Pocos se han atrevido a inmiscuirse en los planes de los comandantes del circuito ATP, una organización en la que participan millones de peones pero que está gobernada por solo cuatro reyes. Y quien dice cuatro, dice dos. La mayoría de los que lo intentaron fueron fulminados por la vía rápida a manos de la más cruel de las dictaduras. Cuatro soldados, cada uno de un lugar, cada uno con un patrón de juego, con un estilo, pero todos con una premisa común, una sola idea en la cabeza: game, set & match. Esas tres palabras penetran en los oídos de Novak Djokovic, Rafa Nadal, Roger Federer y Andy Murray una y otra vez cada vez que el calendario despierta un nuevo Masters 1000, los certámenes más importantes en este deporte después de los grand slams. El dato es escalofriante: de los últimos cuarenta disputados, solo cuatro acabaron en manos ajenas al Big Four, así los llaman. Cuatro inconscientes armados de valor que lograron desafiar y perpetrar la ley.
El último de ellos llegó desde Le Mans: Jo-Wilfried Tsonga. El francés, un hombre habitual dentro de los diez primeros del ranking, llevaba catorce meses sin batir a uno de sus integrantes (racha de 10-0). Esta temporada, su carta de presentación era una final perdida en casa (en Marsella contra Gulbis) y los octavos de final como mejor registro en los tres majors disputados. Ya ni siquiera era el número uno de su país, superado en la clasificación por su compatriota Richard Gasquet. Derrotas punzantes ante Benneteau (#65), Giraldo (#60) o Matosevic (#45) acentuaban aún más su descenso competitivo, una cárcel de penurias de la que cual se desató en una semana espectacular donde impartió su propia doctrina en el Rexall Centre de Toronto.
Desde Montecarlo 2010 hasta Canadá 2014. Cuarenta ediciones de Masters 1000 y treintaiséis títulos en las alforjas del Big Four: catorce para Nole, doce para Rafa, cinco para Federer y cinco para Murray. «Hay mucho trabajo detrás de esto, no es fruto solo de esta semana«, subrayó Tsonga tras abarcar la undécima corona de su carrera. Desde luego, vencer en línea a Djokovic, Murray, Dimitrov y Federer cediendo un solo set no puede ocurrir por obra divina. Los otros tres jugadores que lograron tal proeza no tuvieron que pasar ni la mitad de apuros hasta alcanzar la gloria: Robin Soderling (París, 2010) apenas se topó con un jugador de entre los ocho primeros (Roddick) en su camino hacia el título; David Ferrer (París, 2012) tuvo en Tsonga (#6) el rival de mayor ranking. Stanislas Wawrinka (Montecarlo, 2014) fue, quizás, la única hazaña comparable a la de Ali. El suizo tumbó a Raonic, Ferrer y, como el francés, a Federer en la final. Cuatro osados que presentaron batalla logrando incurrir en el orden establecido.
Esta temporada está muy ligada a la de 2010, año en el que la amenaza del Big Four se convirtió en una realidad. Por primera vez desde aquel curso, al menos un par de Masters 1000 han sido levantados por dos miembros externos a los cuatro fantásticos. Wawrinka y Tsonga han emulado los triunfos de Ljubicic en Indian Wells y Roddick en Miami. Además, francés y croata son los dos últimos jugadores en besar un trofeo de tal enjundia partiendo desde una posición lejana a los diez primeros puestos. En aquella ocasión, Soderling redondearía la revolución en París, hurtando el tercer trofeo del año a la dinastía gobernante. Por delante del período actual todavía nos queda Cincinnati, Shanghái y París, tres plazas en las que continuar con el motín llevado a cabo desde que Wawrinka rompiera todos los moldes en el mes de enero.
Quizás sea el momento idóneo para provocar la fusión entre ambas líneas y abordar de una vez el absolutismo imperante en el circuito. Djokovic, número uno del mundo, se enfrenta a una época donde lo personal primará ante lo deportivo; Federer ha recuperado parte de su tenis, pero reservará su última cuota de energía para el US Open, la Copa de Maestros y la Copa Davis; Nadal sigue recuperándose de su lesión de muñeca y todo indica que se perderá la gira norteamericana al completo, con lo que su vuelta en territorio indoor, tras dos meses de inactividad, no le sitúa como favorito al triunfo. Y por último, Andy Murray, la incógnita más incesante del cuarteto mágico. El escocés no sabe lo que es pisar una final desde que obtuviera la gloria en Wimbledon 2013 y no gana un Masters 1000 desde hace año y medio. El imperio se tambalea, los números lo refrendan y el pueblo prepara sus armas para implantar al fin la igualdad.
No será por candidatos, aunque hay que ser realistas: no todos están capacitados para reinar. Wawrinka, pese a sus últimas decepciones, es la principal amenaza. Ya lo ha demostrado incluso en alberos más relevantes que los de un Masters 1000. Luego está el dúo búlgaro-canadiense, Raonic y Dimitrov. Tanto uno como otro se han destapado este año con humildes títulos y semifinales en los torneos más prestigiosos del calendario, con lo que un paso más en su fructífera evolución no sería de extrañar para nadie. Por último, aparece Tsonga, alistado sobre la bocina tras su semana fantástica en Toronto. El francés llega con un cetro bajo el brazo y confiado de volver a dar el golpe. Por si faltara alguien, siempre podemos esperar que Berdych o Ferrer recuperen la regularidad, aunque solo sea durante siete días. Algunos ya han marcado el camino, saben cómo hacerlo y, lo más valioso, han despertado el apetito en el resto. Quedan tres intentos, tres oportunidades para extirpar el totalitarismo de los Masters 1000. Tres juicios con la ley en juego.
* Fernando Murciego es periodista.
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