Querido Martí:
Para no llevarnos a engaño, permíteme que arranque en puntualización. Nada de actualidad, hoy no toca. Ya que el lenguaje futbolístico abunda y se regocija en lo bélico –nunca erradicaremos esa flaqueza, ni poniéndonos estupendos de lo políticamente correcto–, digamos que concederemos una tregua al presente para dedicarnos al centenario de la Gran Guerra. Partamos de la ya conocida reflexión: al fanático medio, la historia del fútbol español se la trae al pairo, para desgracia de los convencidos, que siempre nos rasgamos las vestiduras al comprobarlo y tendemos, por envidiosa asociación de ideas, a acordarnos de la abundancia en glosa pretérita que tanto practican países como Argentina, Brasil o Inglaterra. Incluso Estados Unidos es único en materia de épica deportiva y lo demuestra al estudiar su propia evolución social a través de distintos héroes del deporte, ya ves, menudo lujo de respeto y consideración.
El caso es que cumplimos algunas semanas en conmemoración del centenario de la Gran Guerra, disfrutando a base de bien de los especiales periodísticos y producciones televisivas de excelente nivel, sensacionales herramientas de divulgación para el personal interesado en saber de dónde arrancan, por decirlo a la católica, buena parte de nuestros humanos pecados actuales. Hasta ahora, que sepamos, ningún periodista se ha dedicado a recordarnos cómo era nuestro fútbol hace un siglo, cómo se lo montaba cuando a Gavrilo Princip se le ocurrió cambiar el curso de los tiempos cargándose al Archiduque en la martirizada Sarajevo. Doctores, por suerte, tiene esta iglesia –y algún revisionista interesado, también–, pero nadie ha salido a explicarnos nada de aquellos tiempos del charlestón. Si te parece, Martí, te cuento cuatro pinceladas de lo poco que sabemos, con permiso de nuestros amigos comunes Ángel Iturriaga y Alberto Cosín, dos que de eso saben un rato y a quienes disfrutamos el gustazo de leer en esta web. También están los imprescindibles amigos de la Cihefe, con Fernando Arrechea al timón, pero ya dejo aquí menciones de distinción y recordatorios o se me irá el texto de madre.
Al turrón. La Gran Guerra cambió el mundo, claro. Y alteró el discurrir de Catalunya dentro de una España presuntamente neutral, también, apasionante cuestión que tampoco cabe aquí. ¿Y al Barça? ¿Cómo le afectó al club la I Guerra Mundial? Pues como a un soldado la guerra, poco más o menos, porque entró adolescente y salió del Pacto de Versalles hecho metafóricamente todo un hombre y a punto de vivir su primera época de mayúsculo esplendor, la llamada Edad de Oro de los veinte. Por desgracia, ni los propios culés tienen remota idea de su pretérito, pero vamos a dejarlo ya para adentrarnos en honduras. Cuando estallan las hostilidades, el Fútbol Club Barcelona es aún entidad tambaleante, que ya ha vivido tres presidencias del fundador Gamper, la garantía recurrente para su supervivencia. Ha estrenado hace casi un lustro el campo de la calle Industria, donde se nota la distancia de clases o castas entre sus distintos graderíos. En la preciosa tribuna de madera, canotier para el caballero y damas emperifolladas que tienen por costumbre pasear por el terreno de juego en el descanso. Allá, en la grada, solo pueden sentarse quiénes se suben a la tapia, aún a riesgo de que se les vea el trasero desde la actual calle París, chocante visión que genera el mote aún hoy vigente.
En cierta manera, y es libre de escandalizarse quien así lo desee, el Barcelona (se le llamaría Barça por vez primera en 1922) encarna ya manifiesta voluntad de més que un club. Se ha pronunciado a favor de instaurar la Mancomunitat de Catalunya en pos de mayor autonomía en la gestión pública y en su seno conviven a regañadientes los blandos, catalanistas y afectos a Gamper, con los duros, encarnados en el presidente accidental Enrique Peris de Vargas, militar que proclamó, muy a la Luis XIV, «¡el Barcelona soy yo!» en una de aquellas accidentadas reuniones de junta mientras empezaba la balacera en el Viejo Continente. Habían menguado, por suerte, los roces generados por el establishment católico, muy reticente hacia el protagonismo que el deporte facilitaba a extranjeros de religión protestante y metodista, tan habituales entre los blaugrana de comienzos de siglo. Algunos jugadores, como el atractivo Romà Forns, comenzaban a ser figuras populares, pero cuando el mundo mostraba su espanto de trincheras y gases en territorio belga, de los primeros aviones de espionaje y carros de combate macilentos, en Barcelona estaba a punto de triunfar Paulino Alcántara, el gran revolucionario del balón de ideas conservadoras, el filipino que tenía en un altar de admiración a su predecesor George Pattullo, sensacional goleador y trotamundos escocés, deportista polifacético y fascinante personaje. Pattullo, al que desgraciadamente nadie recuerda hoy entre los grandes, lucharía en el frente y sería víctima del temible gas mostaza, que le agujerearía los pulmones para siempre jamás. Aun así gozó de mejor fortuna que su amigo y excompañero Walter Rozitsky, polaco que falleció en la trinchera de enfrente luchando bajo órdenes del ejército alemán. Rozitsky, por cierto, también jugó con el Real Madrid justo antes de alistarse. Y como en todas partes cuecen habas, tampoco de blanco lo rememora nadie.
Eran aquellos tiempos de la Copa Pirineos, primer experimento transnacional, modesto sucedáneo de Champions League de aquellos tiempos, desaparecida a causa de la batalla para abrir un paréntesis de treinta larguísimos años sin competiciones internacionales, que ya no volverían a celebrarse con participación azulgrana hasta el advenimiento de la Copa Latina, a punto ya de entrar en la década de los cincuenta. Durante la guerra, los partidos, no muy abundantes, correspondían a los campeonatos de Catalunya o eran amistosos contra equipos internacionales, limitados entonces a los rivales suizos por razones obvias. El resto de Europa estaba en el frente y Gamper, encargado de este tipo de gestiones prácticamente por sistema, fuera o no presidente, apenas podía importar a escuadras de su país, aprovechando la tradicional neutralidad helvética. In illo tempore, Martí, por continuar con los toques de recuerdo nada nostálgico, la portería del equipo estaba sempiternamente defendida por Paco Brú, polifacético y extravagante sportsman de fantástica agilidad que era bajo, bajito, requetebajo hasta extremos sin que tal limitación física le arredrara lo mínimo.
Al iniciarse la conflagración, qué cosas, el Barça ya había padecido el escándalo del llamado caso Quirante, follón de profesionalismo encubierto en tiempos de amateurismo a machamartillo, que acabaría con media plantilla en la calle, expulsada tras el crimen cometido. Poner el cazo y ganarse unas perras con el balón era entonces, casi, sinónimo de excomunión o prisión perpetua. Con las trincheras ya estabilizadas en Bélgica, la expectación causada por la visita del Athletic, capitaneado por los míticos Pichichi y Belauste, dejaría más de dos mil personas en la calle, sin entrada para contemplar su arte en la calle Industria. Sabemos que, en otros ámbitos, la política y teórica neutralidad española comportó enormes beneficios para la burguesía catalana y que el Barcelona no se quedó atrás por lo que respecta a los saltos exponenciales realizados. En esos cuatro años de crudísima guerra, el club se consolida definitivamente y abre la puerta a los fantásticos precursores que marcarán la llamada Edad de Oro de los años veinte, futbolistas de alto nivel que se incorporarán poquito a poco, ahora Torralba y Vicente Martínez, ahora Paulino retornado de las Filipinas y Emilio Sagi. Tiempo en que Gamper, siempre al quite en cualquier lance, cede relevo a Gaspar Rosés, uno de los primeros presidentes de signo claramente catalanista. Aún con un pie en la improvisación más evidente y otro condicionado por el hipócrita amateurismo –estricto, sí, pero vulnerado de mil maneras–, han debido transcurrir diecisiete largos años de existencia hasta la contratación del primer entrenador en la historia del Fútbol Club Barcelona, el célebre John Barrow, a quien su alcoholismo limitó a cuatro meses de ejercicio en el cargo antes de ceder puesto en el banquillo a Jack Greenwell, exjugador del club y primer técnico realmente profesional en la larga lista vivida. Entre ellos y el bilbaíno Pentland, queda claro que el míster tenía que ser británico y queda claro por qué seguimos llamando así al entrenador.
Entre los ajetreos de aquellos tiempos de guerra, el Barcelona vive otro terremoto de índice considerable a causa, cómo no, de sus entrañables adversarios del Español. Pierden el campeonato de Catalunya que habían ganado invictos a causa de una denuncia blanquiazul por alineación indebida contra Juan Garchitorena, extranjero a pesar de tan vasco apellido y, por consiguiente, inhabilitado para disputar competiciones limitadas a jugadores españoles. La biografía de Garchi es una de las más increíbles en la historia del futbol, no solo barcelonista o español. Hijo de terratenientes vascos en las Filipinas, millonario de cuna, su familia se estableció en Barcelona gozando de pasaporte estadounidense y también argentino –¿será que los ricos podían coleccionar nacionalidades a conveniencia?–, sin decir que era primo hermano de Paulino Alcántara, cosa que descubrimos hace cuatro días, como quien dice. Para añadir más pimienta, este fino interior, atractivo estilista, era denostado, según dicen, por la afición a causa de su escaso compromiso. Cuenta la leyenda que se negaba a rematar de cabeza para no despeinarse, veleidad que le generaba la tirria vehemente de la parroquia, siempre decantada hacia quien defendía la causa con hombría, barro en el uniforme y ganas de gresca hacia las tibias ajenas. Bueno, se produce el caso Garchitorena y don Juan pierde el gusto y las ganas por jugar. Tras algunos tumbos del destino, acaba convertido en galán de moda de Hollywood, protagonista de 40 films doblados al castellano y apadrinado por Douglas Fairbanks y Mary Pickford, nada menos. El día que te aburras, Martí –cosa que dudo–, encantado en escribirte un artículo dedicado a Juan Torena, que ese era su nombre artístico. Seguro que Rafa Cabeleira, por involucrar a otro amigo, le adoptaría como mentor de cabecera.
Sigamos camino del punto final, que esto se desmadra de espacio. Para el Barcelona, aquellos son años de fortalecimiento en número de asociados, sin padecer ya penurias anteriores, cuando la falta de recursos y seguidores casi echa al traste el devenir de la entidad. El aficionado muestra ya preferencia hacia algunos chavales de casa, como el rápido extremo Vinyals, rebautizado con el apelativo de Vinyalets, diminutivo que, a partir de entonces, acompañaría como tradición a otros muchachos de la tierra, como es el caso notorio, a finales de los sesenta, de Lluís Pujol, Pujolet. Cuando Alemania pierde la guerra y firma el armisticio previo a la humillación de Versalles, en el Barça también se produce otro hecho trascendental: entran a lo grande por la puerta del club dos fenómenos llamados a revolucionar el fútbol hasta convertirlo en deporte seguido por ingentes masas de población, dos de los culpables de la rápida edificación de Les Corts. Eran Ricardo El Divino Zamora y Pepe El Saltamontes Samitier. Íntimos amigos, juerguistas en el Paralelo y separados solo por un amor: Sami era devoto culé y el legendario guardameta, periquito hasta las cachas. Jugó tres temporadas en el Barcelona, pero siempre se sintió fuera de lugar en todos los sentidos (esa también es una preciosa historia, mira).
Si nos detenemos un instante en el análisis podríamos aventurar que la Gran Guerra, a efectos del Barcelona, marca la frontera que define su prehistoria, primeras décadas de establecimiento minoritario presidido por la zozobra, con el inicio de su historia, de su relato propiamente dicho, con todas las características y señales de identidad que aún acompañan su recorrido un siglo después. Entre los años 1914 y 1918, una colección de futbolistas de enorme talento consiguió que la capital catalana se enamorara del balón. Después, ya nada volvería a ser como antes. Tampoco en el Barça.
Y para poner el punto final, Martí, desear que alguno de los amigos y compañeros citados, recoja el guante para explicarnos aquella increíble experiencia bélica vivida en la Navidad del 14, frente del Somme, territorio belga, cuando soldados alemanes y británicos, tras cruzar cantos de villancicos a pleno pulmón, decidieron encontrarse en tierra de nadie para establecer una improvisada tregua. Venerando las fechas, echando de menos a sus familias, hartos de la miseria propia de la guerra en trinchera, decidieron que no podían hacer nada mejor, vistas las detestables circunstancias, que echarse unos cuantos partidos de fútbol. Maravilloso detalle humano en pleno monumento a la molicie. A ver quién desea recrear ese poco conocido episodio de la I Guerra Mundial en tu página, venga.
Bueno, para la próxima ya volveremos a los avatares del siglo XXI, a la rabiosa actualidad. Pero valía la pena recordar dónde estábamos por aquí hace exactamente un siglo, mientras Europa empezaba a desangrarse y Barcelona, la gran seductora, estrenaba apenas una inolvidable época de su existencia. En lo social y en lo futbolístico, por supuesto. Un abrazo, caballero.
Poblenou, donde aún aman a Pattullo
* Frederic Porta es periodista y escritor.
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