Donde no llegue Messi llegará Iniesta, o al menos uno tiene esa impresión. Iniesta no es Messi ni lo será nunca, no nos equivoquemos. Messi pertenece a una categoría fuera de catálogo, incomparable, e Iniesta jamás podrá ser como él, aunque solo fuese por la capacidad goleadora pantagruélica del argentino, y no solo por ella. Pero sin ser ni poder ser Messi, Iniesta se ha liberado de tal manera que su peso en los partidos está resultando demoledor. Cuando escribo “peso” pienso en influencia, jerarquía, presencia, condicionamiento, trascendencia… Desde cualquier punto de vista, Iniesta está pesando de forma mayúscula en el juego del Barça. Más aún: “es” el juego del Barça. En los días buenos, como en la matinal del domingo contra el Getafe, o en las noches difíciles, como las del Bernabéu y Mestalla, el equipo mira a Iniesta y respira. En unos casos porque es el salvavidas en el naufragio; en otros, porque es el poeta con botas en los momentos de la sonrisa. En ambas situaciones, Iniesta ausculta al rival, radiografía la situación, emite diagnóstico, se arremanga hasta las cachas y va a por el camino que se abre enfrente, signifique eso lo que signifique.
Para llegar a semejante trascendencia han tenido que confluir varias causas: la madurez de Iniesta, que ya en 2009 poseía los mismos atributos pero al que le faltaba la seguridad en sí mismo para desparramarlos como hace ahora; la convicción que le han transmitido compañeros y entrenadores de que su peso en el Barça podía y debía ser similar al que ya tiene en la selección; el estímulo que supuso su brillante Eurocopa y la seguridad que le otorga la convivencia con Jordi Alba en el costado izquierdo, que empezó a construirse precisamente en la competición de selecciones; y la maduración futbolística de Messi, que se ha alejado del egoísmo al que tendía para convertirse en el principal amigo de todos sus compañeros, haciéndose mejor futbolista y ayudando a que los demás sean mejores. De esta suma surge el mejor Iniesta.
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