"Lo que equilibra a un equipo es la pelota. Pierde muchas y serás un equipo desequilibrado". Johan Cruyff
Apreciado amigo:
El coronel no tiene quien le escriba, titulaba García Márquez en tiempos casi remotos. Revisado el afortunado epígrafe a día de hoy, bien pensado, pues que se busque un negro y le pague conforme a debido. Al fin y al cabo, ¿no forma parte del poder? Y el poder acaba ganando las partidas, redactando la historia de los vencedores tal como le viene en gana, sin reparar en cómo laten los corazones de abajo, en cómo sienten sus almas acostumbradas a la derrota. Disculpa, entradilla un tanto barroca para proceder a la reivindicación de los auténticos protagonistas, de la gente que le ha echado toneladas de amor a su causa sin ganar ni una simple sonrisa de reconocimiento, una empática palmadita en la espalda, con la falta que ese apoyo siempre nos hace a cualquiera.
Ayer, en acto público vinculado al fenómeno barcelonista, alguien apeló a la memoria histórica no sólo para glosar a perpetuidad la figura de aquel goleador, de aquel hábil estratega de banquillo, de aquel gestor visionario. No, lo hizo ese alguien para que no nos olvidáramos de aquellos anónimos y secundarios que, realmente, no tienen a nadie que les escriba. Y brotó la entrañable figura de Trini, culé, sí, pero extrapolable al recuerdo personal de cualquier club, cualquier estructura que el lector haya amado. Quite si quiere su nombre y coloque el más próximo, que aquí desarrollaremos gracias a tu paciencia, querido Martí, la historia de gente sencilla, que nunca jamás tendrá acceso al titular, ni siquiera al recuerdo grato si no media antes un pleno empeño en ello.
Trinidad Turmo, la señora de la foto, situada al lado de Lluís Pujol, el eterno Pujolet allá por 1967, tuvo el honor de ser la primera empleada en la historia del Fútbol Club Barcelona. Fue dada de alta en 1960 y trabajó largo y tendido siempre metida en un pequeño cubículo, enfrentada a la hoy vetusta centralita, durante casi dos décadas hasta su jubilación. Quien la recuerda aún, naturalmente alguien forjado con la misma buena pasta que ella, habla y no calla de una trabajadora ejemplar, abnegada y discreta que siempre lo dio todo por su club sin obtener absolutamente nada a cambio. Nada que no fuera el apoyo incondicional de sus compañeros, que la apreciaban como mereció. También, los jugadores, los periodistas, cualquiera que entró en humano contacto con Trini sintió estima a las primeras de cambio, el sentimiento que despierta la bellísima persona, la buena gente ya tras la primera impresión. Contestó llamadas en las sedes sociales del club, bien fuera en la calle Pau Claris, tras la remodelación de La Masia aneja al Estadio o ya en las funcionales oficinas de Aristides Maillol, cuando el fenómeno había entrado en moderna expansión. Con su modesta batita, sus gafas, su sonrisa perennemente vestida, Trini resultó un clásico de la intimidad blaugrana durante dos décadas, de ahí que un maestro del fotoperiodismo como Horacio Seguí la capturara en negativo para que alguien, quizá hoy, tal vez mañana, la recordara como fue y ejercía. Un Pepito Grillo, voz de la conciencia común que no revelaré, me advierte que “Trini era el ejemplo perfecto entre una legión de hombres y mujeres que trabajaban en la oscuridad diaria, sin los aplausos dominicales y por sueldos misérrimos”.
Y ahí arranca la evocación de tantos y tantos secundarios de reducido papel en la trama, con apenas una frase en la película, que lo bordaron de tal manera, que le pusieron tanta alma y valores al asunto como correspondía al amor incondicional que sentían por su devoción. Y vienen a la cabeza –recordemos, a cada cual, lo suyo o lo que conoció, lo más próximo–, las historias de Manuel L’Avi Torres, aquel singular maño inmigrado que cuidó como nadie del campo de Les Corts, se ocupó de regañar paternalmente a Paulino Alcántara si se entretenía demasiado con el balón y cocinó en familia para generaciones y generaciones de futbolistas –ay, la mano cocinera y mitificada de su esposa, Pilar–, bistecs, huevos fritos y patatas por toneladas con el amoroso fin de que, bien fuera Samitier, bien fuera Kubala, llegaran al partido estupendamente servidos y con ganas de comerse de postre esa hierba que, también, fue plantada, cuidada, mimada desde su inicio por el amante aragonés, a quien hoy nadie recuerda. O la entrega de la saga de los Ángeles Mur, prodigio de discreción, enciclopedias siempre cerradas que vivieron vida entera y plena al servicio de la entidad, sin abrir jamás la boca para pedir y respirando siempre para dar más y mejor. Rossend Calvet, el exatleta, el funcionario que salvó al club de su desaparición mientras nos desangrábamos todos en guerra. Pere Cusola, el fantástico personaje que guardó las sagradas puertas del vestuario y a quien nunca dimos el abrazo merecido, puede que lo reserváramos para el futuro encuentro en otra vida…
El entrañable Papi Anguera, que abandonó la posición de lateral derecho para trocarse en masajista casi de peluche. La voz de Manel Vich, aún hoy tronante desde los altavoces dando una alineación que jamás sonaría igual desde otras cuerdas vocales, símbolo del invisible hilo que nos comunica con lo mejor de la tradición. Gente que trabaja a diario de manera anónima y desinteresada desde esa agrupación de veteranos que ayuda al caído, al desprovisto de fortuna una vez colgó las botas para enfrentarse a la cruda realidad del mundo, menos irreal que el oropel del futbol. El primero en echar una mano altruista y solidaria fue el presidente Montal Galobart, a propósito del mítico zaguero germano Walter. Cuentan las mejores páginas de la historia que don Agustí se enteró que el bravo defensa de los 20 había quedado en extrema situación una vez consumada la feroz toma de Alemania en el 45. La ex pareja defensiva de Mas en el equipo de La Edad de Oro atravesaba todo tipo de penurias que quedaron paliadas gracias al periódico envío de un paquete con comida, medicamentos y cuatro billetes para gastos con remitente oficial azulgrana. Como se ayudó a Plattkó cuando dejó de ser la gloria glosada por Alberti. Sin decir nada a nadie, desde entonces ha resultado tradición apoyar en silencio a quien lo precisó, bello gesto escasamente ensalzado y conocido, porque lo mejor se guarda y ofende expresarlo.
Ay, aquellos cuidadores de material: Claudio Pellejero, Modesto Amorós. Ay, el recuerdo en memoria de Josep Boter, Josep Cubells, Ramón Clariana, Manuel Andreu o Martín Revuelta, trabajadores de la entidad, fieles a la letra de su himno moderno. Sin importar de donde venían, si del sur o del norte, supieron entregar lo mejor de su praxis, trabajo y sudor, al servicio de una peculiar cruzada que comprendieron por comunión de almas y de la que quedaron enamorados sin remedio. Hará un siglo, allá por 1912, consta en los anales que el Fútbol Club Barcelona contó con su primer trabajador fijo, en plantilla, encargado de la tesorería. Y cuentan para la anécdota fuentes fidedignas que el personaje resultó ser un delincuente huido pies en polvorosa tan pronto vio en sus manos cierta recaudación obtenida gracias a las cuotas de los socios, vaya chasco para sus coetáneos superiores. Para no repetir el desastre, el segundo contratado ya arribó con nombre y apellidos, Ángel García Padilla, un militar que a la sazón era sargento y, por venir de donde venía, digno de toda confianza. Por suerte, persona honrada y eficiente, cumpliendo a satisfacción y, por desgracia, volviendo a la ley no escrita que dicta oscuridad para los mejores empleados, instituyó la tradición de ser mal pagado. Consta en las actas oficiales que su sueldo era irrisorio, ya que se le compensaba “con un par de los billetes más pequeños del Banco de España”.
Tanto y tan bien bregó el tal Padilla que, allá por 1915, se le amplió el horario de trabajo, extendido de tres a ocho de la tarde y para el que se estipuló la respetable cifra de veinte duros mensuales (60 céntimos de euro y así, nos ahorramos echar cuentas). Eso sí, se le requirió para que se presentara todos los domingos y festivos a currelar “al menos un par de horas”. El tesorero García Padilla echó el resto tres años más antes de presentar la renuncia al cargo y le sucedió el señor Gimeno, contratado ya por 125 pesetas, cuatro horas diarias incluidas las fiestas de guardar, con el detalle de que podía elegir un día de asueto por semana, prodigio de magnanimidad.
Desde entonces, los de arriba, los del palco, los que cortan eternamente el bacalao que otros colocan a su alcance, han eternizado la costumbre de pagar fatal a los empleados sin ocuparles su encono, sacrificio y entrega, como si las facturas fueran pagadas bajo la simple mención de un hipotético “mire usted, es que yo trabajo en el Barcelona”. Quedan, por suerte, algunos desprendidos, algunos propagandistas del amor al arte azulgrana, pero la mayoría ya rinden conforme al ritmo de los tiempos, según dicte la superioridad, y gastando buena parte de su energía laboral en el empeño de que alguien no les mueva la silla. Las Trini de nuestro fútbol son también especie en extinción pese a recordar, machaconamente, que al club, a cualquier club que usted ame, se viene a servir y no a servirse, reflexivo demasiado utilizado por aquellos que salen constantemente en la foto. Las Trini no salen jamás, ni en la foto, ni fuera de su minúsculo cubículo, donde derraman amor y compromiso sin que nadie, absolutamente nadie, las recuerde, aprecie y agradezca. El sentimiento mitificado por lo simbólico hecho práctica es la última reserva natural que nos queda entre tanta contaminación ambiental derramada como aceite hirviendo desde arriba sobre los de abajo, aunque sean ejemplares, aunque sean dignos de admiración. Y repetimos, permíteme, Martí, aquí, allá o donde pongas por ejemplo. Algún día alguien debía darles esa palmadita pendiente, ese reconocimiento, esas gracias tan caras de brindar desde gente que sólo tiene en la cabeza una maldita cuenta de explotación y ha olvidado los sentimientos dejados en un rincón, cargante mochila que, creen erróneamente, puede impedirles prosperar en su mundillo de hienas.
Pues eso, historietas a la salud de esos que la élite incluso se atrevería a calificar de perdedores porque sus valores no cotizan en tan particular y trastornada bolsa. Nothing personal, it’s just business, se excusan los supuestos vencedores vitales mientras te siguen agrediendo. Pero da lo mismo: nosotros nos seguiremos quedando al ladito de la Trini, la telefonista, allí, refugiados en el minúsculo garito, alimentándonos de humanas sonrisas por cuatro chavos. Al servicio de la causa sin esperar nada a cambio. La causa de cada cual. El secundario no tiene quien le escriba. Por eso lo hemos hecho hoy.
Feliz fin de semana, no te cargues de trabajo como los tesoreros de antaño.
Poblenou, hogar de mil Trinis
* Frederic Porta es periodista y escritor.
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