"El éxito se mide por el número de ojos que brillan a tu alrededor". Benjamin Zander
El 30 de junio de 1950, Inglaterra amanecía nublada. Decepcionada aún por la derrota del día anterior de su equipo de cricket contra el de las Indias del Oeste –primera derrota del combinado nacional–, unos pocos esperaban la llegada de los periódicos con el resultado del segundo partido de su selección en la Copa del Mundo que se estaba celebrando en Brasil. Aquella participación era la primera de los denominados reyes del fútbol, que contaban en sus filas con jugadores como Stan Mortensen o Roy Bentley, auténticas estrellas del balompié inglés. Un balompié inglés que era alfa y germen, el primero en ser profesional en todo el globo. Inglaterra se presentó en la Copa del Mundo de 1950 tras haber rechazado su participación en anteriores ediciones por disputas con la FIFA. Era el gran favorito, como reflejaban las casas de apuestas de la época al pagar su triunfo final tan solo 3 a 1. El 29 de junio jugaban la segunda jornada de un grupo de cuatro equipos en el que solo se clasificaba el primero. El rival era la selección de Estados Unidos.
El plantel de los americanos estaba compuesto por veteranos de la II Guerra Mundial, profesores, embalsamadores y lavaplatos. Todos los jugadores eran amateurs, y el grupo solo había disputado un partido de preparación juntos antes de llegar a Brasil. Su triunfo en la Copa del Mundo se pagaba 500 a 1 y, de hecho, las casas de apuestas no se molestaron en aceptar pujas por aquel Estados Unidos-Inglaterra, puesto que el resultado era obvio.
Estados Unidos ya había participado en la Copa del Mundo del año 1934 y en los Juegos Olímpicos de 1936. En el primer torneo perdieron su partido ante los anfitriones, Italia, por 7-1, mientras que la derrota olímpica fue mayor: 9-0 contra, también, la selección italiana. A aquel campeonato habían llegado tras ganar un solo partido a Cuba en la clasificación americana un verano atrás, y perder por un global de 12-2 contra México. De hecho, la organización estuvo a punto de dejarles fuera, pero la coyuntura obligó a mantener a los estadounidenses en la competición. ¿Qué coyuntura? La de un mundo que aún trataba de recuperarse de la II Guerra Mundial. La FIFA había sancionado a Alemania; el bloque del Telón de Acero –URSS, Hungría, Checoslovaquia– había rechazado directamente participar en los torneos clasificatorios; y las selecciones de India y Francia tuvieron que retirarse antes de empezar por no poder costearse el duro viaje desde el Viejo Continente hasta Brasil.
Era la primera Copa del Mundo desde 1938, pues las anteriores ediciones no habían podido disputarse por la II Guerra Mundial. Brasil ’50 significaba la vuelta de la alegría futbolística al mundo global.
Así, Estados Unidos se presentó en Brasil con una preparación de apenas dos meses. Con un equipo conformado por los mejores jugadores de diferentes barrios del país. La mayor cantera era la del barrio de The Hill, en Saint Louis. Vecindario de emigrantes italianos, allí se vivía el fútbol como la religión que era en los países europeos.
Pero la realidad americana del fútbol era que ni tan siquiera respetaban su nombre. El soccer era un deporte minoritario, muy a la sombra del béisbol, el fútbol americano, el baloncesto… A la sombra de cualquier otro deporte colectivo. Estados Unidos despreciaba un deporte en el que no eran buenos y que, para colmo, habían inventado sus antiguos opresores y amigos británicos. Así pues, el partido entre Inglaterra y Estados Unidos tenía tan poca historia como la que tenían los americanos en el deporte. Era como si un equipo de béisbol universitario de Inglaterra se enfrentara a los New York Yankees. El Daily Express inglés llegó a decir, en la previa del encuentro, que “lo más justo sería darle tres goles de ventaja a los americanos”.
Las redacciones de los periódicos británicos no daban abasto para atender a todas las llamadas que se sucedían aquel día 30 de junio de 1950. Los lectores, totalmente confundidos, se ponían en contacto con el periódico para confirmar la teoría generalizada: que había habido un fallo de impresión en el resultado del partido. Que si era realmente 10-0, o 10-1… Cualquier resultado menos el que reflejaban las páginas deportivas de todos los diarios ingleses aquel día.
Pero no, los diarios estaban en lo cierto: Estados Unidos había ganado por 1-0 a la todopoderosa Inglaterra.
Mientras que la representación periodística inglesa en Belo Horizonte era, dentro del contexto, numerosa, por parte del país norteamericano solo había un periodista: Dent McSkimming, del St Louis Post-Dispatch. McSkimming había pedido a su diario cubrir el torneo debido a la presencia de varios jugadores de la ciudad en el combinado nacional. Sin embargo, el periódico le dijo que nadie quería saber por cuánto perdía el equipo y que aquel deporte no tenía interés alguno. Por lo tanto, el aventurero reportero decidió pedir unos días de vacaciones y viajar por su cuenta a Brasil. Aquel 29 de junio, fue el único periodista americano en el Estadio de la Independencia de Belo Horizonte.
Porque, lógicamente aquel encuentro no se disputó ni en Río de Janeiro ni en Sao Paulo, sino en una de las otras sedes menores del campeonato. El partido tenía el único interés de ver a Inglaterra y sus estrellas; Estados Unidos era un gran desconocido con aficionados que intentarían perder por la menor diferencia posible. Esa era la mentalidad de los jugadores estadounidenses. ”Ninguno pisamos aquel terreno de juego pensando que podíamos hacer otra cosa que perder con dignidad. O intentarlo’‘, recordaba Walter Bahr, centrocampista y capitán del equipo, años después para la BBC.
Por tanto, aquel estadio con aforo para unas 20.000 personas sería la sede para la que fue, para muchos, la mayor sorpresa de la historia de las Copas del Mundo. Un estadio de pequeñas dimensiones, escondido entre las montañas y cuyo enclave solo servía para aumentar el halo de misticismo y heroicidad que rodearía aquella historia.
A los veinte minutos de partido, el combinado europeo ya había contado con seis ocasiones claras de gol, dos de ellas disparos al travesaño y otra frustrada por una gran palomita de Frank Borghi, guardameta estadounidense de Saint Louis. Roy Bentley, punta de Inglaterra, y uno de los baluartes de la historia del Chelsea, equipo en el que jugó 367 partidos y anotó 150 goles, era el mayor peligro de un equipo que tocaba y tocaba, algo muy inusual en aquella época.
En el minuto 37, Walter Bahr se deshizo de una bola casi en el centro del campo. Presionado por la medular europea, el capitán decidió mandar un balón largo al área. Bert Williams, hoy miembro de la Orden del Imperio Británico y otrora guardameta inglés, decidió avanzar unos pasos para capturar el esférico. Sin embargo, el delantero americano de origen haitiano –y que ni tan siquiera contaba con pasaporte en aquel momento– Joe Gaetjens se adelantó a todos y logró desviar levemente la bola para que esta acabara en el fondo de las mallas.
La gente se volvió loca. La inercia de apoyar a David cuando se enfrenta a Goliat está en el ser humano desde los tiempos de la Biblia, y así los brasileños aupaban como locos a Estados Unidos. Los yanquis ganaban por 1-0 y con ese marcador se llegaba al descanso.
El acoso de Inglaterra a partir de entonces fue demencial. Estados Unidos se defendía como buenamente podía. A ocho minutos del final, los ingleses pidieron penalti en un derribo de Charlie Guantes Colombo –central norteamericano que, efectivamente, jugaba con guantes– a Stan Mortensen. El colegiado señaló la falta al borde del área. Alf Ramsey golpeó el balón y Jimmy Mullen, mítico delantero del Wolverhampton, creyó haber marcado cuando rozó el esférico con la testa. Sin embargo, Borghi logró despejar el tiro en el último instante. Las quejas inglesas se sucedieron una vez más, pero el colegiado no cedió ante la insistencia europea.
Los minutos pasaron y, cuando el colegiado indicó el final del partido, los aficionados brasileños saltaron las vallas e invadieron el terreno de juego para llevar en volandas a los jugadores americanos, que parecían haber ganado todo un campeonato mundial. Los ingleses, cabizbajos, se retiraron avergonzados con sus camisetas azules –un color que nunca más utilizaron, a excepción de un amistoso en Perú, en 1954, que también perderían sorpresivamente por 4-1–, conscientes de que habían entrado en la historia de la peor manera posible.
Estados Unidos perdería el siguiente partido por 4-2 ante Chile. De aquel grupo solo clasificaría la España de Telmo Zarra. La Copa del Mundo de 1950 pasaría a la historia por el Maracanazo de Uruguay en la final ante Brasil. A su llegada a los Estados Unidos, unos pocos familiares de los jugadores serían los únicos que recibirían a los hombres que habían firmado la mayor hazaña del fútbol mundial hasta entonces. Los medios no se harían eco de algo que, si uno no lo había visto, jamás lo creería.
Setenta años después, el fútbol en Estados Unidos goza de un mayor y mejor estatus. Aún lejos de otros deportes mucho más arraigados, lo cierto es que la Major League Soccer mejora día a día y, a pesar de sus peculiaridades –como el formato de playoffs, tan normal en las ligas de béisbol, baloncesto o fútbol americano–, es una competición que aumenta de nivel a medida que pasan los años.
Pero, si eso es posible hoy, lo es por gente como Frank Borghi, Walter Bahr o Harry Keough. Jugadores que, mucho antes incluso de que el fútbol conociera de gestas y milagros, fueron capaces de desafiar a la lógica y al destino.
* Jesús Morales es periodista.
– Foto: AP
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