El fútbol, dicen algunos, es un deporte de veintidós hombres que corren detrás de un balón. Que es el opio del pueblo, aseguran otros. Que hablar de balompié y dedicar parte de tu tiempo a él es de personas con escaso rendimiento neuronal. Cuán equivocados están.
Invito a esos verdugos de nuestra pasión a que se pasen una tarde dominical por el Vicente Calderón. Que saquen su entrada de taquilla y suban por las escaleras hasta llegar al vomitorio. Que asciendan mientras los colores rojiblancos del estadio van apareciendo en escena. Que se sienten y observen. Pero no necesariamente lo que sucede en el campo. A fin de cuentas, ahí estarán esos veintidós hombres corriendo detrás de ese balón. Les pido que disfruten de lo que hay a su alrededor.
¿Y qué es lo que habría a su alrededor? Pues allí podrían observar cómo los niños no preguntan a sus padres por qué son del Atleti. Simplemente se ponen la camiseta rojiblanca con el nombre de su ídolo a la espalda y se suben a hombros de sus progenitores para alzar una bufanda al cielo del Manzanares. Un acto que quizás el joven no sabe a qué se debe, pero que inconscientemente se permite el lujo de copiar a todos cuantos están a su lado.
Si se fijan bien verán en un ratio reducido la convivencia de esos niños, de padres, de abuelos. De gente de diferente nacionalidad. Hombres y mujeres. Gente disfrutando y compartiendo un sentimiento que va más allá de un balón dentro de una portería o una copa más encristalada en un museo.
Eso va de garra y lucha. De pelea y pasión. De apoyo al compañero y de ego al servicio del colectivo. Va de David Villa, máximo goleador de la historia de la selección española, campeón del mundo y de la Champions League, haciendo un papel oscuro y siniestro para que luzca un brasileño que decidió jugar por España. Para que luzca un delantero que le puede quitar la plaza en el Mundial de Brasil. Sacrificar su físico para no meter los goles, sino para que los meta otro.
Si se fijan bien verá a un hombre con un brazalete que se deja la vida en cada balón. Que se juega el tipo por ver crecer al equipo que lleva en el corazón. Un hombre que está abajo, en el césped, pero que bien podría estar en la grada gritando y saltando con su bufanda en la mano.
No deben prestar mucha atención para poder ver 55.000 caras que irradian ilusión y felicidad. Que contagian fidelidad y compromiso. Que sueñan despiertos ante lo que puede estar por venir.
Personas que no olvidan el penalti de Hasselbaink en Oviedo. La noche de Heysel. A Luis Aragonés celebrando un gol antes de que el balón entrase en la portería. A un jugador de nombre impronunciable echando por tierra el trabajo de noventa minutos. Esa pesadilla que persigue a la entidad desde hace cuarenta años.
Si elevan su vista a cielo que recubre el estadio le verá a él. Al de “usted no pise ese escudo”. El de “si el Atleti es el pupas, el resto qué son, ¿los costras?”. El “ganar, ganar y ganar y volver a ganar”. El plus y el empuje de una plantilla que se está dejando sus testículos en cada segundo de cada partido. En la Champions o en la liga. En San Siro o en el Coliseum.
Si levantan la vista hacia el banquillo verá a un aficionado más. Al alentador de masas y al estratega de pizarra. El gen de este equipo que considera que ser campeón no es ganar un título o un campeonato. “Ser campeón es actitud”. Porque “las finales no se eligen, se juegan y se ganan”. Y este equipo se ha planteado que cada encuentro que queda es una final. El último partido de sus vidas. Un todo o nada.
Un argentino que se siente uno más. “Es fundamental la pertenencia. Yo pertenezco al Atlético, a este lugar, a esta gente. A ellos me debo”.
Un señor al que le sobra el traje. Que debajo de esa corbata lleva la camiseta a rayas rojas y blancas. Que viste zapatos con tacos de goma y que irradia algo que va más allá del deporte. Irradia vida. “Si mente y corazón están unidos, todo es posible”. Y por eso ganaron una Copa del Rey en el Bernabéu. Y por eso eliminaron al Barcelona en la Champions League. Y por eso van a Stamford Bridge sin miedo, pero con respeto, porque “siempre hay que ir con el cuchillo entre los dientes”.
El Atlético afronta el final de temporada con varios frentes abiertos y con la posibilidad de hacer historia. Ganar o morir ganando. Esto va más allá de un trofeo. Es devolver a la afición todo lo que ha dado. Es sudar con tus jugadores y abrazarse en cada gol a un desconocido.
Si esas personas que has vivido todo eso en el Vicente Calderón siguen pensando lo mismo del fútbol, tendremos que darles por perdidos. No traten de entenderlo. El Atlético es pasión. Es adrenalina.
* Imanol Echegaray García es co-autor de InterSportMagazine.com
– Foto: EFE
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