Aborrecible empezar cualquier artículo con una precisión: No existe atisbo alguno de ironía en nuestras palabras. Por tanto, procedamos. Chapeau, señores, nos quitamos el sombrero ante la pasión argentina por preservar la memoria de su máxima pulsión popular, ante su literatura futbolística, ante su enorme colección de sabios y catedráticos del balón añejo y, también pero no tanto, su tendencia a dejar sueltos y sin correa los sentimientos para armar la de Troya a propósito de cualquier historia, anécdota e, incluso, lo que sería minucia insignificante para el resto de los mortales. Por tener, disponen incluso de revisionistas en toda regla, gente que, movida por un inagotable motor, no sé si por sentido de justicia o revancha de colores, es capaz de tragarse las enciclopedias, hemerotecas o fuentes que hagan falta hasta conseguir legitimidad (o no) para sus argumentos.
Vaya el preámbulo a la salud de La Máquina de River, esa mítica y mitificada delantera, tal vez la mejor nunca vista en el continente, que sigue bien vigente a pesar de los 70 años transcurridos desde su irrupción. Y lo hace, a su pesar, seguro, sin haber sido instalada en un altar imposible de profanar, sino metida en el fregado de tesis, contratesis, hipótesis y derivados en montonera a la que cada cual aporta la suya. Cierta corriente de opinión se ha empeñado en desacralizar a Juan Carlos Muñoz, José Manuel Moreno, Adolfo Pedernera, Ángel Amadeo Labruna y Félix Loustau, bajándolos a gorrazos del pedestal a base de negar la corriente mundialmente aceptada: Que eran eso, una Máquina. Pues resulta que no, que apenas disputaron 18 partidos juntos a lo largo de sus seis años de militancia común en la causa de River Plate, que nunca llegaron a estar juntos en la albiceleste y que, en resumen, de su misa, la mitad. Por fuerza, vista la controversia desde este lado del charco, este echar agua al vino de los mejores manjares de nuestra memoria común encuentra obligado referente. La delantera de las 5 Copas del Barça del 51-52, aquel salmo de los Basora, César, Kubala, Moreno y Manchón cantado por Serrat para una posteridad inamovible, apenas jugó 21 encuentros con tal quinteto. De hecho, mucha mayor presencia logró Jordi Vila, el primer noi de Santpedor, cuatro décadas avanzado en cuna a Pep Guardiola.
Con el debido respeto, ¿y qué?. Cuando la imaginación popular decide consagrar a sus mitos, no entiende de números, de razones, ni grandes logros empíricamente demostrados en hemeroteca. Sólo sabe de sentimientos. De corazón, de pasión futbolera, de devoción ante el talento congregado. La Máquina ha quedado como la quintaesencia del juego ofensivo, puro goce de ancestros argentinos para quienes no la contemplamos desde otros pagos. O como dice aquel video de remembranza expuesto en el propio Museo del Club: “Verlos jugar era un puro canto a la vida”. Pues exactamente eso, y nos lo seguiremos creyendo a pies juntillas. No sólo fue la primera delantera recordada de carrerilla en todo el planeta fútbol, sino que también alteró, si somos puntillosos, conceptos aún actuales en el masivo seguimiento de esta disciplina. Por ejemplo, su ciclo duró, más o menos, doce años y jugaron a fútbol total mucho antes de ser inventado y registrado. Y perdón por la herejía a ortodoxos y heterodoxos. Sobre todo, a los argentinos. Allá va la hipótesis.
Hay quien afirma que La Máquina nace con la llegada del italoargentino Renato Cesarini al banquillo, muy influido por la táctica WM divulgada desde Austria antes incluso de la Anchluss, cuando Mathias Sindelar (próximo artículo) era El Mozart del fútbol o El hombre de papel en los salones vieneses. Cesarini tenía de segundo a Peucelle, quien merece punto y seguido. Se desconoce en Europa que la gloria de River arranca cuando se consagra el profesionalismo en Argentina, justo cuando aquí celebrábamos la II República, y los franjirrojos gastan a chorros para fichar al gran Bernabé Ferreyra y al no menor Carlos Peucelle por una barbaridad de pesos, inaudita en la época. De ahí les cae el eterno alias de Millonarios. A Ferreyra, dicen sus biógrafos, le apodaban Mortero de Rufino, la Fiera, Balazos o el Gran Bernabé, entre otras muestras de admiración. Antes de los partidos, sus propios compañeros remojaban durante días el balón del match para ablandar el cuero y evitar así los cañonazos de tan ilustre personaje, también conocido por practicar técnica de tiro colgando camisolas en la escuadra, a ver cuántas acertaba y desde qué lejanía y posición. Entre Cesarini y Peucelle se organiza un team que acaba forzando la construcción del Monumental. A la manera de Kubala con Les Corts y el Camp Nou, vaya.
Total, que Cesarini entrena y Peucelle le aconseja, en su ocaso como jugador. Su nuevo y rutilante compañero es Pedernera, del que Peucelle cree que mantenerle atado al extremo supone craso error. Le cuesta, pero le convence: Cesarini accede a darle libertad por el frente de ataque, aquello del primer delantero centro falso. Por obra y arte de la WM, del talento rápidamente acumulado, el quinteto intercambia posiciones, combina con los zagueros (que también le sabían dar) y muestra a Buenos Aires algo así como la Holanda de Michels, sólo que treinta años antes. Di Stéfano sostiene que todos hacían de todo y todo lo hacían bien. Todos. De ahí que a la retaguardia le empiece a molestar que se hable tanto de Peucelle, Moreno, Pedernera, Labruna y DiAmbrossio, la delantera del 41, sin brindar parte del éxito al arquero Barrios, a los defensas Vaghi y Cadilla, a los midfielders Iacono, Rodolgi y Ramos. Aquello ya es una máquina, bautizada así por funcionar de manera perfecta en sus once cilindros. Ganan el 41, el 42 y también, el campeonato del 45, quedando subcampeones en el bienio restante, ya con Moreno y Loustau como exteriores. O wings, como supieron mantener en el lenguaje. Alas de aquel ángel hecho equipo. El talento y sentido de ubicación en la cancha de El Maestro Pedernera cohesiona aquel prodigio de sincronización.
Más tarde aparecen Néstor Pipo Rossi y Alfredo Di Stéfano, aún con tupé de Saeta Rubia, por rápido, cabello claro y goleador, firmante de 27 goles en los 30 lances de su primera Liga. Entonces, la fidelidad al estilo Máquina era tan estricto que a Don Alfredo le caían 30 pesos de multa cada vez que la tocaba de tacón, uno de los gestos más característicos de su estilo. Y conste que la anécdota la recuerda el propio interesado. Al legendario quinteto, casi enhebrado en el tiempo, le sucede La Maquinita y esos herederos también merecían comer aparte. Se suman a la gloria el portero Amadeo Carrizo y el cazagoles uruguayo Walter Gómez, otro par de primores. Carrizo, eterno Carrizo, fue el primer portero capaz de atrapar centros con una sola mano y deslumbró como ningún otro en la gira del 51 por los países del Sur europeo, cuando River alineaba al citado guardameta; Vaghi y Soria; Iacono, Spada y Ferrari; Vernazza, Padró, Gómez, Labruna y Loustau. Ya saben: Pedernera andaba con Millonarios de Bogotá y El Charro Moreno realizando sus peculiares Américas por México. Diez años después, aún quedaban cuatro supervivientes y los herederos no desentonaban en absoluto. Y, por desgracia y ausencia de su protagonista Juan Carlos Tomate Muñoz, la protobarra de River ya no podía entonar durante los partidos aquella famosa coplilla: «Sale el sol, sale la luna, centro de Muñoz y gol de Labruna».
Ángel El Feo Labruna aún aguantaría hasta cumplir los 41, erigido en máximo goleador de la historia argentina con sus 293 goles en 514 partidos, empatado con Arsenio Erico, de Independiente. Fueron los historiadores quienes, en un minucioso repaso de crónicas, otorgaron al ya retirado Labruna el último tanto que le quedaba para igualar con Erico, otra muestra más de la reverencia historiográfica comentada en el arranque.
Datos a chorros, encuentros a centenares en el transcurso de tan excelente y amplio lapso que anda del 41 al 52, no sólo imputable al santoral MMPLL. Hay quien, incluso, estira tan gloriosa época hasta la irrupción del extraordinario Omar Sivori, quien sería rápidamente transferido a la Juventus en el 57 tras ver a los Agnelli con un talón de diez millones de dólares en la mano, cantidad justa para pagar (aún) las últimas facturas derivadas por la construcción del Monumental. Y así, hasta eternizar el artículo. A modo de conclusión, dejen a La Máquina sonar de fondo en nuestro recuerdo. Por los cinco de marras, por los seis restantes, por su fútbol total, por sus relevos y por lo expuesto, mínima parte de sus logros. Se pongan como se pongan los apreciados (y pasionales) historiadores argentinos de todo signo.
* Frederic Porta es escritor y periodista. En Twitter: @fredericporta
©2024 Blog fútbol. Blog deporte | Análisis deportivo. Análisis fútbol
Aviso legal