"Cada acto de aprendizaje consciente requiere la voluntad de sufrir una lesión en la propia autoestima". Thomas Szasz
Hacía un buen día en Miami. El entrenamiento de la mañana había sido bueno y ahora tocaba descansar. Sentado frente a su casa, junto a su séquito, aquel joven de raza negra, nacido y crecido en Louisville (Kentucky) en medio de la inefable segregación racial que la nación más poderosa del mundo aún conservaba entre sus fronteras, vivía ajeno a lo que sucedía a miles de kilómetros de los Estados Unidos. En Vietnam, miles de americanos luchaban por un propósito que ni siquiera muchos de los integrantes del establishment de Washington DC tenía muy claro. A él, todas aquellas noticias manchadas de napalm le eran relativamente ajenas. Pero eso iba a cambiar.
Esa misma tarde recibió una llamada, y a partir de ahí todo cambió. La guerra se había vuelto tan dura, tan incontrolable, que el ejército necesitaba más munición, más munición humana. Muchos de los que hasta entonces se habían librado de servir (si es que se puede llamar así) porque no llegaban al mínimo exigido para entrar a filas, ahora tendrían que hacerlo, por el simple hecho de que las condiciones habían sido relajadas. Lo dicho: se necesitaba munición.
Aquel chico, que por aquel entonces ya era uno de las personas negras más famosas de los Estados Unidos, de repente se vio inmerso dentro un cuadrilátero desconocido para él. Como consecuencia, lejos de adaptarse a las circunstancias, actuó de la única manera que sabía hacerlo. Sacó a pasear su lengua, casi tan rápida como sus pies y sus puños, y dijo lo siguiente:
–Tío, no voy a pelearme con el Vietcong ese.
Una frase simple y aparentemente inocente, pero que le trajo infinidad de problemas en los siguientes años, poniendo en peligro su carrera. Sin embargo, lo que a corto plazo fue un grave perjuicio (sobre todo para sus promotores, el conocido como Grupo de Louisville), fue el acto fundacional de una leyenda indomable. Con en esa frase, dicha sin pensar en sus consecuencias, nació la figura del que seguramente fue el deportista más importante del siglo XX. Muhammad Ali se convirtió en el deportista que fue, en gran parte, gracias a esa frase y no a las peleas contra Sonny Liston, Floyd Patterson, Joe Frazier o George Foreman. Si Ali fue (y es) tan grande, The Greatest, no fue por su actividad pugilística, sino por su actividad política.
El acto de desobediencia civil que protagonizó enterró su carrera profesional durante un tiempo, pero lo colocó como referente en la lucha por los derechos civiles.
El de Muhammad Ali es un ejemplo, quizá el más relevante, de lo importante del deporte en la esfera pública, entendiendo esta como espacio en el que tienen cabida aspectos sociales de todo tipo, ya sean políticos, comerciales, religiosos… El deporte, entendido como fenómeno social de masas propio del siglo XX y no como actividad física, es una de las pocas actividades que, en un momento determinado, puede servir como herramienta para la lucha social o política de una sociedad. Y así ha sido entendido por toda clase de regímenes políticos, desde los más autoritarios (los nazis y los JJ. OO. de Berlín) hasta los más democráticos (Mandela y el Mundial de Rugby de 1995).
Jesse Owens o los protagonistas del Black Power (Tommie Smith y John Carlos) son ejemplos de cómo el deporte puede adquirir una enorme fuerza simbólica.
La política echa para atrás. Y en España, cada vez más. Por eso es entendible la insistencia en separar dos elementos que en muchas ocasiones son dos caras de la misma moneda. En España, por ejemplo, el deporte profesional ha sobrevivido, en gran parte, gracias al dinero público cedido por las administraciones. Y cuando digo dinero público no me refiero solo a subvenciones o patrocinios, no. Hablo de contratos con televisiones públicas, cesión casi a coste cero y en exclusiva de instalaciones, acuerdos para la recalificación de terrenos, etc. Eso también es deporte y política. Detrás de todas esas cesiones hay intereses políticos. Y el deporte se aprovecha de ello.
Pero existen ejemplos totalmente diferentes y que también nos muestran muy claramente que en el deporte, muchas veces, el deporte es lo de menos. Hablemos de Michael Jordan. Para muchos, el mejor jugador de baloncesto de todos los tiempos. Para otros muchos, el mejor deportista de la historia. Su caso no es como el de Ali; no hay aspectos políticos reseñables en su trayectoria. Pero reducir su impacto a lo puramente deportivo sería faltar a la verdad. De la construcción de Michael Jordan tiene casi tanta culpa Nike como su impresionante trayectoria en la NBA. Jordan fue el primer deportista moderno, un hombre marca. No se puede negar la dimensión política del deporte por la misma razón que no se puede separar de la esfera económica. Al fin y al cabo, el deporte no deja de ser un negocio.
¿Se debe mezclar política y deporte? Es imposible no hacerlo. Bueno, siendo más exactos: es imposible no mezclar a deportistas con política, por la simple razón de que son personas (o eso creo). Es más: resultan ridículas y artificiales las actitudes orientadas a evitarlo. En España existe una especie de acuerdo tácito para evitar temas políticos. Don’t ask, don’t tell. Ni los periodistas preguntan a los deportistas, especialmente a los futbolistas, de política, como si no fueran ciudadanos como tú o como yo, ni los deportistas se mojan. Un ejemplo en la prensa de estos días. El periodista Jaime Rodríguez, de El Mundo, cuestiona al piloto Pedro Martínez de la Rosa sobre la posible independencia de Cataluña. De la Rosa deja entrever que votaría en contra de un hipotético referendum, pero no lo afirma, y añade: “En este asunto, la opinión de los deportistas no interesa a nadie”. ¿Seguro? Por supuesto que interesa. Esta actitud forma parte de una doble aversión que existe en España: la de los deportistas a expresarse en términos políticos y la de la gente a escuchar esas opiniones. Censura y autocensura. Aquí no habla nadie, porque enseguida te encasillan. Un ejemplo claro es el de Oleguer.
El ex defensa del F. C. Barcelona escribió hace casi seis años una carta en la que apoyaba al etarra Iñaki de Juana Chaos. Días después fue preguntado por ella en una rueda de prensa en el Camp Nou, en la que constestó sin ningún tipo de problema. Lo sorprendente de la situación, me atrevería a decir, no era lo que pensaba Oleguer, sino que se atreveria a expresarlo, él, futbolista del Barça, millonario, al que no se le permitía tener conciencia social. Un ejemplo de lo delirante del asunto fue la reacción de Joan Laporta, presidente del Barça por entonces y experto en usar el deporte para fines políticos, pero solo para los suyos. Lamentó las declaraciones por haberse producido en el Camp Nou (¿dónde si no? Si le preguntan ahí tendrá que contestar ahí) y aclaró que el Barcelona respetaba el estado de derecho. Luego añadió que era una opinión personal de Oleguer. Todo muy claro, como se puede ver.
La grave situación por la que atraviesa España invita a que todos los ciudadanos, también los deportistas (que también lo son), participen de la vida política, que muestren su compromiso, si es que lo tienen. ¿Hay deportistas que apoyan el 15 M? ¿Los hay que defienden las políticas del PP? Seguro. Pero apenas pasan de mensajes genéricos como los que de vez en cuando pronuncian Pau Gasol o Rafa Nadal, preocupados por lo mal que está el país.
Pero entiendo que no pasen de ahí. El jugador de hockey hierba Àlex Fàbregas dijo que jugaba con la selección española porque no le quedaba otro remedio y casi lo crucifican. Qué país.
*Aclaración (7 de noviembre de 2012): El futbolista Oleguer Presas no defendía la actuación de Iñaki de Juana Chaos. Lo que hacía era, a partir de su caso, denunciar la hipocresía que según él imperaba en el estado de Derecho.
*Darío Ojeda es periodista.
Seguir a @DarioOjeda
– REMNICK, David. Rey del mundo. Muhammad Ali y el nacimiento de un héroe americano. Buenaventura, Ramón (trad.). Debolsillo, 2010. 338 p.
– Fotos: Flip Schulke (Taschen) – Mundo Deportivo
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