"Cada acto de aprendizaje consciente requiere la voluntad de sufrir una lesión en la propia autoestima". Thomas Szasz
Todavía no eran las 16:00 y ya estaba nervioso. Era domingo, cielo despejado (en España), catorce días de trabajo a las espaldas y una última valla que saltar. Mi cabeza sabía que en unas horas Novak Djokovic y Roger Federer disputarían la final del US Open y la impaciencia, camuflada hasta el momento, ya empezaba a dominarme. La lluvia, vigilando la escena desde lo más alto, intentaba boicotear la función, pero había demasiada gente pendiente como para mandarnos a dormir. La cita tenía tintes históricos, ya fuera por sus dos protagonistas o por la plaza en la que iban a cruzar. Ambos se jugaban mucho, aunque el premio fuera el mismo para los dos: un trofeo de Grand Slam. Pero la gloria se vestía de un color diferente dependiendo de quien fuera el campeón. Si vencía el serbio, resultaría la confirmación de una realidad que ya nadie discute, la del mejor tenista del último lustro. Por el contrario, si el ganador era el suizo, traspasaría los cimientos de su propia leyenda, dibujando tres cursos después un nuevo techo profesional que de momento nadie se ha atrevido a derrumbar. Tres vueltas de reloj bastaron para dictaminar el papel de cada hombre.
Qué difícil es ver una buena final de Grand Slam. Qué se yo, por enumerar algunas: Roland Garros 2004, Wimbledon 2007-2009, Open de Australia 2009, US Open 2009, Open de Australia 2012, o Wimbledon 2014. Son algunas de mis favoritas, curiosamente, la mayoría a cinco sets. Al fin y al cabo es lo que pide el aficionado: no a los mejores del mundo, sino a los mejores del momento. Quiero decir, a dos raquetas capaces de entablar una batalla pareja, emocionante, con oportunidades para ambos frentes y que sobrepase, si es posible, los 200 minutos de duración. Igualdad, ni más ni menos, para paseos ya están las rondas previas. Así llegaban Djokovic y Federer a esta última estancia –el serbio sudando algo más–, descansados, confiados y preparados para entregarse ante las 23.000 personas de la Artur Ashe. Qué difícil transmitir todas estas sensaciones sobre el cemento, sabiendo que un par de errores te pueden dejar sin blanca. Abundaban los errores y se añoraban los aciertos, demasiadas inquietudes. El primer parcial para Novak, tras recuperar el break que su rival le había recuperado (6-4); el segundo, para Roger, apretando los dientes a las puertas de la muerte súbita y desgarrando a su oponente en el momento de mayor aflicción (7-5). Fin de las hostilidades.
El tercet set, como casi siempre que se llega en igualdad de condiciones, suele ser crucial. A no ser que tengas la mentalidad de Rafa Nadal, la constancia de Novak Djokovic o el talento de Roger Federer, es bastante fácil que con 2-1 abajo tengas las maletas ya preparadas en las puertas del estadio. En esta ocasión contábamos con buenos ingredientes para que no fuera así, aunque la mosca siempre tiende a volar tras la oreja. Tanto uno como otro seguían midiéndose la temperatura craneal, el miedo, la presión a soportar y las limitaciones consecuentes. Rupturas por ambas partes acontecían en el marcador pero con una ligera superioridad del helvético, entonado tras remontar el primer parcial. Entonces llega eso que los periodistas llamamos la clave del partido. Federer, con 4-3 a favor, está muy cerca de dar un nuevo mordisco a la manzana, de reiniciar su fecha de caducidad en Grand Slam establecida hace tres temporadas. La emoción me delata e inmediatamente se lo comento a mis amigos: “Dos juegos. Si se lleva este set y se pone 2-1, el título es suyo. Ya no se le escapa. Es ahora o nunca. Solo dos juegos”. Suelto el móvil y me dispongo a esperar los acontecimientos. Y entonces ocurre. De repente… ¡rompe Roger! ¡Set de Federer! ¡Título para el suizo! El de Basilea da un paso al frente y Djokovic acaba tirando la toalla en la cuarta manga. El mejor de todos los tiempos recibe el trofeo y agiganta su leyenda.
El mundo se para en estos momentos. Twitter estalla en comentarios, la gente enloquece tras lo sucedido e internet se inunda en comentarios de felicitaciones hacia Roger. #BEL18VE se convierte en trending topic mientras los principales medios especializados disparan sus crónicas a contrarreloj. Eterno, Un último baile o El sueño americano son solo algunos de los titulares que lucen los portales web. Las imágenes invaden la red de una forma arrolladora: alzando el puño, levantando el trofeo, sollozando entre aplausos, abrazando a sus hijas, besando a su mujer. Es su sexta corona de la temporada, la primera en un Grand Slam desde el verano de 2012. Su séptimo US Open, más que ningún otro en la Era Open, adornado por una racha de doce triunfos consecutivos enlazando su entorchado en Cincinnati. ¿Quién lo hubiera imaginado hace dos cursos? ¿Cuántas veces anhelamos este 18º major en las arcas del suizo? Y lo realmente importante, ¿cómo es posible que un guión tan perfecto se esté torciendo de tal manera en el epílogo? […]
Mientras escribo estas líneas embusteras, mi subconsciente se traslada a la Gran Manzana e interpreta cada palabra de mi texto. Lo sitúa, lo visiona, lo disfruta… y lo fulmina. Un cuento irreal, una fábula inexistente. Un castillo que se desploma cuando más solidez requería.
He intentado poner una imagen de Roger con el rostro alegre, a un suspiro de la copa, por si alguien no pudo ver el encuentro y estuvo aislado en una habitación incomunicado del mundo exterior. Pero ni aún así. Lo siento para quienes me creyeron, pero Federer nunca llegó a romperle el servicio a Djokovic en aquella coyuntura del tercer parcial. Nunca llegó a situarse 2-1 arriba en sets y, por supuesto, nunca llegó a celebrar la victoria. De hecho, fue mandar ese whatsapp a mis compañeros y Federer no hizo un juego más en el citado set. Maldito WhatsApp, ese debería ser el titular de esta pieza. Quien sí ejecutó ese paso al frente fue Novak Djokovic encadenando tres juegos al hilo, subrayando su superioridad en los momentos cumbre. Después en el cuarto, con una pequeña pájara tan clásica como anecdótica, amarró su décimo Grand Slam con un nuevo 6-4 y capturar su tercer major de la temporada. Esta es la punzante realidad, idéntico desenlace que en las dos últimas ediciones de Wimbledon. Mismo campeón, mismo perdedor. Hat-trick de Novak sobre Roger para finiquitar la venganza de aquel bisoño US Open de 2007. Qué remoto suena.
Que no se me enfaden los simpatizantes de Djokovic ni se me alteren los devotos de la objetividad, pero existe un deseo desproporcionado en el tenis, y no nace de mí, de que esta narrativa pueda contarse algún día sin tener que mentir. Y no importa si es ante Novak o ante Feliciano, si en Nueva York o en Melbourne, si en invierno o en verano. Basta con escuchar las gradas de Flushing Meadows. “He podido hacerlo mejor, tuve demasiados errores, pero sigo amando este deporte. Mantengo mi pasión y volveremos a intentarlo la temporada que viene”. Martirio liquidado. Mientras el serbio sigue recortando su distancia con el Olimpo de la Raqueta, el suizo abandona el recinto con la bandeja de plata pero con la fortaleza que te da el saber que se puede. Esta vez fueron 4/23 en bolas de break, ¿tan alejado estuvo el triunfo del fracaso? A escasos centímetros. ¿Entonces qué hacemos con Roger? Muy sencillo. La etapa más próxima a ganar un Grand Slam se resuelve disputando finales y el suizo quedó encallado en esa fase en sus dos últimas participaciones. ¿Hay alguien más arriba en la lista de candidatos a expulsar a Djokovic del trono? Con todo el respeto a Andy Murray, no. ¿Cuántos jugadores se cambiarían ahora mismo por el helvético? El 85 %. Oportunidades hay, solo falta aprovecharlas. Federer todavía está a tiempo de reconstruir este sueño tan deteriorado. Pieza a pieza. Y él lo sabe.
* Fernando Murciego es periodista.
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