El día de Navidad del recientemente finalizado 2013 nos levantamos y descubrimos que había fallecido Germán Coppini, una de las voces más importantes de la Movida madrileña. Un cáncer de hígado que le fue detectado no mucho tiempo atrás se lo llevó. Germán fue identificado siempre por la frase de una de sus canciones, como vocalista e integrante del grupo Golpes bajos, que decía «Malos tiempos para la lírica». La influencia social y cultural del movimiento de la década de los ochenta resultó tan fuerte y clara con el paso de los años que dicha frase de la letra se ha utilizado en diferentes ámbitos cuando la creatividad y el brillo se desvanecen y resulta harto complicado encontrarlos.
El fútbol no se mantiene alejado del peso de esta frase. Y es entonces, desde el inicio de la temporada y hasta ahora, cuando en Getafe se viene produciendo la utilización del fragmento de la canción al comprobar, para desgracia de los aficionados al fútbol, que Diego Castro no está bien.
El pontevedrés siempre ha resultado un futbolista muy completo, capaz de equilibrar tareas ofensivas y defensivas. Siendo diestro y partiendo desde la banda izquierda, posición que ocupaba en el Sporting de Gijón, desde donde recaló en el sur de Madrid, la participación en la zona central, a la altura de los tres cuartos de campo, merodeando el área, equivalían al momento de inspiración de todo poeta. Arrancaba desde la izquierda del ataque como un versificador sentía un tema sobre el que escribir. Llegaba a la parcela central como un literato preparaba pluma y tinta. Y pisaba el área como un lírico desencadenaba su talento frente al papel en blanco. Ambos estaban ya dispuestos para conquistar al mundo con su creación. Ahora, para Diego, son malos tiempos para la lírica.
En Getafe se acopló bien. En una temporada con nuevo entrenador, nueva idea futbolística y gran cantidad de incorporaciones, Diego siempre fue titular, avalado por su buen hacer previo a enfundarse la azulona y por conquistar al flamante inquilino del banquillo, Luis García Plaza. El técnico pretendía trabajar con una base clara: la protección. Para ello, sus dos mediocentros resultan imprescindibles. Empaque y personalidad, capacidad de robar y jugar fácil, para que los de arriba destilaran creatividad. Uno de los que, llegados al punto del derroche lírico, debía aparecer y ser protagonista, era Diego Castro. Y lo hizo. Cumplió objetivos. Se movió continuamente entre jugadores que corrían al repliegue tratando de parar un rápido contraataque o una vertiginosa transición. Buscó compañeros en los espacios. Escribió poesía modesta desde su bota derecha, o izquierda, con el balón de la liga, sobre los folios que le representaban los pequeños huecos entre las piernas rivales. Lo mostró en su primera temporada en el Coliseum, y en la segunda también. Pero, ahora, para Diego, son malos tiempos para la lírica.
Para Luis García siempre fue necesario en su once titular porque, además, representaba como pocos su idea y su forma de entender el fútbol. Diego lo da todo en cada minuto de cada partido. Desde el aparentemente sencillo y extendido aguantar atrás y ayudar a tu lateral cuando el lateral rival dobla al extremo, hasta niveles insospechados de enfangamiento en un artista del balón. Diego ha tapado pases del lateral derecho disparándose veinte metros más allá de la línea divisoria cuando todo su equipo permanecía atrás, junto y ordenado. Y si no lo ha conseguido, a los pocos segundos, antes de que el equipo contrario hile una jugada dañina, el hueco que debía tapar en el esquema táctico estaba correctamente ocupado por él. O ha ocupado el del compañero que no ha llegado. Un artista polifacético. Sin dejar nunca de lado su obra cumbre, la lírica. Igualmente, Diego ha podido surgir buscando el robo entre los pases de dos centrales a los que intuía previamente un posible error. La carrera encimando a ambos era necesaria porque así la había considerado. Si conseguían sacar la pelota por el lado débil en aquel preciso instante de la defensa azulona, pronto se reconstruiría y tornaría en costado fuerte, ya que Diego estaría ahí.
Diego nunca ha fallado a su cita con el trabajo, el coraje y el tesón. La inquietud vital del poeta que inunda su alma y su cuerpo (junto al recuerdo de Manolo Preciado) le ordena que, en tiempos de débil inspiración, nunca debe faltar al servicio a sus compañeros. Si en dos, tres, cuatro partidos no le resulta posible mostrar su inspiración, vaciarse de esfuerzo, el sudor de la camiseta y el agua del césped regado sobre la que deslizó en tareas defensivas le sugerirían empaparse, una vez más, de un posterior deleite de brillantez con su artefacto lírico: el balón. Pero ahora, para Diego, son malos tiempos para lírica.
La temporada acumula ya más de cuatro meses de competición. Diego, además, ha visto cortada su racha de penaltis consecutivos transformados sin fallo en Primera División. Aunque anotó ante el Almería (tuvo que repetirlo y anotó ambos), en la visita del Athletic Club Gorka Iraizoz le detuvo el que habría sido su decimosexto penalti convertido en gol en la máxima categoría sin errar. No pudo ser. Lo que tímidamente se venía vislumbrando como un arranque débil de expresión literaria se confirmó durante el transcurso de las semanas. No es que el dichoso penalti le haya influido negativamente hasta ciertos niveles de desaparición ofensiva, pero sí es un factor más para explicar su pobre temporada en cuanto a redactar versos.
Antes de todo esto, Diego Castro, capaz cual genio de trabajar en prosa, como necesita hacer en este Getafe cuando no tiene el balón, mandó al mundo un mensaje que, tomado y entendido en su parte decisiva, resultaría errático y grotesco aunque también iba salpicado por unas gotitas de mala suerte. Como se debe tomar, al igual que cada creación escrita, es en el contexto. Penúltima jornada de liga. Mayo de 2013. Getafe y Rayo se ven las caras en el Coliseum Alfonso Pérez y, bajo la agradable temperatura de la primavera que ya se deja seducir por el verano, están empatando a uno cuando faltan escasos minutos para el final del encuentro. Una jugada de ataque del Getafe le tiene volcado con la mayoría de sus jugadores en el área rayista. Barrada, calidad a raudales, intenta recortar pero pierde el balón en la banda. Los franjirrojos inician un contragolpe eléctrico y a la vez que la pelota cosida al pie de un jugador de la franja avanza por el flanco izquierdo, un rayo azul, un poeta en movimiento, recorre metros por el pasillo central a una velocidad de vértigo para tratarse de un jugador predominantemente ofensivo y para indicarse en el marcador que estaban muy pasados los ochenta minutos. Pero para Diego nada funciona como se cree. Ayuda en tarea defensiva número… El pase del futbolista del Rayo no encuentra destinatario, sino que el poeta vuelca su tintero, arruga sus hojas, queda desplumado e introduce el balón en su propia portería. En ese preciso momento, situado a pocos metros del lugar de los hechos, me puse en pie para, invadido por la fragancia del contexto, llevarme las manos a la cabeza y hacer recorrer, por mi cabeza, una idea a idéntica velocidad a la que Diego había bajado a ayudar: «Es el gol en propia puerta más bello de la historia».
Ni para Diego Castro, ni para nadie en el Coliseum, aquello representó un mal tiempo para la lírica. Meses después, sin embargo, sí. Prosigue, y así será mientras juegue, tratando de robar, presionar, incomodar al rival acumulando una notable suma de trabajo valiosísima para el equipo. Ahora sus características botas verdes están fundidas con el césped y no brotan las ideas. Pero Diego es un poeta y, en cualquier momento, nos volverá a conquistar, por mucho que lleve atravesando malos tiempos para la lírica.
* Fran Iborra.
– Foto: Robin Townsend (EFE)
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