La ciencia estadística aporta certezas confiables, más allá de que se sustente en cimientos inevitablemente inexactos. La muestra representativa, el estudio de campo, la encuesta… Son fotos creíbles de las que fiarse, pero también recursos analógicos creciente e inevitablemente obsoletos, que tienen cada vez menos sentido en la época de los bólidos digitales, de la realidad licuada, la locura posmoderna de la opulencia informativa. El Estudio General de Medios (EGM) repartiendo audiencias en los tiempos del Twitter roza lo paródico, la hecatombe de cien bueyes sanos, la visión trascendental de las entrañas abiertas de las aves en el mundo clásico. Puestos a tomarlo en serio, el EGM debería repartirse en coche de caballos a las emisoras que lo soliciten, haciendo buena la frase de Henry Ford, que tanto recuerda a lo mejor de Steve Jobs: “Si hubiera preguntado a la gente qué quería, habrían dicho que un caballo más rápido”.
No se trata de menoscabar a los profesionales que elaboran el estudio sino de valorar en la justa medida su acierto y oportunidad. No es tanto que no atine, porque el EGM siempre ofrece al menos los rastros sólidos de lo que sube y lo que baja, sino más bien el hecho de que el método aún no haya sido jubilado por ninguna otra herramienta menos antediluviana. Ignorando si en efecto algunos métodos tradicionales están saltando totalmente por los aires –existen dos casos recientes bastante interesantes: el de Nate Silver en Estados Unidos y el de las fallidas encuestas sobre las últimas elecciones en Cataluña–, sí parece clara la naturaleza imprecisa del EGM, en la medida en que se basa en encuestas memorísticas y de pregunta-relevancia, favoreciendo el statu-quo ya presente. En la práctica, el EGM es un mapa para anunciantes, una tabla de méritos inevitablemente arbitraria, que mide de forma impresionista las posiciones en carrera, y que sirve para levantar pulgar arriba o abajo a los programas más o menos apetecibles como emplazamiento publicitario.
Ofrece una metáfora poderosa sobre el EGM el daguerrotipo, un método fotográfico decimonónico que requería horas de exposición –el Estudio General de Medios tarda 3 meses en elaborarse– para captar la imagen fotografiada. Como esos daguerrotipos fantasmales que aparecían en el Macondo de García Márquez, el EGM es una instantánea perezosa y vetusta en la época del pestañeo por tuit, latido por tuit, suspiro por tuit.
Con todo, el método tiene el predicamento propio de las instituciones consolidadas, pues cuando vocea sus resultados todos ganan o todos cuestionan la ley electoral, circunscripción única, galgos y podencos, etcétera. Es innegable que el EGM sigue marcando la pauta, pero los que aún predican su credo como un verdadero catecismo suelen ser aquellos periodistas que, o bien suelen salir siempre favorecidos por sus oleadas, o bien son de ese sector que sigue creyéndose útil a la profesión diciendo simplemente “gol en Las Gaunas”, cuando el tanto en el estadio del Logroñés lo puede grabar en vídeo y colgarlo instantáneamente cualquier espectador en las gradas. La polémica del EGM toca dos de las tres patas del marasmo de los medios de comunicación actuales, la transición digital y la crisis de la publicidad, y en efecto aceptar este modelo de estudio de medios como si fuera infalible y eterno explica muchos de los pasos en falso que se han dado. Pero probablemente ése sea otro artículo. Baste añadir que, en los tiempos del Ojo de Halcón, los goles se siguen cobrando con miradas, a golpe de vistazo perecedero.
* Carlos Zúmer es periodista.
– Foto: David Martos (Cadena Ser)
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