El médico se quedó maravillado ante la perfección de aquel niño. Nada más nacer, advirtió algo diferente en él, como un halo de pureza y esplendor, un prototipo de bebé ajeno a lo habitual, con un diseño y unas maneras poco frecuentes. La madre, María, sonreía agarrando la mano de su marido, Dimitar. El proceso había sido rápido, indoloro, incluso rozando lo placentero. “¿Puedo verlo, doctor?“, demandó la mujer. Pero el doctor seguía maravillado. Tan solo era un niño, uno de tantos en su aventura como obstreta y, sin embargo, parecía manifestar toda la elegancia y distinción con la que cualquier ser humano pudiese fantasear. “Enhorabuena“, se arrancó por fin el doctor, “ha tenido usted un hijo maravilloso, casi perfecto“. Era mayo de 1991 y, solamente con el paso de los años, podrían aquellos padres entender plenamente el sentido de estas palabras.
Algo así -digo yo- tuvo que ser el día en que Grigor Dimitrov llegó a este mundo. Hace ya 25 años, los mismos que el que escribe esta pieza, siendo esta nuestra única semejanza (de momento). El búlgaro nació con estrella, eso es indudable, y ya desde los cinco años quiso demostrarlo. ¿Cómo? Con una raqueta en la mano. El pequeño ‘Dimi‘ se divertía golpeando bolas, un ejercicio tan básico que resultaba imposible imaginar que llegara a cubrir cada carencia social de su morada. “Sé lo que es llegar de un lugar en el que no hay nada, especialmente de un país como Bulgaria donde no hay tradición, donde no hay infraestructura para practicar. Me despertaba a las seis de la mañana y salía a entrenar con mi padre con guantes y gorro por el frío porque no había canchas bajo techo”, confesaba hace unos años el de Haskovo, quien desde pequeño aprendió a valorar cada momento, trabajando sin descanso por mejorar su realidad.
Sin embargo, pese a la crudeza social instalada en la Europa del Este, Grigor había nacido, como dirían los flamencos, con mucho duende. Su carrera como Junior tocaría techo, y a la vez fin, en la temporada 2008, donde el búlgaro conquistaría los torneos de Wimbledon y el Us Open. Ya era el número 1 de su categoría, por lo que el profesionalismo llamó a su puerta preguntando si podía pasar. Obviamente, entró hasta la cocina. Fue desde aquel preciso instante, desde que su nombre empezara a gastar tinta en periódicos, donde comenzaría a fraguarse un nuevo capítulo de los peores vicios de este deporte: las comparaciones. Su forma de servir, los tiempos que marcaba con su derecha y la belleza que desprendía con su revés a una mano causaron hipnosis en el espectador y en la prensa especializada. Esos tiros, ese estilo, ese caudal de magia recordaba a alguien, curiosamente, su ídolo desde chiquillo: Roger Federer.
“Es difícil que te comparen con alguien que no puedes ser. No he tenido ese nivel de Roger Federer ni he ganado algo grande como para tener la oportunidad de que se me compare con él. Yo quiero ser reconocido y me he ganado ser llamado Grigor Dimitrov, no quiero ser nadie más”, subrayó en 2011. Y es que el búlgaro estaba realmente preocupado, ya que pasaba el tiempo y el fantasma de aquel símil le perseguía en cada pista, en cada victoria, en cada derrota. El mundo del tenis buscaba irritado un nuevo talento donde apoyarse, una nueva estrella para ilusionarse y ésa era la de Grigor. El proceso de adaptación, como suele ser habitual, no fue sencillo, pero algunas voces del Olimpo mantenían su discurso. Pato Álvarez, unos de los mayores gurús de este deporte, pudo trabajar con la versión más brillante de Dimitrov, la de su etapa Junior. “No he visto, en toda mi carrera, un jugador tan bueno como él a los 17 años”. Más tarde, Andre Agassi subiría la apuesta. “No tengo dudas, algún día llegará a ser número 1 del mundo”. La confianza era ciega, el sentimiento unánime, algo muy gordo debía tener aquel chico para que todo el mundo estuviera prendido de él. Pero por muy alto que apuntara, nadie le eximiría de dar pequeños tumbos en sus primeros pasos junto a los adultos.
Caer y levantarse. Aprendizaje, al fin y al cabo. La primera imagen que tuvo el mundo de Dimitrov fue la de un chaval desgarbado, con un tenis de alta gama pero un carácter de gueto, casi excluyente. Varios episodios polémicos llegaron a etiquetarlo incluso de ‘Bad Boy‘, hasta que a finales de 2013 el guión de la película dio un giro radical. Allí ganaría su primer título (Estocolmo) lo cual llamó la atención de Roger Rasheed, quien terminaría siendo el nuevo ‘director’ de la obra. Se juntó la experiencia con el tarro de las esencias, nada podía salir mal. Otra cosa es como acabara. La consecuencia fueron tres trofeos más en 2014 (con unas semifinales en Wimbledon como guinda) e incursión en el top10 a los 23 años. La vida le sonreía a Grigor en todos los aspectos, hasta en lo personal. Maria Sharapova, reina del encanto y el glamour del circuito femenino, también caía rendida a sus pies. Todo marchaba según lo previsto por el doctor.
Pero aquello no era Disney y los problemas aguardaban con paciencia tras el cristal. Después de una irrupción tan esperada como efectiva, llegó la tormenta. Larga, despiadada y como siempre, muy fría. De su lado se marcharon, en un espacio de tres semanas, Rasheed y Sharapova. Compuesto, sin novia… y también sin entrenador. Su 2015 fue una tortura al buen gusto, un asesinato a la expectativa. Ya en 2016, con Franco Davin a los mandos, dejó entrever alguna carta de la baraja, pero siempre cerrando desarmado la partida. Hasta que llegó el amor (Nicole Scherzinger) y con él, llegó la luz. La que alumbró Dani Vallverdú (ex técnico de Murray/Berdych) en un camino marcado por el fracaso y la impaciencia. “Se me ha criticado con dureza. Ojalá esas personas pudieran estar por un momento en mi piel y sentir lo que he sentido. Es muy fácil juzgar a alguien sin saber por lo que está pasando. Cuando pasan cosas así, tan sólo tu familia y amigos están a tu lado. Todos los demás se alejan de ti cuando las cosas no te van bien”, acusó el de Haskovo ante la insolencia del espectador. Todos le entendimos, comprendimos su angustia y ampliamos con gusto la garantía de su figura. Un resultado bastaba para completar al 100% esta reforma de fe.
Siete días, no ha hecho falta más. En Brisbane, primer torneo del año, tumbando a tres top10 en línea (Thiem, Raonic, Nishikori) para levantar un título dos años y medio después. Su cara, acostumbrada al quebranto, trazó una sonrisa incrédula, como si por un momento hubiese olvidado el día en que nació, cuando aquel doctor de austero hospital le descubrió a María las condiciones que poseía su retoño. “Me había fijado como objetivo ganar un título en los primeros seis meses de este 2017 y lo he conseguido en la primera semana del año. Esto me hace ver las cosas con mejor perspectiva. Una de las cosas que más feliz me hace es mi mentalidad y mi positividad en pista. Aunque vaya un break abajo o pase por momentos complicados, sigo creyendo. Si crees, ya tienes medio camino recorrido”. Por un momento, Grigor dejó de creer. Se perdió para poder encontrarse. Hoy Dimitrov ya reconoce su camino, ya recuerda aquella dulce condena que Dios le destinó un 16 de mayo de 1991. El castigo de ser diferente, de tener a su alcance ser el mejor. Tarde o temprano, quiera o no quiera, tendrá que cumplirla.
* Fernando Murciego es periodista.
Twitter: @fermurciego
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