Si algo único tiene el tenis es que tanto la derrota como la victoria carecen de vigencia. El dolor de un desastre en un domingo se apaga con la oportunidad de un nuevo triunfo el miércoles, o al revés, el éxito tras proclamarte campeón puede ir seguido, días después, de una dura eliminación en primera ronda. Muchas posibilidades a lo largo del calendario donde se van tejiendo diferentes adversidades y narrativas entre sus protagonistas. En 2015, con tan solo dos meses transcurridos de competición, el vestuario ATP ya arrastraba algunas cuentas pendientes. Muchas de ellas se produjeron en Indian Wells –la mayoría sin éxito– durante las rondas finales, pero hubo una que destacó por encima del resto, la de un Novak Djokovic que reafirmó por enésima vez su condición de mejor jugador del mundo. Y eso, le pese a quien le pese, es indiscutible.
La primera en esta lista de revanchas frustradas reunió sobre el ardiente sol de California a Novak Djokovic y Andy Murray. Su último enfrentamiento había sido en la final del Open de Australia, con victoria del serbio, que sumó su quinta victoria consecutiva sobre el británico. Algunos románticos se aferraban al orgullo del escocés como principal arma del encuentro, ilusión que se vio desvanecida tras una nueva lección de Nole sobre el cemento (6-2, 6-3). Horas después, tampoco pudo desquitarse Milos Raonic de una de sus bestias negras. Enfrente, Roger Federer, número dos del mundo y con balance favorable de 7-1 frente al canadiense. La primera final de la temporada en Brisbane todavía escocía en las entrañas del oriundo de Podgorica, que aterrizaba de manera radiante en semifinales tras batir por primer vez en su carrera a Rafa Nadal. Pero nada, más de lo mismo. El helvético mantuvo su línea ascendente en Valle Coachella para sumar un nuevo triunfo ante el alumno de Ivan Ljubicic (7-5, 6-4). Ya solo quedaba una carta por jugar, eso sí, con doble cara. Ganara quien ganara sería bajo el sabor de la venganza.
Dubái, 28 de febrero, final del ATP 500 más lujoso del curso. El ranking y el buen tenis obligó a cruzarse a Djokovic y Federer en el último envite. El triunfo fue para el segundo, quien rompía una racha de tres finales cedidas ante el serbio (cuatro si contamos la de la Copa de Maestros por abandono). Retrocedemos un poco más. Indian Wells, 2014, final del primer Masters 1000 del año. Los mismos protagonistas que en la jornada de ayer. Esta vez ganó el balcánico, amarrando su tercera corona en Palm Spring. Ahora tiene cuatro, las mismas que el tenista de Basilea. Dos hombres que se están repartiendo los mayores botines del casino, dos genios que proponen, cada fin de semana, el mejor espectáculo posible para el espectador. Dos deportistas, actualmente por encima del resto, que desbordan con su magia en cada punto del planeta.
Hubo venganza, sí. Pero sobre todo hubo tenis. Ni siquiera los errores quisieron perderse la mejor cita en lo que va de temporada. Tras un primer set impecable donde no había manera de sobrepasarle, Djokovic vio cómo una ventaja de 4-2 se esfumaba para terminar enredado en el tie break. Ocurrió allí, entre los nervios y la presión del momento: tres dobles faltas (dos consecutivas) le dieron a Federer la esperanza suficiente para forzar la tercera manga. El suizo, que no había ganado un desempate en todo el curso (0-3), volvió a servirse de su carácter indomable, multiplicando las dudas en la cabeza de su oponente, aunque quien lo acabó pagando fue la cabeza de su raqueta. Demasiado esfuerzo, excesivo castigo. Federer parecía un correcaminos tras la bola mientras el de Belgrado repartía de una esquina a otra sin pestañear. Y eso, cuando tienes seis años más que tu oponente, se paga. Había que pasar el plan B, aunque ello costase el partido. No más de cuatro intercambios. Si sale bien, eres campeón; si sale mal, recojes tus cosas y a casa. «Ambos hemos jugado un gran torneo donde él fue un poco mejor al final», declaró el helvético tras perder su primera final de la temporada (2-1). «He ganado de una forma que me hace sentir que soy el mejor», afirmó el campeón, exultante tras alzar su 21º Masters 1000.
Cincuenta es un número para pararse a reflexionar. Son los títulos que suma Djokovic desde que es profesional, uno más de los que logró su entrenador –«Boris me debe una cena en Miami»–. Es el duodécimo tenista con más cetros de la historia. Su cuarta corona en Indian Wells lo pone a la misma altura que Federer y a solo dos Masters 1000 de distancia (a seis de los 27 Nadal). Sus números en cemento siguen engordando (ya es el quinto con más triunfos sobre pista dura), pero el serbio no se pone límites. Con los años ha ido prolongando su dictadura hasta el punto de rozar el favoritismo en cualquier punto del circuito, ya sea en Wimbledon (campeón en 2014) o incluso en Roland Garros, coto privado de Rafa, donde muchos lo sitúan por delante del español en las apuestas.
Ahora mismo parece imposible encontrar a alguien que pueda derrocar a Djokovic, sean cuales sean las condiciones. «Siento que estoy en el pico más alto de mi carrera». El primer Grand Slam y el primer Masters 1000 de 2015 avalan sus palabras. Ambos descansan en la misma vitrina. Esta es la única forma de defender ilustremente su jerarquía en la azotea de la clasificación, un lugar que ocupa desde el pasado verano y que mantendrá por mucho tiempo si no ocurre nada extraño. Es la dictadura del número uno, no importa la superficie o la climatología, no importa el torneo el rival. Ganar es la única religión que entiende, aunque muchos no creyeran en él hace un lustro, aunque a muchos les irrite por su carácter, pese a haber coincidido en la peor época posible, una selva dominada por Rafa Nadal (con quien tiene un balance de 19-23) y Roger Federer (18-20). El de Belgrado no parará hasta dejarlos a todos atrás y resolver sus cuentas pendientes, ese es el legado que quiere dejar. Ese es el espíritu de un número uno.
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