Cuando una decisión lo cambia todo

por el 21 febrero, 2013 • 12:48

Era mayo del 2011. Días de hostilidad, como se recordará. Guardiola presentaba a su equipo en el Bernabéu habiendo proclamado al puto amo tras perder la final de la Copa del Rey. No eran días de clásicos bonitos. El Madrid competía a partir de planteamientos basados en una inferioridad asumida de antemano, constatada en las múltiples matizaciones que presentaba cada vez que se enfrentaba a su máximo rival. Por su parte, el Barça que se presentó aquel día tampoco era el gran Barça de Guardiola. Era el gran campeón que había dejado de sentirse invencible, el que había caído tras haberse sentido infinitamente superior. Por ello, el contexto anímico no era en absoluto favorable, y seguramente aquello llevó a Pep a romper su política habitual, tanto fuera del campo como dentro de él.
 
Aquel día no se presentaron ni el asfixiante Madrid de Mourinho ni el avasallador Barça de Guardiola, sino unas versiones muy lejanas. El Madrid encerrado en su campo mientras el Barça utilizaba la posesión poco más que como mero pasatiempo, sin buscar generar superioridades ni superar líneas, limitándose al desconocido si no vienes a buscarme tú, no voy a ir a buscarte yo. A Mourinho el 0-0 en casa le parecía un buen resultado, y tampoco Pep tenía problema alguno en jugarse la final en el Camp Nou. En esta tesitura, nada hacía presagiar que la eliminatoria fuera a decantarse en la ida, salvo que ocurriera alguna acción que rompiera el partido. Y vaya si la hubo. Aquella expulsión de Pepe lo cambió todo. Me atrevería a decir que prácticamente en absoluto por la inferioridad numérica en que quedó el Madrid, pues su plan podía haber funcionado igualmente con 10 hombres, como el propio técnico portugués había demostrado un año atrás en el Camp Nou. Sin embargo, en una de las peores actuaciones de campo que ha protagonizado en su carrera, Mourinho perdió el control. El personaje superó al entrenador. Su equipo encerrado, juntito, que esperaba paciente a la vuelta para jugarse el pase, se convirtió en una jauría de individuos que vagaban sin sentido por el campo dejando kilómetros de separación entre sus líneas. Y, claro, si haces eso teniendo a Messi enfrente pasa lo que pasa.
 
Anoche, en San Siro, pese a que las causas fueran completamente distintas, saltó el mismo Barça: el de si no vienes a buscarme tú, no voy a ir a buscarte yo. Ese equipo desnaturalizado, mucho más ahora que su versión habitual se caracteriza por una mayor verticalidad. Las condiciones eran distintas, claro, pero las había. Haber encajado tantos goles, pese a los buenos resultados, generaba ciertas dudas a la hora de encarar las fatídicas eliminatorias de la Champions League. La búsqueda del respeto hacia la antigua gloria milanista que se creía enterrada también podía hacer pensar en un planteamiento cauto. Pero, sobre todo, el conocimiento de que con las circunstancias adversas que se dan en campo contrario (el césped por encima de todas) es más difícil ser tú mismo, por lo que hay que tratar de poder serlo en la vuelta en campo propio (no cosechando un marcador adverso que te condicione anímicamente). Es muy cuestionable la validez de esta idea, sin duda. Pero el hecho es que, hasta la expulsión de Pepe entonces y hasta las posibles manos de Zapata ayer, el marcador era 0-0, sin haberse dado en ninguno de los dos casos circunstancias suficientes para haberlo podido modificar. Es decir, el guión, por cuestionable que fuera, se cumplía en ambos casos.
 
Lo que pasó con la expulsión de Pepe ya se ha comentado; lo que sucedió tras las manos de Zapata está aún muy reciente en la memoria. Equipos que, ante la adversidad, se descomponen totalmente dado que su planteamiento inicial partía de una modificación de la estructura habitual. En ambos casos subsanables, pues el Madrid podría haber seguido mantenido la puerta a cero con 10 y el Barça podría haberse tomado con calma el simple hecho de encajar un gol en un partido de 180 minutos. Casos de súper equipos jugando desnaturalizados que ante una adversidad en absoluto definitiva pierden el rumbo por completo. Seguramente, tanto en un caso como en otro, tenga un peso importante la sensación de injusticia. Sentirse (sea con razón o no) tremendamente penalizado por un error arbitral, tener la sensación de que un error externo, que no depende de ti, ha mandado al garete el esfuerzo hecho, a partir de no ser tú mismo, para competir. Y, tras el mismo, el apocalipsis (o casi).
 
La conclusión es sencilla: pese a competir como deseas hacerlo desnaturalizándote, cada golpe que recibas será mucho mayor y será mucho más probable que no te levantes. Del mismo modo que un beso que te haga volver a sentirte tú mismo provocará que te levantes con el doble de fuerza. Aquella noche en el Bernabéu, tocó beso. Anoche en San Siro, golpe. Lo bueno (o lo malo, según se mire) es que en ninguno de los dos casos se acabó la eliminatoria. El Madrid, en base a volver a ser sí mismo, fue capaz de competir hasta la extenuación pese a la desventaja, y si no llegó a la final seguramente fue solamente porque tenía enfrente a uno de los mejores equipos de la historia. Esa misma receta es la única que vale a ese mismo equipo (sí, lo sigue siendo): volver a ser el mismo. Olvidándose del marcador, del minuto, de si la grada grita más o menos o de si el árbitro se equivoca o no. Simplemente, y en su césped, moviendo el balón a la velocidad que le permite ser el equipo con mejor ataque estático del mundo, aunque en días como hoy nadie se acuerde.

* Rafael León Alemany.


– Foto: EFE




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