el turismo maratoniano de la ciudad en los próximos años.
Ahora, disfruten del pasado porque, lo peor, parece haber quedado atrás.
Dentro vídeo:
* Luis Arribas.
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