"El éxito se mide por el número de ojos que brillan a tu alrededor". Benjamin Zander
Querido Martí:
Conste –a la manera que Xavi hace constar que el césped está alto, o sea vana excusa–, que esta semana he abortado el despegue de dos e-pistolas con dirección a tu domicilio, no pareciera abuso de confianza cuando el autor solo veía exceso de material y novedades como justificación de las misivas. Pero hoy, ya no, esta va para allá, que aquí no se cabe, no hay cama para tanta gente, cómo cantaría la simpar Celia Cruz, en esta estrechez de trinchera, antes apenas ocupada por los cuatro sospechosos habituales. Vaya, tras lo de Pucela, le ha dado a medio mundo del entorno culé por escribir su particular J’accuse y despertarse como Émile Zola denunciando el caso Dreyfuss, puro antisemitismo. Y puesto el punto y final a su artículo, a su aportación a tertulia, a su proclamación desde púlpito, han corrido hacia la zanja donde el viernes éramos cuatro y el cabo de guardia, aburridos de bramar ante el desierto. No veas, además, cómo arrean los advenedizos y arribistas, los que, apenas hace cuatro días, compartían mesa, mantel y proyecto con la superioridad, el poder, el mando, el que les da algo que comer. Ahora, no cabemos y denuncio la incomodidad generada por el oportunismo. La trinchera, para el que se la trabaja, o empezamos a compartir chinches y pulgas para todos los nuevos inquilinos… En el fondo, tememos la fe de los conversos, ya sabemos que son los peores.
Valladolid, vaya a saber por qué exacta razón, siempre resultó telón de fondo en algunas postales de la modernidad barcelonista. Fuera Urruti o la cabeza de Van Gaal salvada por Xavi, el campo de la pulmonía daba para emociones fuertes, coherentes con el apodo. Ayer, en cambio, en tarde primaveral y deliciosa, se jodió el invento –perdona la vulgaridad– como si de repente el cielo cayera sobre la cabeza de los pobres galos, esos que solo temen tal supuesto. No había avisos anteriores, no, qué va. Los había y hubo en diversos tamaños y formas e incluso esos cuatro de la banda nos desgañitábamos desde dos años atrás o tres y pico, según se mire y te explico ahora. Dos años, cuando Pep tomó las de Villadiego, si es que él las toma, avisando que se iba porque, en traducción libre de su “prendrem mal”, aquello empezaría a oler pronto como la Dinamarca de Hamlet o casi. Otros, los de colmillo quizá más retorcido, situamos el inicio del fin cuando el relevo presidencial, cuando llegaron los nuevos y se dedicaron a pasar cuchillo de venganza sangrante sobre quienes fueron compañeros de junta. Eran otros modos, sin duda, otra manera de gestionar radicalmente distinta y ahora comprobamos antitética con el modelo de éxito, que precisa de otro savoir faire, de otro talante mecido desde la mano izquierda y la voluntad de conciliación, empatía, suma de complicidades, buenos deseos que no albergaron jamás los actuales prebostes.
Graciosamente, aunque maldita la gracia para muchos, los herederos de Rosell y Esades, marca comercial, han equivocado el rumbo desde el primer momento. Puestos a sintetizar, se les resume en tres asuntos de postín. El primero, fichar a Neymar como obsesión personal del presidente, apuesta que ha terminado en la Audiencia Nacional, desgastándoles como el mismísimo papel de lija y costando una cifra difícil de precisar, que aún andamos perdidos entre contratos, padres y bolitas de trilero. De paso, Messi con la mosca tras la oreja, gran carambola de tan preclaras mentes. Con el dinero de Neymar, quién sabe si hubieran podido afrontar la revolución pendiente desde la marcha de Guardiola, consistente en coger el toro por los cuernos y avanzarse en siete movimientos a la jugada en ciernes, virtud reservada a los cuatro Kasparov de este mundo y negada, como ya sabemos, a quien no ve más allá de sus propias narices, mayoría absoluta de mortales. Al fin y al cabo, solo consistía en fichar un par de promesas o consagrados por año para enseñarles a mantener el credo. Pero no. Tan bien se vivía mecido en los laureles del éxito, en la inercia de los mejores, que decidieron tumbarse a la bartola. Si hubieran procedido a la intervención decidida, sin duda que les hubiéramos comprobado el plumero de la incapacidad manifiesta para el cargo muchísimo antes, pero obraron como el que calla en la definición de Shakespeare, otra vez el bardo: no sabíamos si era listo por mudo o si abriría la boca para confirmar sus evidentes limitaciones intelectuales. A la que les entraron moscas en las fauces, despejaron el dilema.
Segundo asunto en acta, el fichaje de Martino, también decisión presidencial, jaleada desde el primer momento por su evidente capacidad para la oratoria en sala de prensa, amparada por la solidaridad despertada con el adiós de su inmediato predecesor. Antes, todos esos que hoy abruman nuestro limitado espacio en trinchera, despertaron un momento del letargo cuando el Bayern les arreó aquel espectacular marcador de eliminatoria, justificado por bajas, ausencias, enfermedad del míster y cansancio por falta de rotaciones. Durante unas semanitas, esos que ahora tiran con bala desde nuestra tradicional posición se distrajeron un rato y marearon la perdiz anunciando cinco fichajes y no sé cuántos propósitos de enmienda. Y en esas llegó Neymar, punto, nada, confórmate con eso hasta que se líe parda con la ingeniería financiera empleada. Total, Martí, volvamos al Tata. Se instala el hombre en la inercia del club, esa que propulsa la plantilla, capaz de ganar al 95 % de los rivales sin apenas despeinarse, y no solo no evoluciona las variantes del modelo, que era el encargo supuestamente realizado, sino que pierde la brújula al cuarto día. Vale, nadie dijo nada y ahora se antoja ventajista hacerlo, pero Barcelona era un nido de rumores en relación al argentino y su cuadro técnico. Anclados en los ochenta, decían unos. Entrenamientos de sonrojo, susurraban otros. Laissez faire, laissez passer, en la mejor tradición liberal francófona.
Y de repente, fastídiate, volvemos a presenciar la misma película, aquella de La autocomplacencia ya en trilogía de entregas similar a El Padrino, aunque menos reconocida por la crítica. Los jugadores han acabado demostrando que necesitan sentir el aliento de un auténtico capataz de obra soplando en el cogote. 24 horas al día, siete días a la semana o se desmadejan, se despistan, pierden los objetivos de vista salvo alguna escasa y honrosa excepción, como la de Pedro, a quien John Carlin dedica un magnífico y merecido artículo en El País. Algún día, Martí, deberemos escribir de Pedrito, voluntario estajanovista que sabe perfectamente por qué corre, para escapar del destino. A la mayoría de compinches, el destino y el qué dirán les han dejado de importar. Encima, tampoco les ayuda sentirse tan mal dirigidos, sea desde el banquillo en relación directa, sea desde ese palco que ha perdido los papeles y prioridades. La plantilla ya pone excusas donde antes lucieron argumentos, pésimo signo de decrepitud.
Cuatro y el cabo argumentando que esto pasaría como paisaje del Apocalipsis escasamente compartido y los responsables del desaguisado mirando a Roma, entretenidos con el juguete de la costosa remodelación del estadio, arrancando la maquinaria del poder para salirse con la suya en el referéndum del 5-A sin detenerles nada ni nadie, sin que les sensibilicen los argumentos. Vale que antes no íbamos a confiar 600 millones de euros a quienes realizaron las cuentas del Gran Capitán en la operación Neymar, pero es que ahora tampoco lo haremos porque, si existe ese dinero, esa capacidad de inversión, debe emplearse, con urgencia y en gran porcentaje, para la renovación del vestuario, para fichar cuatro o cinco titulares, para empezar a mover ficha de traspasos ventajosos, para reconstruir un 40 % de la plantilla, cifra muy espectacular al escribirla y evidente cuando te pones a repasar nombres y rendimientos. O para fastidiarles, recordemos el mandamiento del profeta máximo: el dinero debe estar sobre el césped, nunca en la caja. Es más, ¿para qué les sirve un bonito estadio si el público ha decidido no ir? No acudir a la llamada por traición a un concepto estético, a una manera de entender el fútbol de manera espectacular. Tampoco caigamos en extremos: el barcelonista, como cualquier hijo de vecino, es consciente de que no siempre vas a ganarlo todo, desde luego. Pero, al menos, intentarlo de manera acorde a tu definidísima personalidad.
¿Y dónde estamos ahora? En la estrechez de la trinchera, sin duda, con la veda abierta para atizar a espuertas, todo el mundo alineado en la misma dirección. Y tampoco cuela ni el victimismo, ni el fatalismo, ni el supuesto cainismo, ni mucho menos la hipotética tendencia autodestructiva del barcelonismo ni, por último, los célebres ismos. Todo eso son excusas de mal pagador, palabrería muy apropiada en los Rosell, Bartomeu y amplia compañía. La directiva ha fracasado en sus tres años y medio de gestión, el cuadro técnico ha perdido la confianza en ellos depositada –el caos táctico en el Nuevo José Zorrilla entró en terreno de ridículo– y la plantilla necesita un buen meneo, realizado con criterio, para que vuelva a espabilar. Y no hay margen, que la adrenalina irá convirtiéndose en rabia conforme avancen desengaños y frustraciones. Dirá el bendito optimista, hombre, si todavía están a tiempo de ganarlo todo. Replicará el llamémosle pesimista, apenas un optimista bien informado según define el tópico, dispongo de mil razones para argumentar la desazón. El camino anda sembrado de bombas. La primera, el miércoles ante el City, cuando Pellegrini debería ser tan osado como cobarde actuó en la ida. Después, la visita al Bernabéu, que es donde más claro queda esa monumental verdad de que el fútbol es un estado de ánimo. A partir de ahí, los nuevos compañeros de trinchera, los recién instalados en la contestación, exigirán que no se realice la consulta –bienvenidos al club– y que se convoquen elecciones para junio –también bienvenidos al club–. O mejor pensado, actuemos como Groucho y neguémonos a entrar en cualquier club que nos admita porque ese de los millares y millares de periodistas y opinólogos resulta el colmo del oportunismo, por mucho que actúen hoy como Saulo caído de la cabalgadura camino de Damasco. No, no vale, no cuela ponerse así por un gol del blanquivioleta Rossi. Años cociéndose, meses gestándose hasta quedar todos y cada uno de los implicados con las vergüenzas al aire. Tampoco costaba tanto ser independiente y decir las cosas por su nombre. Ahora, cualquiera es ya oráculo infalible. No hay cama para tanta gente en la resistencia activa, no hay lugar para tanto colaboracionista cambiado de chaqueta.
Esto coge carrerilla, querido Martí, máxime cuando las ratas abandonan el barco y la orquesta del Titanic empieza a repasar repertorio. Que cada palo aguante su vela, que ahora hay y habrá para todos. Incluso para los futbolistas, hasta ahora intocables por los servicios prestados, los méritos contraídos y los títulos obtenidos. Nadie puede vivir en el pasado, ni aunque estés todo el día mecido en el recuerdo de vino y rosas. Un abrazo y seguimos, caballero.
Poblenou, trinchera abigarrada de jetas
* Frederic Porta es periodista y escritor.
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