Lo prometido es deuda. Ahí va la casi desconocida, aunque mitificada y siempre deliciosa historia de Juan de Garchitorena, jugador de fútbol en el Barcelona de la segunda década del siglo XX, primo hermano de Paulino Alcántara sin que el parentesco trascendiera entonces, protagonista de un descomunal escándalo deportivo y afamado actor en el mejor Hollywood. Todo juntito y en la misma persona. Del Barça, donde fue Garchi, a Los Ángeles, donde se le conoció como Torena. Y por encima de cualquier otra consideración, prodigio de buena estrella, hombre predestinado con, suponemos, una pata de conejo en cada bolsillo que le acompañó durante toda su existencia, desde el nacimiento en Filipinas con una cucharilla de plata en la boca –por usar la frase estadounidense que define a los hijos de las mejores cunas– hasta su fallecimiento en Santa Bárbara, California, cuando sumaba ya 85 años de edad y le pudo el peso de su fascinante trayectoria vital. Iniciemos el recorrido por tan singular personaje, del que muchos han oído campanas poco ajustadas a la realidad. Nos limitaremos aquí a transcribir lo contrastado de su vida, lo investigado personalmente entre el mar de rumores y hagiografías que han acostumbrado a acompañar su rutilante existencia.
Nuestra singladura arranca en 1898, año nefasto para los intereses españoles a causa de la pérdida de las Filipinas y Cuba, penúltimas colonias del ya derruido imperio de otrora. En esos meses nace Juan de Garchitorena, hijo de un vasco llamado don José, esposado con una bella andaluza en la otra punta de mundo. Prácticamente desde que Elcano las descubriera, los vascos tomaron posesión del archipiélago para explotar sus recursos mineros, para establecer allí ganaderías y erigirse en oligarquía local. Los Garchitorena forman parte de la crème de la crème, ahora un tanto recelosa al comprobar que Estados Unidos acaba de convertir el nuevo país en protectorado tras la debacle de los habituales colonizadores. Don José cabía en la categoría de cacique terrateniente en la región del Bicol, cuyo mapa se repartían entre escasas sagas vascas. Baste con decir que la capital del territorio se llamaba Legazpi. Los Garchitorena contaban con participaciones en minas de oro y también de carbón, stock que compraban las siderurgias del norte de Inglaterra, Alemania y Vizcaya. También, latifundios dedicados al coco, arroz y maíz.
Como tantos otros potentados –recelosos ante lo que pueda depararles el futuro con las Filipinas plenamente independientes, en manos de gobiernos poco amistosos hacia sus privilegios–, consideran llegada la hora de volver a la tierra natal y establecerse en España para iniciar otros negocios, vivir de rentas o velar por los intereses coloniales desde una prudencial distancia, sin riesgos de ningún tipo. Los Garchitorena optan por Barcelona, siguiendo los pasos de sus primos hermanos, los Alcántara, que han llegado antes aún sin lucir ningún potencial económico, ya que el padre de Paulino apenas fue militar destacado en oriente. El chico de los Alcántara se ha convertido en un fenómeno local del fútbol, el primer gran héroe del balón en la floreciente Barcelona. Don José, el patriarca de los Garchitorena, pronto se involucra en el club, del que rápidamente llega a ser vicepresidente. Su hijo Juan también decide pegarle patadas al esférico y la verdad es que no se le da nada mal. Por razones que se nos escapan a los investigadores de esta peculiar saga –entre ellos, Ángel Iturriaga y David Valero, autores de la impagable biografía Paulino, publicada recientemente–, nadie en Barcelona sabe a la sazón que los dos chavales son familiares. Lo hemos descubierto hace poco tiempo, sin que ello entrañe mérito especial, bastaba con remover algunos papeles. Aún quedan, empero, enigmas por desvelar. Por ejemplo, los Garchitorena entran en España luciendo pasaporte argentino, lejano país con el que no guardan relación aparente.
Paulino es el goleador, el alma, el hombre que llena el campo de la calle Industria y Juan, a quien ya todo el mundo llama Garchi, debuta con los azulgranas como interior derecho. Enseguida, fácil de prever, le cuelgan el sambenito de niño pijo. Normal, los futbolistas de aquellos tiempos provenían del campo o del proletariado industrial en su inmensa mayoría y él queda situado en las antípodas de clase. Baste señalar, por ejemplo, que su padre acaba de abrir una de las primeras salas de arte de la ciudad, donde la burguesía puede invertir en la compra de obra de grandes pintores contemporáneos. La sala está enclavada en el más pudiente de los ensanches, el estupendo bulevar conocido como Paseo de Gracia, casi tocando a la llamada Diagonal, en el cruce que la plebe conoce entonces como El cinco de oros. Vamos a explicarlo rápido: Garchi no consigue el apoyo de la afición, decantada hacia figuras más próximas y mayoritariamente devota de un único santo, el primo Paulino. El equipo va como un tiro, hecho un furor por el campeonato de Catalunya, que gana invicto. Pero comienzan los problemas. Corre la especie, leyenda perpetuada prácticamente hasta nuestros días, de que Juan es un señorito que detesta ensuciarse el uniforme. La pone bien en los centros, aunque parece incapaz de arriesgar el físico. Arruga la pierna en cada lance y, lo peor de lo peor, el colmo, no es capaz de cabecear, casi se aparta cuando los balones vienen altos y toca rematarlos a barraca. Así, dicen sus detractores, se ha perdido algún gol mascado por la manía de no pegarle con el testuz, miedoso ante el peso del balón mojado o temeroso de rematar justo donde han cosido el pelotón y abrirse la frente, tal como sucede con frecuencia. De ahí que los más arrojados, los que no se arredran ante nada por pura afición, se coloquen un pañuelo en la frente a modo de protección.
Desde mayo de 1916, Garchi formaba parte del titular junto al portero Paco Brú, el gran Torralba, Reguera o el incombustible Sancho, albañil pluriempleado del populoso barrio de Sants que además dirigía, también por gusto, una coral infantil. Por supuesto, del fútbol, ni un duro, ni un simple real. Amateurs de los pies a la cabeza, íntegros. Cuando algunos ponían el cazo en las exhibiciones, se liaba la de San Quintín, como en el polémico caso Quirante, resuelto tiempo atrás con la expulsión de un puñado de aprovechados. Europa vive en plena Gran Guerra y algunos burgueses locales sacan ventaja de la teórica neutralidad española para establecer negocios con ambos bandos a través de otros países que no participan en la sangría, tipo Suiza –adalid de la no intromisión– o Argentina, novedad del momento en materia de rechazar la beligerancia. ¿Hemos dicho Argentina? Tal vez por ahí se explique lo del pasaporte, quién sabe. El caso es que muchos sacan partido de la lucha, igual venden balas de fusil o piezas de artillería que vendas de algodón fabricadas en el boyante sector textil. El enriquecimiento de ciertos sectores resulta palpable. Basta con ver cómo bullen los cabarets y music-halls del Paralelo.
Volvamos a lo nuestro: la tendencia catalanista del presidente Gaspar Rosés contribuye a exacerbar las disputas con el eterno adversario blanquiazul, ese Español que ha recibido un 3-0 en la calle Industria que aún le pica. Además, algunos amistosos, como el de la fiesta mayor de Sants u otro en Sant Feliu de Guíxols, e incluso partidos de beneficencia, caso del dedicado al Montepío de Periodistas Deportivos, han acabado en tángana, peleas a puñetazos entre enemistados practicantes y seguidores, irreconciliables cual perro y gato por razones de hegemonía futbolística y, también, de muchos otros cabos sueltos. Nada, que el Español denuncia por alineación indebida al argentino Garchitorena. Solo podían jugar nativos, fronteras cerradas a cal y canto. La Federación da la razón a los pericos y se lía la de Troya. La guinda del pastel para Garchi, hastiado ya de estar en el ojo del huracán y de leer lindezas de la prensa local como el siguiente pedazo de crónica cuando solo pretende pasar el rato con la pelota, practicar un poquito de sport: “El equipo del Barcelona tiene un gran lunar, y es los interiores, no hay que darle vueltas. Garchitorena, shootando, centra; Garchitorena, pasando, centra; en fin, es y será siempre un exterior; pero como a interior es malo: cuando está solo y recibe el balón, lo pasa sin pararlo, a media vuelta, demasiado fuerte y largo, imposible de coger, y en cambio, cuando está rodeado de contrarios, o está parado, sin saber qué hacerse del cuero, o intenta driblar o entra mal”. Jolín con los periodistas, tiran con bala. Y suerte aún que el equipo marchaba como la seda.
En Barcelona no se habla de otra cosa, el caso Garchitorena. Encima, Rosés se los lleva de excursión a Bilbao y el Athletic les mete nueve, marcador que enrarece aún más los ánimos. Naturalmente, Garchi es el chivo expiatorio de la situación, se le pasa al equipo reserva, donde apenas coincide con su hermano menor, José Garchitorena, que también le da al balón. Don José, el patriarca, jura y perjura que su prole entró en Barcelona con los papeles españoles en regla, pero nadie secunda sus argumentos. ¿Y qué pasa con Paulino, nacido en Ilo-Ilo? Con el primo no hay problema, vaya. Garchi queda poco menos que proscrito, juega algunos esporádicos partidos, aparece y desaparece del primer equipo y, por fin, un año después, los federativos le conceden dispensa, ya puede volver a batirse sobre la tierra sin problemas, aunque el empujón no sirve para revertir su evidente ocaso. La bula oficial va por él y alcanza también a otro personaje peculiar, Emilio Sagi, nuevo extremo del Barça e hijo del famoso tenor Sagi-Barba. Sagi –como apellido materno Liñán, aunque ya condenado a ser conocido con el doble apelativo del padre–, ha nacido en Buenos Aires por casualidad. Para complicar aún más el panorama, por el camino y a petición de la parte demandante, el catedrático Trias de Bes, encargado de arrojar luz sobre el asunto, dictamina que Juan es, propiamente, estadounidense y esa es su nacionalidad. Un follón de mil demonios.
En los tres años siguientes, apenas disputa un puñado de encuentros, con mención especial para la final de la Copa de España que el Barcelona pierde por 2-1 ante el Arenas de Guecho. Se harta y en 1921, siguiendo el consejo paterno, parte hacia Filipinas con el encargo de velar por los intereses familiares. Adiós al fútbol. Para siempre jamás, aunque él no lo sepa entonces. Se pasa año y medio bostezando en Manila, abonado al Casino Español, donde saca partido de su notable sex appeal y se le tiene por afamado playboy. Planifica un curioso retorno a Barcelona, casi a la Phileas Fogg en La vuelta al mundo en 80 días, pasando antes por California. Mientras realiza escala en San Francisco, conoce al pintor Moya del Pino y al escultor Moré de la Torre, que organizan una exposición de sus piezas, inspiradas en cuadros originales de Velázquez. No pueden fallar, lo venderán todo entre los ricachones locales porque el mismísimo duque de Alba se ha comprometido en echarles una mano. Necesitan, eso sí, un intérprete y Juan se presta gustoso. Tras una recepción en el consulado español de Los Ángeles, Moya del Pino sube la apuesta y pide una carta de recomendación al duque para que le abra las puertas de Hollywood. Dicho y hecho. Entrarán a lo grande, a través de la pareja del momento, formada por el actor Douglas Fairbanks y Mary Pickford, la llamada novia de América gracias a su porte angelical de máxima estrella del cine mudo. Sus fiestas son famosas en toda la superpotencia y ellos son grandes negociantes de enorme influencia, no en vano, al cabo de cierto tiempo, montarán la productora United Artists en compañía de Charles Chaplin.
Party en casa de los señores Fairbanks, Garchi entre los invitados. En aquellos tiempos, los productores y lo más granado del séptimo arte podían reclutar nuevas estrellas del celuloide allá donde mejor les pareciera, basándose en su pura intuición. Acuñaron aquella frase en inglés, “you ought to be in pictures” (tendrías que hacer películas), que incluso se convierte en canción de moda. Es justo lo que Fairbanks y Pickford le dicen a Garchitorena con solo verle. No ha actuado en su vida, pero la pareja de éxito no ve obstáculo en ello. Da igual, serán sus padrinos. Es más, ya imaginan el lugar ideal, perfecto para sus características: cuando Hollywood rueda sus grandes éxitos, aprovecha los decorados para lanzar copias destinadas al mercado latinoamericano, realizadas con actores de rasgos nada sajones, que quedan así como más próximos y creíbles entre las audiencias sudamericanas. Al llegar el sonoro, incluso traducirán los guiones al castellano sin ningún problema y unos cuantos españoles, empezando por Edgar Neville, encontrarán allí su Eldorado particular, disfrutarán de una vida de fábula, casi de ficción gracias a los filmes doblados. A la mañana siguiente, Juan de Garchitorena pasa su prueba de cámara, que supera con creces. Le rebautizan como Juan Torena porque su apellido original, francamente, resulta impronunciable en inglés. Torena suena un tanto exótico, incluso. Se convierte, por supuesto, en asiduo a las constantes fiestas en la mansión de los Fairbanks. Cualquier mortal vendería su alma al diablo por mezclar sus huesos con la sensacional relación de asistentes. Pongámonos verdes de envidia: desde Scott Fitzgerald a Einstein, de Chaplin a Noel Coward, de la dulce y temeraria Amelia Eckhart al mismísimo Lord Mountbatten. ¡Ah! Y también la gran estrella Mirna Loy y el novelista Dashiell Hammett, haciendo pinitos de guionista con su exitazo The Thin Man, ese hombre delgado, clásico de la incipiente novela policíaca, que se convertirá en serie de películas de éxito gracias al carismático actor Dick Powell. En las salas españolas se estrenarían estos largometrajes, revisitados una y mil veces bajo el franquismo, con el genérico nombre de Ella, él y Asta, nombre del fox terrier que acompañaba a la pareja de glamurosos detectives en la resolución de sus casos.
Torena se establece en Hollywood, por supuesto, y la revista Variety le sigue los pasos como rampante latin lover. Romance publicado con Helen Costello y los mentideros también le adjudican amoríos con su íntima amiga Mirna Loy. Esta es buena: sin confirmar que el romance sea cierto, Pepe Samitier se entera del rumor gracias a sus múltiples contactos en el mundo de la farándula y se encarga de divulgar la especie en una Barcelona que ha perdido absolutamente la pista del personaje, del exfutbolista. Las comadres y los correveidile de la Ciudad Condal se quedan con la boca abierta ante la sensacional noticia. Vaya, uno de los suyos, codeándose íntimamente con una señora estrella del séptimo arte, lo nunca visto en aquellos tiempos. Sami era un empedernido lenguaraz, el astro dicharachero que convierte en cierto cuanto suelta por esa boca viperina. El affaire, cierto o no, aparece aún hoy en cualquier nota biográfica dedicada al nene Garchi, tal como le apodaban en Manila. Y le seguirá acompañando en el próximo milenio, seguro.
El actor Torena completa 40 películas, que se dice pronto, entre ellas, Del mismo barrio, Sucedió en La Habana, Sombras habaneras o El hombre malo como las más celebradas. De paso, su proverbial don de gentes le procura una relación de amistades que es, sin duda, la selección resto del mundo al completo. Ahí va, volvamos a la más pura y rabiosa envidia, la lista de colegas con los que se tomaba buen whisky, su bebida favorita aunque no despreciara un dry-martini bien preparado cuando no consideraba llegada aún la hora de atacar el hígado propio sin remilgos. Cuidado con la alineación: Victor McLaglen, George O’Brian, Wallace Berry, John Carradine, Don Ameche, Jackie Gleason, Tyrone Power, Tom Ewell, Ricardo Montalbán… Entre el género femenino, excepcionales damas de la pantalla tipo Barbara Stanwyck, Loretta Young, Maureen O’Hara o Shelley Winters también constaban como buenas amigas. Y la traca final, para no alargar más la recreación de tan formidable personaje. Llega a uno de sus últimos rodajes, Una guerrilla americana en las Filipinas, precisamente y por casualidad, acompañado de su amigo de farras, Tyrone Power, al que confiesa cierto cansancio por la actuación. Ahora, ha cambiado de prioridad, se ha enamorado de una rubia platino, famosa del género aún antes de Jean Harlow, que atiende por Natalie Moorhead. Myrna Loy ha hecho las veces de celestina, por lo visto, y Natalie, recién separada de su segundo marido, es una mujer de armas tomar de similar procedencia a la suya. Su familia poseía algunas fábricas dedicadas a la siderurgia en Pittsburgh y a la nena le dio por la actuación. Vamos, que le brotan dólares por todos los poros del cuerpo, permítasenos tamaña vulgaridad.
Total, que la pareja se dedica a vivir de rentas y pasa buena parte del año viajando por el mundo, ya que no tienen descendencia que les obligue a nada. Cuando les da por descansar, han comprado una bonita mansión en Montecito, lujoso suburbio de la californiana Santa Bárbara. ¿Barcelona? De vez en cuando aparecen por aquí sin armar demasiado ruido ni confraternizar en demasía con los vernáculos, que solo se enteran de su estancia por la habitual entrevista que les realiza Manolo del Arco, fenómeno del género que publica en La Vanguardia. En esos interviús, consultables en la hemeroteca del rotativo, deja rotundamente claro que no se arrima por Les Corts ni loco y que el fútbol, francamente, le importa un comino. El Barça fue una frivolidad de juventud. A él que le cuentan, si siempre anduvo tocado por la varita de los predestinados, salvo cuando descendió a terreno mortal vestido de corto y con una zamarra a rayas azulgrana. Vaya con Juan Torena, ave fénix resurgida del célebre caso Garchitorena. Vaya con el primo de Paulino. Menuda biografía.
* Frederic Porta es periodista y escritor.
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