Mi querido amigo:
Eso de negar la entrada a los niños en el Camp Nou ha levantado el polvo acumulado en tan enorme era. Y entre la polvareda, demagogia a espuertas y la certeza de que, esta vez, y ya van unas cuantas, la crisis semanal que recién bautizaba Martino se la han montado en la intimidad del propio despacho de reuniones, sin necesidad de acudir a la canallesca, eterna sospechosa de montar los periódicos pollos. Cada vez que alguien se escuda en la ley, recurso demasiado frecuente en estos días, para justificar cualquier novedad en el reglamento aplicado, dan ganas de saltársela a la torera y exigir otros argumentos menos manidos. Hartos de que hecha la ley, hecha la trampa parezca refrán del todo acertado. Pero bueno, no entremos aquí al trapo común de los grandes manifiestos y rasgadura de telas, vayamos mejor a recordar lo sabido, el patrimonio teórico común aceptado por cuantos compartimos pasión hacia esta religión laica. Mañana, por cierto, se cumple el décimo aniversario desde la partida del mejor ideólogo que ha tenido el barcelonismo, Manuel Vázquez Montalbán, y seguimos sintiéndonos huérfanos por no seguir el ritmo de su irónica batuta, esa que hubiera dirigido a la orquesta en una polca a la salud de la última, por el momento, polémica de turno.
Signo de los tiempos, será, como cuando en América te dejan bien cepillado en la negativa con aquella frase tan especial, suya y aborrecible: “Nothing personal. It’s only business”. Nada personal, sólo son negocios y afeitado te quedas para una semana. Algo de eso debe haber en la trastienda de la decisión, exagerada por el presidente en la justificación con la tremebunda síntesis del “prefiero un titular que diga ‘Rosell no deja entrar a un niño’ que uno que diga ‘Rosell ha matado un niño’“, copiado tal cual de un rotativo barcelonés de gran alcance. Jolín, eso es un epígrafe y el resto, tibias memeces. De paso, se advierte la típica fijación de cualquier tipo de mandatario por el periodismo y sus corrientes de opinión, ésas que marcan indefectiblemente su línea de actuación aunque quieran negarlo mil veces ante notario. Dejémoslo ahí, que aún saldrá de paseo la equiparación con el Madrid Arena, desdichado y devastador parangón, y hemos anunciado que intentaríamos obviar lo demagógico. Vamos a ver, Martí, estaremos todos de acuerdo, es cita ya venerada aquella delicia acuñada por Marcel Proust proclamando que la niñez es la auténtica patria de cada cual. Perfecto, adelante. También sacaremos a colación la brillantez de Javier Marías cuando definió la presencia en cualquier partido de fútbol como el retorno periódico a la infancia. Él escribió semanal, pero eran otros tiempos. De paso, sin riesgo de ponernos tiernos, la controvertida medida habrá generado en cada cual el repaso a sus primeros recuerdos de iniciación al fútbol. A cada cual, los suyos, preciosos, íntimos y naturalmente mitificados por el tiempo.
Ojos como platos asistiendo a la liturgia llevado de la manita por algún familiar admirado, fuera el padre, el tío, el padrino, quien dispusiera de entrada para adentrarte en ese precioso mundo de adultos al que accedías desde temprana edad. Permíteme el recuerdo personal: la primera vez que subí las escaleras que desembocaban a una boca de entrada al coliseo barcelonista se disputaba el veraniego Gamper y mi tío Carlos tuvo la ocurrencia de asegurar que el tierno infante no se movería del sitio en cuatro horas con una simple frase que aún guardo en la memoria y guardaré por siglos que viva: “Ahora verás el Estadio. Cabe el doble de gente que en toda Tarragona”. La jugada le salió redonda: quedé clavado en el asiento echando números, impresionado por el runrún de la grada, por la inmensidad de una multitud desconocida, admirado ante esos diminutos soldaditos que veía ahí abajo pugnar por un balón blanco, conjurados a llevarlo hasta la tersa red contraria. Cuando lo lograban, el fragor de la gradería me estrechaba contra el costado del tío, menuda ceremonia iniciática. Menuda, sí, y preciosa. Muy, pero que muy pequeñito, mi padre aliviaba del tormento a mamá durante un par de horas largas y paseábamos hacia mi viejo campito inglés, donde esperaba mi amado Nàstic. No cesaba de preguntar por el once del día y traspasar aquellos blancos portones, inmensos desde mi estatura, equivalía a entrar en el paraíso. Socializábamos mientras quedaba el veneno inoculado con carácter perenne. Amigo periodista, ya que discurrimos por estos jardines, no estaría mal plantearnos un libro en el que centenares de aficionados nos confesaran cuál fue su primera vez, cómo ha quedado aquel recuerdo, de qué manera les condicionó la posterior evolución. Tal vez sea el fútbol el último rincón donde, de alguna manera, aún no hemos perdido la inocencia, de ahí que nos llene el corazón la mirada depositada sobre el nuevo niño que atiende por vez primera a lo que nosotros descubrimos décadas atrás y todavía perdura en su exacta pureza, felicidad extrema como sólo se puede vivir en pantaloncito corto y a un metro de altura.
Nos hemos hartado de venerar nostálgicos los partidos en plena calle, en el solar, hemos simpatizado con el concepto del potrero argentino por considerar que, al fin y al cabo, en cualquier lugar del planeta existen idénticos atajos para conseguir un pedazo de gloria cuando la buscas persiguiendo el balón. Todos tenemos un pasado, por supuesto, que nos forjó esculpidos con materiales etéreos como el sueño y delirios de grandeza futbolísticos que nos hicieron muchísimo mejores de lo que realmente éramos. Bajemos de la nube, dejémonos de romanticismos. El fútbol no escapa nunca al ritmo del mundo y éste es el que tenemos. Nothing personal, it’s only business. ¿Quieres entrar? Paga. ¿Quieres soñar? Paga. Llegará el día, nada apocalíptico, en que el estadio será virtual, las voces pregrabadas y pagaremos para seguir el espectáculo arrellanados en el sofá, seguros y a salvo, alabando las virguerías técnicas y la ficticia comodidad postmoderna. Será una mierda, pero sabremos hallar unas cuantas excusas que nos conforten y justifiquen. Habrán violentado hasta extremos la ilusión del niño y deberemos inventar otro modo de compartir esta peculiar forma de cultura popular con las nuevas generaciones. Tal vez les pasemos el legado cobrándoles la recomendación, quién sabe. No seremos nosotros quienes acertemos con la solución idónea, cientos ofrecen la suya desde la polvareda organizada, pero mejor olvidemos la tentación de pulsar el timbre que da con nuestros atávicos resortes de miedo, tan superficiales, y dejen de decir que es cosa de seguridad, únicamente. It’s only business y su manera de entenderlo, nada poética, del todo prosaica. Me da, Martí, que lo tradicional sobra cuando no cabe en la cuenta de explotación para brindar pingües beneficios. Al final, aquel amigo pesimista que todos tenemos guardará razón en su vaso medio vacío cuando anuncia solemne el próximo apocalipsis, consistente en que nos cobren por respirar. Bastante de eso hay. Sin niños no hay alegría. Sin niños no hay futuro, tampoco en el fútbol. Vaya, entramos en el terreno demagógico que pretendíamos evitar.
Bueno, ¿y cuál fue tu primera vez? En la mía se reconvenía a quien utilizara palabras soeces en el graderío como pésima manera de educar al zagal en el imprescindible fair play, protestaban cuando no se echaba el balón fuera y cuando no se aplaudía la bella acción del contrario, por acérrimo adversario que fuera. Y eso nos modeló. Al final resultará que el estadio era, pronto en tiempo pasado, una excelente escuela de vida, una perfecta metáfora de lo que después encontraríamos ahí fuera, lejos de esa especie de vientre perfecto que era el campo de fútbol. Era, Martí, como tantas cosas. Y no vale lo del signo de los tiempos. Los tejemos según desean sin consultarnos esos que siempre van con lo del It’s only business en la punta de la lengua. Cuídate, anda. Un abrazo,
Poblenou, pura entelequia
* Frederic Porta es escritor y periodista.
– Foto: AFP
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