Demasiado corazón

por el 15 octubre, 2012 • 7:07

A Puyol, como a un lobo estepario, lo soltaron por el Camp Nou una noche de invierno del año 2000 para que se merendase a Figo. El portugués volvía a Barcelona vestido de blanco después de pasarse todo el verano jurando con vehemencia que jamás ficharía por el Real Madrid, que qué locura era esa. Carles, aún con el 24 a la espalda, fue el elegido para fijar al extremo y ningún jugador en la historia del fútbol ha vuelto a repetir un marcaje con ese fanatismo. El de la Pobla acabó haciéndole un favor a Luis, porque lo vigiló tan de cerca que a poco parecía un guardaespaldas contratado por Florentino para impedir que la turba se abalanzase sobre su flamante fichaje. Esa noche se licenció blaugrana. 

Dos años después, Figo visitó el estadio culé por segunda vez y el defensa catalán volvió a estar a la altura: entre cabezas de cochinillo y botellas de JB, como en una fiesta pagana, Puyol comenzó a hacer aspavientos a la grada para que parase aquella locura. La misma temporada, durante un partido de Champions a cara de perro contra el Lokomitv, se ganó definitivamente un hueco en el friso blaugrana: el delantero nigeriano Obiorah salvó la salida de Bonano y echó a correr feliz hacia la portería sur del Camp Nou, vacía e inmensa. Ya armaba la pierna cuando Puyol le salió al paso con la fe de un cruzado. El central, con el gesto desencajado y surcado de pelos, se anudó las manos a la espalda y saltó para parar el balón con el escudo mientras 100.000 niños se hacían del Barça. 

Sin embargo, cinco temporadas pasaron desde su debut sin que ganase trofeo alguno, algo intolerable para un profesional de su pelaje, que cumplió los 27 sin saber lo que se siente al levantar una copa. Consideró la oferta del Milán, donde le hubiesen recibido con honores de César, (“Il Capitano”, le dicen por allí), pero decidió aguantar y confiar en el proyecto de Laporta. Después de un invierno malo, Rijkaard dio con la tecla sacándose de la manga el fichaje de Edgar Davids y colocando al holandés en un once que se desplegó con armonía en torno al 4-3-3, siguiendo el orden natural de las cosas. Entonces el Barça empezó a encadenar victorias de forma desesperada. Tantas, que casi gana la Liga pese a que le tocó remontar desde la casilla 12. 

En medio de esa rutilante marcha, el Barcelona llegó a Mestalla. El Valencia, que a la postre ganaría el campeonato, le había sacado los colores varias veces durante los últimos años de la mano del “Piojo” López y compañía. El Barça ganó 0-1 con gol de Gerard a la salida de un córner. Fue un punto de inflexión. Cuando el árbitro pitó el final, a Puyol se le vio celebrar la victoria con rabia inaudita, sacudiéndose la mugre de cinco años de frustraciones como el que espanta un ejército de avispas. Había roto el maleficio y empezaba a saldar algunas cuentas. En cualquier momento abriría la puerta del saloon de una patada preguntando quién había decorado el porche con el cadáver de su amigo. 

La temporada siguiente, Luis Enrique y Cocu, los dos capitanes, se retiraron. Fue colocarse Puyol el brazalete y empezar a hacer sitio a las copas que llegaron a Barcelona, como si las hubiese encargado todas él. Y así ha pasado los últimos años. Una época en la que ha ganado todo lo que puede ganar un futbolista, pero que se ha visto ligeramente empañada por el rosario de lesiones que le han dejado el cuerpo rejoneado de arriba a abajo. 

La noche que se le salió el brazo en Lisboa alguien sugirió en twitter que tanta lesión obedece a que el central juega con el ímpetu intacto de los 20 años, pero que el físico ya no acompaña. Probablemente. Puyol se lo debe todo al ímpetu, sobre él ha construido su carrera. Es lo que le hace embestir con esa furia ciega y visceral, lo que provoca que se abra el pómulo cada tres meses, lo que le permite seguir en la élite a los 34. 

Fue con el ímpetu con lo que atropelló a medio equipo alemán y a Piqué durante las semifinales del pasado Mundial. Los tiró a todos como en un strike de la bolera y metió el que será, junto con el del 2-6 en el Bernabeú, el gol de su vida. En Sudáfrica fue la única vez que le desbordó la situación. Cuando marcó no supo muy bien qué hacer. Echó a trotar desorientado mientras le saltaban a la chepa compañeros hasta que lograron frenarle para que no saliese del estadio a lo Forrest Gump. 

Contrapunto al Barça de violinistas y sumilleres, Puyol cierra filas tocando el tambor y brindando con un cuerno vikingo. Cuando está en el campo, el aficionado culé siente una tranquilidad parecida a la de los niños que se van a dormir con la luz del pasillo encendida. Se vio más que nunca en aquel Barça remendado que llegó al Bernabéu en el primero de los cuatro Clásicos inefables de 2011. En cuanto supo que la Liga estaba asegurada, se bajó las medias y se tiró sobre el césped, de nuevo lisiado. La temporada pasada la dedicó, básicamente, a jugar contra el Madrid. Llegaba siempre a última hora, forzando la máquina. Secaba a la delantera merengue, y, cuando el partido estaba ya encarrilado, lo sacaban en camilla hasta el siguiente derbi, como a los especialistas de cine. Curiosamente, Puyol es el jugador más respetado y querido por la afición madridista, más incluso que Iniesta. En estos casos, el juicio del eterno rival es la piedra de toque perfecta para conocer la categoría humana del futbolista y el defensa catalán supera con creces esa prueba porque en esa pasión, en ese salvajismo tan de Saturno devorando a sus hijos, no hay lugar para violencia, ni para las malas artes, ni para la provocación. Más bien al contrario. 

Cuando se retire, si es que eso llega a ocurrir algún día, habría que llevarlo a los montes de Lleida y darle allí trato de semental mientras todos nos ponemos a cruzar los dedos con fervor, como hacen en el zoo de Barcelona para que les vuelva a salir un gorila blanco.

* Jorge Martínez es periodista.


– Fotos: Reuters




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