El once titular y el plan del Madrid estaban cantados incluso antes de anunciarse lo primero y ejecutarse lo segundo, así que era Simeone al que le tocaba contrarrestar. Marcelo le ganó esta vez la partida a Coentrao en el lateral izquierdo en la única duda seria que se planteaba en la previa, y el Madrid formaba con 4-3-3 con Xabi Alonso como mediocentro y Kroos y Modric como interiores en lo que pretendía ser –imposible que fuera de otra manera– un mediocampo de mucho control que determinara antes de empezar quién sería dueño del balón.
Con dos líneas tan compactas que casi se confundían, Simeone superpobló un inabordable carril central armando un 4-4-2 que enseñaba el camino de las bandas al ataque blanco. Los extremos –Saúl y Koke– se cerraban en la salida de balón rival y auxiliaban a su lateral cuando este era encarado por Bale o Cristiano, dejando el duelo en un tres para dos (Cristiano-Marcelo y Bale-Carvajal enfrentaban como mínimo a lateral más extremo más pivote y/o central rojiblanco en cada envite) que moría siempre del lado visitante. El Atlético ejercía una presión posicional que tornaba en intensa cada vez que Kroos tenía opción de disponer –su velocidad a la hora de realizar cambios de orientación milimétrico es brutal–, cuando un jugador rival recibía de espaldas, fallaba un control –un robo Saúl a Sergio Ramos bien pudo costarle un disgusto al Madrid– o se precipitaba en un pase al medio, y evidentemente cuando recibían pegados a la cal –por dentro era imposible– Cristiano en la izquierda o Bale en la derecha. El Cholo sabía que ahogar el centro era minimizar a Benzema, y que cuando este empequeñece, sus socios de las bandas se vuelven un poco más humanos. La idea era fantástica. La fe y la intensidad de sus jugadores la hacían indestructible.
En el descanso, Cristiano Ronaldo se quedó en el vestuario aquejado de una sobrecarga y dejó su lugar a James, que comenzó en la izquierda, pero disfrutaría de libertad para acudir al centro a ofrecerse e incluso cambiar de costado buscando participar lo más posible en el juego. Su dinamismo permitió al Madrid asociarse mejor, siendo una alternativa a la imposibilidad de que Modric y Kroos encontraran la espalda de los mediocentros rojiblancos, algo que hacía muy planas las posesiones blancas. Esto cambiaría con la entrada de Di María. Antes, Simeone había metido a Griezmann por Saúl, desplazando a Raúl García a la derecha y colocando al francés como segundo punta. Como explicaría después el Cholo en rueda de prensa, el Atlético quiso hacer largo el partido y guardar a Griezmann primero y a Raúl Jiménez después como balas de plata para ganar en rapidez y profundidad cuando ya no sobraran las fuerzas. Sin embargo, el Madrid no se desordenó y –como el Atlético– apenas sufrió en las transiciones. El Madrid pedía a gritos lucidez, electricidad y desborde. Y ahí Di María es el demonio. Sacó la navaja para comenzar a rajar por dentro más de lo que habían hecho sus compañeros en hora y cuarto de partido, se adivinaba imprevisible y el gol comenzó a olerse por primera vez. Un mal rechazo de Juanfran –solo, despejó hacia el centro, regla de oro de lo que no se debe hacer en defensa– tras un centro de Xabi Alonso le fue a caer a Kroos en la frontal, que a sus virtudes tácticas suma la ocupación de los espacios en segundas jugadas. El alemán abrió a la derecha, donde irrumpió Carvajal –su crecimiento como futbolista de cinco meses a esta parte es digno de estudio–, que centró y James acudió en segunda instancia a remachar un gol que se le había resistido a Benzema.
Con problemas para llegar en condiciones a campo contrario, el Atlético iba a sacar el mismo recurso que le dio la Copa del Rey en el Bernabéu y la liga en el Camp Nou un año después, y a la salida de un córner Raúl García, descuidado por Bale y con el permiso de un Casillas, que hace del área pequeña la casa de todos, devolvió las espadas a lo alto y citó a los blancos el viernes en el Calderón para decidir el primer título de la temporada.
* Alberto Egea.
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