"Cada acto de aprendizaje consciente requiere la voluntad de sufrir una lesión en la propia autoestima". Thomas Szasz
El señor de barba blanca vio mucho fútbol y pocas cosas le alteraban ya el pulso, al revés que su vecino de tribuna, siempre aguerrido. El vecino pretendía encontrar una falla permanente en el equipo. Cuando no quería fichar un defensa quería otro wing, si no un arquero o de repente un ariete. De modo perpetuo un nuevo entrenador, pues el actual poseía menos luces que el anterior, y a menudo un presidente de recambio que hiciera olvidar la nefasta gerencia del vigente. Fueron años de convivencia con el vecino del perenne enfado: el señor de la barba paciente y calmo, disfrutando de los partidos ganaran o perdieran, y el vecino agrio bajo toda circunstancia, puntilloso hasta en los días de mejor agüero. Ambos eran felices, cada cual a su manera. El barbudo con su alegría por el juego y el entretenimiento, apenas un gritito de vez en cuando (“¡La vaca al pasto!”) si la cosa se ponía fea y había mucho chingón dándole al cabezazo sin piedad. El agrio con su rictus de exigencia, todos pelotudos, todos dimitibles, váyanse al carajo día por día. Felices los dos, el avinagrado y el dichoso.
Amigos, cómo sería la tunda que una tarde se metieron al bar los dos para platicar sobre mediocentros y en la mesa de mármol dibujaron todos los paisajes del campo y los movimientos de los interiores, las subidas por las alas, las roscas de todos los centros, los remates y los amagues, los goles y los no goles, y descubrieron lo que nunca antes en la tribuna: que no eran los triunfos lo que les excitaba, ni las victorias lo que recordaban, sino la pasión de los futbolistas y la honestidad de los entrenadores. Sí, aquella derrota dolió pero en la distancia ahora parecía una hormiguita porque era meritorio que el suplente interino hubiera dado la cara por su jefe y amigo en los momentos amargos. Que esa noche dos chicos habían jugado enfermos o cojos. Y saliendo del bar, enfocando ya el estadio, hasta el agrio amagó una sonrisa de comprensión: el camino era tan largo que no era cierto que existiera un final.
– Cuadro: “Café de Marco” de Carlos Szwarcer
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