E-pistolario: Las franjas de marras

por el 4 diciembre, 2014 • 7:56

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Mi querido amigo:

Llego a la conclusión, y perdona que me lance en picado desde la primera línea, Martí, de que seguimos en esto por su continua capacidad de sorprendernos, por no saber jamás cuál será la próxima y con qué tipo de guardia cambiada nos pillará. Nike, que no el Barça, ha dejado caer el nuevo diseño de la camiseta azulgrana y estamos como niños encerrados con un solo juguete, sin reparar en la que sigue cayendo, la llegada del invierno sin paso previo por otoño o como si el mundo fuera a pararse en cualquier momento tras la filtración. Por partes. Para empezar, no es globo sonda, qué más quisiéramos, no prueban la temperatura de la piscina antes de lanzarse desde el trampolín, no. Según fuentes generalmente bien informadas, nótese la socarronería del tópico, prácticamente ya han iniciado la fabricación del engendro sin ni siquiera encomendarse a Kubala o a Gamper. Seguro que venderán prendas a espuertas, desde la China a Sebastopol, desde Salses a Guardamar, desde Capdepera a Finisterre, pero no se trata de eso. No es eso, no es eso, bramaba el filósofo. Es la traición al alma, es la venta al mercado, la dejación y delegación de funciones, es el no pintar nada por mucho que te paguen y, en definitiva, por muy caro que te hayas entregado. Muchísimas cosas, gran lista, no deberían tener precio en la vida, ni siquiera para tentación de corruptores. Tampoco los colores de una señal de identidad colectiva con el tamaño descomunal de la que nos ocupa y preocupa.

Aseguran aquellos enamorados de lo conspiranoico, por costumbre contumaces, que la publicación de ese horror (digámoslo ya, soltemos las vísceras) a franjas horizontales copiado del modesto Llagostera obedece a una sagaz maniobra de la propia directiva para distraer la atención de tantos y tan continuos berenjenales donde se mete, a modo de laberíntico jardín, la junta más proclive al error que hayamos conocido en quince años. Exacto, justo desde el hotelero hooligan. Cada día, un nuevo episodio de este abracadabrante serial de deslices. A la que te descuidas, pierdes el hilo del demencial culebrón, tanto empeño gastan en coleccionar meteduras de pata. Miras a otro lado un instante y ya se las tienen tiesas con los Mossos a propósito de su evidente laxitud de trato hacia los ultras. Atiendes al móvil y te han operado al tal Vermaelen, alias “Rendimiento inmediato”, en el quinto pino, por citar apenas dos del último puñado de pifias. Dicen los conspiranoicos, pues, que los ideólogos del Grupo Salvaje de Bartomeu (más gore aún que el original de Peckinpah) han ideado esta maniobra de distracción para que el personal no juzgue su habilidad a la hora de dispararse en ambos pies de modo continuo e, incluso, a ráfagas. Imposible: no son tan listos, han demostrado con creces dónde queda su límite, a tocar. Por tanto, nada de campaña meditada de humo. Más bien, otro trágala de considerables dimensiones. Como pagan, usted pida y nos aprenderemos todas y cada una de las posturas del Kamasutra para contentarle. Buf, menudo hígado gastan.

Esto de las camisetas decididas desde la multinacional es como los horarios demenciales de los encuentros, ventilados desde despachos ajenos bajo la inamovible premisa –tan intocable como la Constitución para Rajoy– de considerar infalible al que paga la fiesta, intocable su criterio por demencial que se antoje. O sea, entre Nike y Mediapro, si les llamamos por su nombre, detalle que tampoco nos entusiasma por no suponer siquiera denuncia sino más publicidad, se creen con divina licencia dotada de infalibilidad papal para dictar cuanto les venga en gana. Al fin y al cabo, ellos sufragan el montaje. Ergo, hala con los choques a las tantas o dale con vestir a once señores de mamarracho según le pille de subida o bajón al politoxicómano –imaginamos– del diseñador de turno. La zamarra de franjas horizontales con inmenso Qatar en el pechamen la ha dibujado, casi seguro, algún imitador de Donnie Azoff, el amiguete de Jordan Belfort encarnado por Leonardo Di Caprio en El lobo de Wall Street, ya nos entendemos con tan gráfico ejemplo. Para no alargar más la definición, lo habrá perpetrado alguien que llegó tarde al reparto de cerebros cuando le tocaba recibir uno y ahora disimula la carencia como puede en su exitosa (seguro) andadura vital. Te colocan unos muertos de aúpa, te la meten doblada de cualquier manera y bajo la única ley del mercado, vender, vender y vender, comprar de modo compulsivo la última novedad, no sea que tu autoestima se resienta o tu papel en el concierto social quede degradado al no disponer de los cien machacantes con que adquirir la dichosa camiseta flamante que te sacan anualmente sin pestañear. Andamos fatal, sí; ésta es una sociedad enferma, por si faltaran mayores muestras de ejemplo, pero persistimos en el error mudos de queja ante el desorbitado precio, ante su arrogancia en la decisión, ante su falta de cualquier baremo, ante lo que desees apelar. ¿No pagan? Pues carta blanca. Lo que quieran los señores, así nos va.

La risa va por barrios, que eso de meterle un dragón como fondo difumidado a la camiseta negra de quién es blanco también requeriría un simposio de tres días para debatirlo, no nos cabe duda, aunque ahora estamos a lo que estamos. Y no es por talibanismo ortodoxo, Martí, que el Barça fijó la zamarra azulgrana tal y como la conocíamos transcurridos ya diez años desde su fundación y al Español, por citar al vecino, le costaría catorce hallar su cromatismo referencial. No van por ahí los tiros, aunque apenas nadie conozca los detalles que referimos sobre el recorrido de los colores identitarios de cada cual. Es cuestión de personalidad, de identidad, de signo de pertenencia, de lenguaje no verbal, de las mil premisas que podríamos añadir, cansaditos de callar ante ejecutivos trepas de medio pelo que alegando negocios y dividendos, beneficios y números, son capaces de pintarte de cualquier color de mona, sin detenerse siquiera en los límites del gusto. Si repasamos la historia lineal, al Fútbol Club Barcelona lo veíamos de blanco hasta que pasó a ser color demonizado por razones no tan obvias. Pasó al amarillo hasta que los jugadores decidieron que ahí había yuyu encerrado. Y a partir de ahí, la verbena constante de la supuesta postmodernidad globalizada, baile de pantone similar al del tópico mico encerrado en el garaje con su kalashnikov: butano, naranja, verde que te quiero verde, cuello amarillo, número también gualdo porque el blanco queda proscrito, pantalón rojo, franja estrecha, amplia, otra vez ínfima, ahora toca enorme, pistacho de generar dioptrías, fosforito de hacer caer la visual al suelo, azul marino, azul cielo, rojo carmesí, fucsia, señera, de luto riguroso… El caso, vender, de eso se trata, consumir la novedad del pret-a-porter culé, oh, la la, quelle infamie

¿Quieren cambiar diseño sistemáticamente? Pues demuestren cierto estilo, respeto, conocimiento de la causa a la que dicen contribuir, simplemente. Y háganlo conforme a lo dictado por la tradición, por los rasgos de identidad colectiva comúnmente aceptados, decididos y asumidos. Limítense a ello y muestren elegancia, imaginación, olviden la patochada, el agravio. Respeten el sentimiento, que también va de eso, el orgullo, la pertenencia y el intangible sentido de propiedad, de que eso es mío, esa es mi gente y ese mi equipo. Callan las directivas por poderosas que sean para no perder el lustroso talón de las multinacionales propietarias de aquello que antes fuera un juego, pura cultura popular transversal y compartida por gusto y pasión. Al servicio de los poderosos, siempre, nunca siguiendo la voluntad de quienes en verdad deberían servir. Dediquemos el último tic de pataleo a la tradición: nadie reparará ya en lo acostumbrado, lo añejo que parecía eterno. El Barça dividía el pecho en tres franjas y, según el fabricante, a veces el azul quedaba centrado y en otras, lo hacía el grana. Nunca llegamos a debatir, ni a saber a ciencia cierta cual debía presidir en derecho a ley, conforme a esencia. Las listas horizontales quedaban para el equipo de rugby, para las torres del basket antes de los ochenta y reservadas apenas a las medias cuando se trataba estrictamente de futbol. Conoces la anécdota apócrifa, Martí, el Barça comenzó a vestir aquellos calcetines altos rayados a lo horizontal cuando el todopoderoso Kubala, aún en la cima de su gloria futbolística, vio por casualidad llegar una partida de género camino de los colegas del balón oval y decidió que así vestiría el primer equipo. Instauró una tradición rota a los treinta años, cuando las marcas decidieron en craso error que dominara el azul y dejaron el grana para la vuelta al borde de la rodilla. Nadie protestó, quizá pocos llegaran a percatarse. El día que decidan privatizar el club con cualquier excusa, el día que conviertan el patrimonio público en beneficio propio tal vez no quede nadie para alzar la voz con articulado discurso. Por el camino nos prueban, narcotizan, rebajan volumen y administran sordina hasta conseguir, si quieren, que algún día, el que les convenga, el Barça vista de rosa a topos y juegue en El Cairo. Si pagan, lo que deseen los señores, servicio completo a gusto del cliente. Y que aún nos guste esto, Martí, a ver cómo se lo acabaremos explicando a los íntimos sin que suene a excusa barata.

En fin, viva el Rayito manque pierda, viva Jémez y viva el ejército de Pancho Villa formado por la guerrilla de cuatro románticos que aún suspira en deseo emocionado de un fútbol auténtico. De las narices. Un abrazo.

Poblenou, para rayas, las mías

* Frederic Porta es periodista y escritor.





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