Año tras año, temporada tras temporada, el modelo del último ganador nos atrapa, nos hace caer en la más absoluta superficialidad y, lo que es peor, oculta y no permite desarrollar la característica fundamental de todo ¿entrenador?
Nos referimos a la capacidad observacional e interpretativa que todo entrenador (descubridor, potenciador, facilitador), debe activar y atender en todo momento de la temporada.
Desde hace mucho tiempo caemos en el más absurdo de los debates futbolísticos, más propio de tertulias y foros que nos alejan de lo realmente trascendental, el futbolista y las relaciones funcionales que se producen entre los miembros de nuestro equipo, rivales y un sinfín de condicionantes más con los que debemos interactuar, una vez que la pelota echa a rodar; ese conjunto de individuos a los que exigimos en muchos casos, expresar sus capacidades en contextos para nada facilitadores. Claro ejemplo lo encontramos cada fin de semana donde un número significativo de equipos de diferentes categorías, juegan a intentar reproducir aquellos principios, objetivos secuenciales, intenciones, medios técnico-tácticos individuales y grupales que han permitido la obtención de gloria a la institución y club de fútbol más nombrado en los últimos tiempos: el F.C. Barcelona.
Precisamente, por nuestra necesidad de ser y mostrarnos como la referencia del momento y nuestra incapacidad de descubrir y potenciar aquellas relaciones preferentes y naturales que emergen de la capacidad interactiva de nuestros jugadores, contemplamos auténticos despropósitos organizativos.
Nuestro ojo, poco entrenado, únicamente es capaz de reconocer centrales predispuestos en anchura (no tenemos ni entendemos ese concepto de distancia de relación), que si el rival juega con 2 delanteros y pretenden robar balón, sabemos que hay que incrustar a un mediocentro para salir en superioridad 3×2, que nuestros laterales han de vivir en la frontera de las dos mitades del espacio, que nuestros extremos vivan y generen desde el medio de nuestra organización, que sentemos a un delantero porque ahora resulta que se juega sin él… Es decir, nos quedamos con la fotografía inicial, obviando objetivos y conductas encadenadas que a la postre configurarán el llamado juego de posición, un modelo que no entiende de fragmentaciones ni disociaciones e increíblemente rico conceptualmente.
Todo esto, visto, que no interpretado y por supuesto mal entrenado, lo llevamos a cabo cada siete días justificando la elección de dicho juego en la simpleza futbolística más absoluta: si tenemos el balón, el rival no lo tiene, sin llegar a tomar conciencia del peligro que puede resultar de nuestra posesión.
Cuestionarse por tanto el qué hacemos con lo que nos ordena, si nos pasamos la pelota o desarticulamos y desordenamos al rival, logrando alcanzar largas secuencias de pase en campo contrario que nos permitan juntarnos en esos espacios con el fin de desestabilizar y presentar candidatura al gol y, a su vez, condicionando la probable recuperación del rival, o, por el contrario, la alineación de alguno de nuestros hombres no lo permite y, sobre todo, impide ya no sólo tales objetivos sino que, fruto del plagio, no contemplamos otro tipo de organización que podría estar más y mejor relacionada con las características de nuestro equipo.
Démosle total prioridad a conocer a nuestros futbolistas, lo que nace de ellos y entre ellos, a conectarlos con sus verdaderas capacidades; en definitiva, a competir de manera eficaz y eficiente el máximo tiempo posible de cada partido de manera colectiva, adaptativa y creativa.
Ahora reflexionemos: ¿sabemos lo que vemos? ¿O vemos lo que sabemos?
Parafraseando a un paisano mío: “Hay que ser muy bueno para ser otro”.
* Rubén de la Barrera es entrenador.
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