Querido Martí,
Será que las e-pístolas no se felicitan, pero permíteme escribir que celebro y comparto la cálida respuesta popular a tu última, dedicada a Tito. Cal y arena, eso de la vida, sí. Fría y caliente. Besar la lona y levantarse de inmediato, el secreto y la clave para gozar de este cambalache, qué remedio. Anoche, amigo, viendo en acción la tremenda empatía humana de Andoni Zubizarreta, me pareció que el hombretón realizaba la mejor estirada imaginable, esa que da para desviar el cuero cuyo único destino posible es la red y, de paso, ya sobrado, quedar natural en la pirueta sin necesidad de adornarse para que también el fotógrafo pudiera lucirse, tal como enseñó Ricardo Zamora a nuestros ancestros. Zubi proviene de la escuela Yashin, Mazurkiewicz e Iríbar, arqueros sobrios, sin concesiones, embargados de responsabilidad ante la trascendencia de su cometido. La última trinchera, menudo cometido. Pifias y se va el invento al garete. Vienen a humillarte y en ti quedan depositados anhelos y confianzas de otros diez a los que defiendes como última instancia. En tiempos aún cercanos, la grada del Camp Nou recelaba al contemplarle hierático ante los lanzamientos imposibles, convertido en Don Tancredo vencido porque eso era gol sí o sí según su veredicto previo, sanción realizada en milésimas de segundo tras el remate ajeno. No lo edulcoraba el hombre rebozándose por los suelos, plástico por los aires para acompañar como valladar vencido el ballet del éxito de la acción atacante. No daba Zubizarreta concesiones a la galería. Como tampoco las dio ayer, blocando en el puesto de director deportivo el cañonazo del destino, ese chupinazo de Puskas en la falta ante el que la prudencia dictaría apartarse o disimular. Encajó lo de Tito sin rechazo y le dio para salir a la contra con ese lanzamiento de cesta punta propio de su mentor Iríbar, quien ponía el balón en mediocampo de simple impulso con el brazo arqueado. Estuvo inmenso Zubizarreta, en la actuación de su vida cuando el ambiente en esa Ciudad Deportiva del Barça parecía recrear el verso del poeta, también cantado por Serrat, como comentas de la vida puesta a dar besos en la boca. Andaba el personal ‘umbrío por la pena, casi bruno, porque la pena tizna cuando estalla…’ a propósito del crecientemente querido entrenador cuando el vasco acertó dándole gracias a la vida como si emulara a Violeta Parra.
Llevaba Zubi camisa blanca en pullover negro, casi como los porteros de los 60, elegantes y distinguibles en su posición, próximo en lo cromático a su cromo de sempiterno verde. Enfrente, no había delantera temible, ni comando destacado desde la canallesca, remedos de Walter Matthau en La extraña pareja. Notarios del momento, tomando nota de sus reflexiones, estaban ahí para escucharle en el consuelo y a fe que confortó deleitando, se consagró en la extensión pública del cargo. Zubizarreta fue durante un año opaco escudo donde se estrellaban micrófonos y preguntas hasta que un feliz día, justo en el reciente relevo de banquillo, decidió que ya era hora de archivar tópicos, frases hechas y defensas para mostrarse tal cual. Guardiola, el pluriempleado, abandonaba el timón y su capacidad como hombre orquesta para ser, ya lo comentamos aquí, novia en la boda, niño en el bautizo, muerto en el entierro. Entrenador, ideólogo, pararrayos, presidente in pectore y bálsamo cervantino de Fierabrás, capaz de sanar golpes y esguinces, barridos y fregados. Decidió entonces Andoni abandonar falsas apariencias para mostrarse tal como es. Y lo borda, de la misma manera franca con que Vilanova superó su aprensión a las ruedas de prensa para imaginar que su interlocutor era el socio de barra y dirigirse a él con palabra queda, franca, verdadera de cabo a rabo, sin los muletazos de adorno de Guardiola pero igualmente efectivo en la comunicación. Esa virtud de la relación humana que anoche sublimó el guardavalla en su discurso de reflexión sobre preferencias vitales, la salud por encima del resultado, la solidaridad imponiéndose a la especulación.
Que el fútbol, Martí, enseña y es perfecta analogía de existencia, libro de instrucciones, lo sabemos desde antaño y por eso nos dedicamos a observar sus peripecias y lecciones. Ayer mismo, curiosa coincidencia, repasaba una de cal sin salir de tu Magazine, la palomita de Poy perpetuada, con el colateral relato, maravilloso, del viejo Casale tejido por mi adorado Fontanarrosa, el mejor cuento de la locura por unos colores que jamás haya leído. Y ayer también, para que, como bien dices, nos levantemos pronto de la lona, sin esperar a la cuenta de protección, le daban el premio dedicado en recuerdo al inmenso Manuel Vázquez Montalbán, aquel faro generacional, a Nick Hornby por crear esa Fiebre en las gradas que nos sigue pareciendo la mejor novela tejida desde el Viejo Continente a la salud de esta religión común que a veces consigue deslumbrar con sus prodigios. Como el de ver ayer en acción a Zubi en su mejor partido, sin lucir siquiera pantalones cortos ni guantes de astronauta con los que atajar la bola. Al disgusto por Tito, sabiendo de su capacidad por normalizar, minimizar y volver a vencer, lo endulzó de la mejor manera ese eterno portero sereno que evitó el gol en propia puerta, la derrota y la desazón, ataja que atajarás, paradón y blocaje seguro. A ese, querido, no se le mete un gol porque te descorazona antes con armas también conocidas por el simple nombre de calidad humana, de eso que no se vende en grandes almacenes pero se regala con el ejemplo de la práctica deportiva o su simple observación. Grande, Zubi, enorme en la personalidad manifestada.
Ya que hablamos de referencias enriquecedoras, querido Martí, aprovecha alguna pausa navideña para hurgar en YouTube en busca de un documental biográfico sobre Jack Johnson, aquel formidable campeón de los pesados en los albores del siglo XX. Fascinante, formidable, en línea con lo comentado.
Y antes del adiós con los mejores deseos de costumbre, apresúrate, que ya se escucha la cantinela de los niños de San Ildefonso y hay que parar cinco minutos, cinco aunque sean, a fin de escucharla y recordar donde estábamos y lo que fuimos, mientras soñábamos mecidos por ese entrañable son.
Poblenou, donde no habita el olvido
* Frederic Porta es periodista y escritor.
-Foto: EFE
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