Corría el año 1977. Mientras España vivía su año sin verano, al otro lado del charco, concretamente en Brasil, el frío invierno veía aparecer un foco de calor en la localidad de Sao Bernardo do Campo, perteneciente al Estado de Sao Paulo. El 27 de agosto nacía Anderson Luis de Souza, un joven cuyos rasgos no dieron pie a la indiferencia: físico endeble, sangre brasileña, tez blanquecina y rostro oriental. Un chico que englobaba culturas y, posteriormente, exportaría por todo el mundo.
Aquel peculiar mestizaje cultural tenía un talento innato, el fútbol, el cual comenzó a cultivar en las pistas de fútbol sala de su ciudad natal. Su exquisita y depurada técnica no pasó desapercibida y con 15 años se enroló en las categorías inferiores del Bonfim, dejando atrás las pistas para campear en la exigente tierra. Una vez alcanzada la mayoría de edad, cumplió su sueño de debutar en la primera división brasileña. No era el más técnico, ni el más rápido, ni el más goleador, pero sí el más inteligente.
«Cada trecho recorrido enriquece al peregrino y lo acerca un poco más a hacer realidad sus sueños”. (Paulo Coelho).
Por ello, tras su paso por Nacional de Sao Paulo y Corinthians, Europa llamó a su puerta. El histórico Benfica se hizo con sus servicios, aunque por desgracia no es oro todo lo que reluce. Su debut con los lisboetas nunca llegaría. Tuvo que aprender a convivir con las cesiones a equipos de menor nivel, concretamente el Alverca y el Salgueiros, donde experimentó las evidentes disparidades entre el fútbol brasileño y el del viejo continente. Comprendió la diferencia entre participar e interpretar el juego. Había madurado y, por ello, el Porto fijó su mirada en el brasileño.
“Puede que todo siga igual. También puede que no sea así y encuentres el mercurio de mi voz empapando tu contestador». (Ismael Serrano).
Su progreso era una realidad y su vida estaba cerca de sufrir cambios trascendentales. Pronto su nombre haría eco entre los grandes de Europa. Pero los dragones se encontraban en el final de una etapa agridulce. Deco sería la figura alrededor de la cual se iniciaría, paulatinamente, la reconstrucción. Sus dos primeras temporadas bajo las órdenes de Fernando Castro simbolizaron la transición del conjunto portugués. Mientras veía cómo el Sporting de Portugal y el Boavista se alzaban con la corona, el Porto crecía en la sombra, ansioso de recuperar su trono. La llegada de Mourinho fue la clave, quizá el empujón que necesitaba tanto el equipo como el propio jugador.
El nivel competitivo de la plantilla creció exponencialmente y también el de Deco. La conjunción entre solidez colectiva y ritmo vertiginoso dotó al brasileño del protagonismo que tanto había demandado en el campo. Mientras el Porto batía récords y coleccionaba títulos nacionales y continentales, el nombre de Deco sonaba con mayor rotundidad. Sus tres títulos de liga, tres Taças de Portugal, la Copa UEFA y sobre todo la Liga de Campeones le situaron junto a los mejores de Europa. Las actuaciones ante Lazio, Celtic, Manchester United o Deportivo quedaron grabadas en la retina del aficionado. Debiera ser la hora de comenzar una nueva aventura y así hizo tras recalar en Barcelona. No obstante, antes tomaría una decisión que seguramente cambió su vida.
“Dejar ir, soltar, desprenderse. En la vida nadie juega con las cartas marcadas, y hay que aprender a perder y a ganar. Hay que dejar ir, hay que dar vuelta a la hoja, hay que vivir sólo lo que tenemos en el presente…”. (Paulo Coelho).
A pesar de adquirir el nivel mediático de los referentes y haber conquistado todo a nivel individual y colectivo, su país natal se resistía a la hora de reclutarle y defender los colores verde amarelo. Casualidades o causalidades del destino, otro inmigrante, Luiz Felipe Scolari (por entonces seleccionador portugués), decidió convocar a Deco con Portugal en el 2003 y decantar, definitivamente, la balanza a favor del país de acogida.
En el cercano horizonte, la Eurocopa 2004 de Portugal, evento y lugar idóneo para demostrar su compromiso con la patria adoptiva. Junto a Luis Figo, estrella mundi-local, y Cristiano Ronaldo, estrella emergente, lideró a la selección hacia la final. La dolorosa derrota sufrida, de nuevo, ante la previsible aunque sorprendente Grecia de Otto Rehhagel, no enturbió la gratitud de la grada local hacia el novo português. Designado como mejor jugador de la final y del torneo, definitivamente Brasil había dejado escapar a un jugador en peligro de extinción. Con él, Portugal sería semifinalista del Mundial 2006 y cuartofinalista en la Eurocopa 2008 y el Mundial 2010. El centro del campo portugués se convirtió en su zona de mando, con y sin balón. Indudable la aportación de un ilusionista que aunaba visión ofensiva, defensiva, técnica y táctica. La referencia.
“Todo ser humano tiene derecho a buscar la alegría, y se entiende por alegría algo que lo deja contento, no necesariamente aquello que deja contentos a los otros”. (Paulo Coelho).
Su llegada a Barcelona como referente del segundo proyecto Laporta-Rijkaard-Ronaldinho vino de la mano de Sandro Rosell, experto y privilegiado en cuestiones del continente sudamericano. El prototipo de jugador que necesitaba un club como el azulgrana para consolidar su proyecto: talento brasileño y alma europea. Seducido por el legado de ídolos como Romario, Ronaldo o Rivaldo, durante sus años en Barcelona se pudo ver su mejor versión y también la menos buena. Su capacidad de abarcar el mediocampo, su lectura de cada partido, su adquirido sacrificio defensivo y el don en la fantasía ofensiva fueron cruciales para la consecución de la gran obra de Frank Rijkaard: dos ligas, dos Supercopas de España y una Liga de Campeones (segunda en su haber) acumuló en su vitrina personal. Además, Balón de Plata 2004 y el premio al mejor centrocampista de la Champions 2005/06. Deco era una referencia en el fútbol mundial. Su figura era una contrariedad en sí misma: exquisitez sin alardes, sobrio preciosista, líder en la sombra.
Anecdóticamente, siempre serán recordados sus ochos goles en su primer año en Can Barça, siete de los cuales firmó tras contactar el balón en un jugador rival. Quizá la fortuna le sonreía, pero también Deco lo hacía. Se sentía en su mejor momento, la grada le ovacionaba en cada partido y su sonrisa quedaba patente en cada movimiento; se encontraba cómodo en Barcelona. Sin embargo, no siempre las más bellas historias de amor tienen final feliz y, tras dos años inciertos en los que su sacrificio fue puesto en duda, amén del rendimiento colectivo y alguna polémica destapada, Deco ponía punto seguido a su carrera deportiva. Su próximo destino sería el Chelsea, equipo que ya manifestó su interés tras la llegada de Mourinho en el 2004, antes de recalar en Barcelona. Su luz, intermitente, esperaba volver a brillar en Londres, aunque la bombilla sabía de su fecha de caducidad. Desidia o desazón, Rijkaard no supo gestionar tanto corazón. Tras ello, Xavi e Iniesta comenzarían su reinado.
“Acuérdate de mí cuando me olvides, que allí donde no estés iré a buscarte, siguiendo el rastro que en el cielo escriben las nubes que van a ninguna parte”. (Joaquín Sabina).
Aunque fue la crónica de un adiós anunciado, la llegada de Pep Guardiola al Barcelona supuso un adiós precipitado de Deco. Emperrado en demostrar que aún podía hacer poesía a través de sus botas, en el Chelsea no pudo ofrecer su mejor versión. Reclutado por el hombre que le convocó para Portugal, Scolari, integró una plantilla repleta de jugadores de talla mundial junto a Lampard, Ballack, Drogba o Terry, si bien su adaptación al frío londinense no fue del todo fructífera, aunque los títulos certificaran lo contrario. No volvió al nivel diferencial y se notó. A medida que su resistencia menguaba, más posible era su regreso a casa, Brasil. Su Premier League, la Community Shield y sus dos FA Cup pusieron el broche final a su aventura por el viejo continente. Finamente, fue una realidad. La sobriedad de Deco dejaba paso, de nuevo, al preciosismo. Quería volver a disfrutar del fútbol. Europa se despedía del ’20’, siempre posado a su espalda.
“Donde fieles me aguardan los abrazos de costumbre, que el hombre no disfruta de libertad si no es preso en los lazos de amor, compañero de la ruta”. (Miguel de Unamuno).
En 2010, tras dos años en Inglaterra, Fluminense fue su destino. Deco añoraba el olor a Brasil, la pasión enfermiza y efervescente de sus compatriotas por el fútbol. Por ello, en la recta final de su carrera decidió volver a casa. Por suerte, su sed de títulos siguió intacta y se proclamó campeón de liga (cuarto país diferente). Recientemente, volvió a conquistar el Brasileirao del 2012 tras una gran disputa con el Atlético Mineiro de Ronaldinho, viejo socio y gran amigo. Brasil, dónde si no, volvería a juntarles de nuevo. El fútbol y las leyendas, como Anderson Luis de Souza, deben escribirse en un mismo verso, aunque no ha faltado un último episodio negro, con su positivo en un control antidoping, para cerrar un círculo repleto de luces y sombras.
* Esteban Carrasco.
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– Fotos: EFE – AFP – Reuters – Lancepress
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