Llegó en medio de una tormenta y al menos aplacó la tempestad en un club donde la calma es noticia. Tanto el equipo como él terminaron produciendo una win-win situation que duró justo el tiempo donde podía rodearse de armonía, al margen de que en el futbol postmoderno los amores incondicionales son cuestiones exclusivas del Manchester United y Alex Ferguson.
Asumiendo que la confianza en sí mismo no la va a perder jamás, Rafa Benítez necesitaba recuperar crédito ante el mundo y aspirar a encontrar trabajo en uno de clubes importantes del continente. Frío y calculador, a Roman Abramovich (y mucho menos a los hinchas) no le interesaba un proyecto ni a medio plazo con el español –apenas corregir el desastre que él mismo provocó con su poca paciencia–, pero ambos acabaron alimentándose de las sobras del otro.
Si intentamos realizar un balance futbolístico del madrileño en su paso por Stamford Bridge nos tendríamos que enfocar más bien en un análisis partido a partido y no en una gerencia holística del plantel, para utilizar una palabra de moda por estos tiempos en el Reino Unido.
La evolución del conjunto fue clara y palpable desde el momento en que reemplazó a Di Matteo, y así lo reafirman los objetivos conseguidos al concluir la temporada: clasificación directa a la Champions en la temporada más dura de los últimos años y título europeo que sabe a poco para la entidad pero mucho para Benítez, teniendo en cuenta que el Chelsea ya había sido condenado a la Europa League en el momento de su llegada.
La elección puntual del once más conveniente en una hostil campaña que mezcló 69 partidos, Mundial de Clubes y la desgastante obligación de jugar los jueves en Europa nos entregaron un conjunto sostenido con pinzas, con claras deficiencias en sectores clave de la cancha, pero que fue siendo cada vez más competitivo.
Rafa Benítez sabía que no iba a permanecer más allá del verano y no priorizó encontrar una alineación estable que estimulara la tan necesaria convivencia futbolística. Por el contrario, existieron muchas rotaciones para favorecer la forma física de los jugadores pero que entorpecieron la formación de un estilo.
El partido contra el Arsenal el 20 de enero fue un fiel ejemplo del rostro visible del Chelsea de Benítez y el que aparece cuando descorremos la cortina. Un primer tiempo fantástico, dos goles, un soberbio golpe de autoridad y una segunda mitad justamente a la inversa, como si apenas hubiéramos cambiado las camisetas y la ubicación de los conjuntos en el césped.
Propiciado en gran medida por los atributos de sus futbolistas, el Chelsea acabó siendo un equipo vertical, rápido, pero torpe a la hora de mantener la posesión cuando ésta es más importante que la verticalidad. El juego inglés es así, pero es parte de sus carencias. Contra el Aston Villa jugaron sin miramientos y metieron ocho, pero esa no es la vía cuando tienes fragilidades defensivas manifiestas y eso en gran medida es trabajo del técnico. Igual Benítez nunca ha sido pródigo en posesión de calidad.
Física y futbolísticamente el Chelsea no posee otro jugador con las características de John Obi Mikel. Para colmo, con Oriol Romeu lesionado y Essien cedido en el Madrid las opciones se reducían básicamente al nigeriano. Sin embargo, por alguna razón desconocida, Rafa Benítez decidió prescindir de él y probar a David Luiz como mediocampista de contención, un invento sin pies ni cabeza cuyo resultado era fácil de predecir.
El brasileño no es una variante posicionalmente sólida como Mikel, ni defiende ni propone una salida organizada y coherente. Después de unos pocos partidos la realidad dijo a gritos su verdad y no lo volvió a utilizar como tal, pero en los últimos partidos de la temporada, incluida la final de la Europa League y con Mikel en la banca, repitió su desatinado experimento. Fue justamente ese choque el patrón de cómo el mediocampo del Chelsea fue una autopista incontenible con David Luiz como su hombre más retrasado.
De similar modo, la presencia de un puntal como Mikel permite a Lampard y Ramires asumir roles mucho más ofensivos –un arma muy fuerte del plantel– y que el conjunto quede bien posicionado para conformar la transición defensiva. Si se prescinde de un stopper nato todo el trabajo de equilibrar el medio sector recae en una dupla que no posee todos los atributos para hacerlo y les impide desplegar toda su capacidad ofensiva.
Cuando esto sucedía, Ramires, por una cuestión puramente de jerarquía, era quien más retrasado se quedaba, aún cuando el aporte de Lampard en la creación no es el mismo de antes ni se compara al del exjugador del Benfica, al margen de que acabó siendo el máximo goleador del conjunto en liga con 15 tantos, más del doble de los siete de Fernando Torres, otro punto crítico del conjunto.
Benítez, todo un dedicado a construir un mediocampo preciso e infranqueable, no se enfrascó en ello, bien por no tener a todos los jugadores ideales según sus preceptos o bien porque no estaba interesado en hacerlo.
Frente rivales duros sufrió y mucho: contra el Manchester City en la Premier y en la semifinal de FA Cup y la ya socorrida final de la Europa League.
Cuando Roman Abramovich dejó a Roberto Di Matteo como interino tras despedir a Villas-Boas, el Chelsea ganó la Champions y la FA Cup con el italiano en el banquillo. Luego prolongó su estancia en el cargo y acabó mostrándole la salida a cuatro meses del inicio de la campaña. Entonces trajo a Rafa Benítez en el mismo estatus y acaba ganando la Europa League y colando el equipo en Champions.
Con Avram Grant sucedió algo similar. No pudo realizar su sueño europeo con Mourinho, pero el israelí lo llevó a Moscú y solo el fango que hizo resbalar a Terry le arrebató el juguete que ya sentía entre sus manos. En el verano trajo a Ancelotti y veinticuatro meses más tarde lo echó.
Una vez fuera de la Europa League y viendo cada vez más lejos la posibilidad de anclar entre los cuatro primeros, Villas-Boas espetó que el Chelsea era un equipo sin estilo. Un poco por despecho, un poco por envidia, pero con toda la razón del mundo.
Una muestra más de que ni todo el dinero del mundo puede impedir las consecuencias cuando el tsunami se produce en los despachos.
* Alejandro Pérez.
– Foto: Reuters
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