"Cada acto de aprendizaje consciente requiere la voluntad de sufrir una lesión en la propia autoestima". Thomas Szasz
Mi querido amigo:
Leo en los papeles, siempre atentos al detalle estadístico, que Tito Vilanova se ha convertido en el entrenador con mejor registro de la historia barcelonista bajo rasero unificador de 25 primeros partidos en el banquillo. En la lista, por supuesto, lo más granado entre los técnicos queda por debajo, nombres de vitrina y museo, venerados en su oficio, ya superados por este prodigio de desenvoltura que actúa, al parecer, bajo un mantra consistente en proclamar cada mañana ante el espejo, en íntima confesión, “si no está roto, no lo arregles”. Y por tanto, procede en consecuencia sin alharacas ni aspavientos superfluos. Como nada en el Barça heredado merecía el menor de los retoques, a partir de proclamar que perdería cualquier comparación con su tremendo antecesor, el tal Vilanova, sin experiencia previa en la dirección de élite, va realizando su trabajo como las hormiguitas del cuento, poquito a poco y sin elevar un ápice el tono de voz, ni sacar la cabeza de la pretendida media, no sea que nos fijemos en él, atracción que rehúye por coherencia personal.
Demasiado pronto para evaluar cuál es su estilo de juego, qué impronta pretende inculcar, cómo desmenuza el asalto a los obstáculos que va encontrando en su camino. Ese dominio del microscopio revelador lo dejaríamos en manos duchas como las tuyas, Martí, es terreno para teóricos del análisis que ya venís advirtiendo sobre el sentido más vertical en el juego o la habilidad de integrar, también con sordina, a Cesc Fàbregas entre esa Santísima Trinidad blaugrana de los Messi, Xavi e Iniesta que parecía incompatible con cualquier otro elemento ajeno a tan peculiar y rutilante química de los pequeños. Por el momento, a base de no poner listón alguno a su trabajo, ni de colocar enfrente referencias ambiciosas, Tito Vilanova ha conseguido desactivar el recelo de la masa social ante su nombramiento, coherente como relevo pero arriesgado en la ejecución, al fin y al cabo, por carecer de antecedentes en el currículo. Nadie podía vaticinar cómo sabría este melón una vez abierto, con perdón por tan rupestre metáfora. Parece, sólo parece, que haya realizado su trabajo hasta hoy sin traba alguna, sin ningún mayúsculo incidente o contratiempo que le sirviera como test de prueba. Engañosa percepción: ese banquillo es de colmillo retorcido y puede desnudar a cualquier advenedizo a las primeras de cambio, dejándole las vergüenzas al sol. En cambio, Vilanova, hombre reflexivo y tranquilo, ha logrado ya desde el respeto sin fisuras de sus discípulos, el liderazgo entre su experto equipo de colaboradores, hasta la complicidad con un socio excesivamente tendente al nerviosismo así que sople la menor brisa contraria, como sopló, sin ir más lejos, en la Supercopa española perdida –con algunos peros, pero perdida, al fin y al cabo– ante el peor adversario posible.
En el escenario que no domina e importuna, la sala de prensa, Tito Vilanova se presenta tal cual, logrando el prodigio de explicar todas y cada una de sus opiniones y posicionamientos en diálogo directo con el seguidor. Para Guardiola, un natural de la comunicación, el micrófono resultaba un altavoz de púlpito por el que expresaba ideología de modelo y encarnaba el escudo institucional donde habían de topar los ataques exteriores, evidentes o imaginados al adelantarse en tres movimientos a la jugada del contrario. Guardiola era, a la vez, presidente, pensador, articulador de los discursos y preparador de un equipazo sujeto a mil tensiones, susceptible de ser interpretado erróneamente si se iba por las ramas alegóricas. Vilanova, en cambio, charla con el socio para explicarle la actualidad de cabo a rabo, como si tuviera la obligación de ser transparente en esa pública barra de bar donde sólo falta la petición de un cortado o infusión para convertir la ceremonia en algo íntimo y personal, entre tú y yo, lo más corriente y cotidiano.
Convendrás, querido Martí, que resultaría apresurado lanzar botafumeiros al vuelo, como lo sería reprenderle por algo que aún no ha cometido, pero conste que esa naturalidad en el empeño desarma cualquiera de las múltiples escopetas que pudieran tenerle por diana. No es nadie, no se cree nadie, no saca pecho por nada cuando se halla sentado sobre un barril de dinamita cuya sola mención destrozaría los nervios y serenidad del más centrado. Él, a lo suyo, a lo encomendado, nada menos y nada más que perpetuar hasta los límites de lo posible esos mejores años en la vida de una entidad centenaria. En lugar de gastar energías con entelequias de pensamiento teórico, Vilanova se dedica a la tarea práctica minimizando estragos, presto en la desactivación de grandilocuencias, hipotéticas trampas o disparos en los propios pies, tentación que también pudiera presentarse en el ejercicio de tan complejo cargo. Es el paradigma del esto es lo que hay y estoy en ello. Sin problemas. Ni creárselos, ni causarlos. Parece nada y es la caraba, pero él lo lleva así, tan campante, vistiéndose por los pies cada mañana. Demasiado pronto para hagiografías del ampurdanés, aunque ya sea tiempo de analizar esos primeros pasos. Impresionantes por eso, precisamente. Por naturales y asumidos.
Si tienes tiempo, explícame qué novedades evidentes ha incorporado el hombre al modelo que, por culpa de ese andar con el sigilo propio de los gatos, igual ni me he percatado aún. Un abrazo y seguimos, camino de la Navidad.
Poblenou, 12 del 12 del 12
* Frederic Porta es periodista y escritor.
-Foto: Reuters
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