Debía correr el año 1998. Por casualidades de la vida, mi jefe de aquel entonces me mandó a la casa de Adrián Paenza a «conectarlo a Internet». En esos tiempos, una cosa tan trivial podía considerarse un proyecto de ingeniería doméstica. El famoso periodista se me reveló como alguien metódico y amable, confirmando la impresión que daba por la tele.
Había en la casa de Paenza algo que llamó mucho mi atención: en la pared más larga de su estudio, que para mi memoria tendría unos cinco metros, varias bibliotecas móviles se desplazaban silenciosas. En cada una de ellas, apretujados, había una procesión (serían centenares) de casetes VHS de fútbol y de la NBA numerados y etiquetados. En su Macintosh, Paenza tenía listados en documentos Excel, donde indexaba los momentos importantes para saber qué tape revisar y en qué tiempo, para encontrar las jugadas relevantes. En esa época, yo ya sabía (gracias a mi trabajo diario) que Apple iba en un par de años a revolucionar el mundo del vídeo incorporando a todos sus equipos puertos digitales (FireWire), que a la vez serían adoptados por la mayoría de los fabricantes de filmadoras del mundo. Eso dispararía infinidad de nuevos usos en ámbitos muy diversos y, cómo no, en el deporte. Me fui de la casa de Paenza obsesionado con crear un “anotador digital” para vincular ideas con momentos de vídeos de fútbol sin tener que poblar estantes de casetes.
La casa de Paenza iba a caber en un portátil. Un entrenador podría buscar Batistuta y encontrar centenares de jugadas del artillero para verlas al instante. La idea era buena, pero yo tenía un problema: no soy programador. Lo resolví apelando a otro defecto: soy muy testarudo. Así que compré un libro que enseñaba a programar desde cero y empecé en la hoja 1. Mi proyecto de prácticas para aprender a programar era esa herramienta deportiva con la que soñaba. Le robé tiempo durante años a mis horas de sueño y desafié la paciencia de mi esposa hasta que tuve algo más o menos decente, que funcionaba y podía serle útil a entrenadores de verdad.
EL ENCUENTRO CON HOLAN
Una de las cosas raras que me encontré por el camino, enseñando esa herramienta antaño novedosa, fue a Ariel Holan.
Yo estaba en mi ciclo interminable de añadir funciones que hicieran más potente mi invento (a la vez que me garantizaban que jamás lo acabaría) cuando coincidí con él. Era evidente que nunca había visto nada igual y que le gustaba mi programa. Hicimos un acuerdo de palabra: él aportaría su visión de entrenador y yo la incorporaría al software para mejorarlo. Holan tenía un problema en aquellos tiempos preiPhone: no tenía una Macintosh, necesaria para usar mi software que no funcionaba en otro tipo de computadora. Lo resolvió apelando a su atributo diferencial, la pasión: vendió su auto para comprarse la computadora que iba a destinar solamente a mi software. Se quedó a pie para ayudar a un no programador desconocido a tratar de terminar una herramienta de pronóstico incierto porque había visto algo que le permitiría mejorar su entrenamiento en un deporte amateur.
El cerebro de Holan no está dividido en dos hemisferios al uso: una parte se dedica a mejorar a sus dirigidos y otra, a perfeccionar su propio proceso de entrenamiento en un bucle obsesivo. A partir de ahí comenzamos una relación de trabajo interesante para los dos: él tenía un software inacabado (e inacabable) pero que al menos le daba las herramientas necesarias para mejorar su disciplina, y yo, un curioso incurable, me adentré en las rutinas de un científico del deporte.
Holan es una máquina de trabajar. La época que mejor recuerdo es la de la selección uruguaya de hockey. Nos íbamos conduciendo desde Buenos Aires a Montevideo para pasar una semana entrenando en la única cancha sintética de todo Uruguay. Era compartida por varios equipos del campeonato local, que tenía una dimensión comparada con el argentino (en el cual Holan había dirigido a los mejores equipos) como la de una pulga a un perro. El hockey de Uruguay era una pulga y el de Argentina un Gran Danés. A pesar de esto, en dos años Uruguay ganó una medalla de bronce en los Juegos Panamericanos de la mano de Holan.
LO DÍFICIL ES TENER MÉTODOS
El día comenzaba a las 5 de la mañana. Las jugadoras, amateurs, trabajaban o estudiaban y tenían que entrenar en horarios increíbles y en doble turno: cuando Montevideo aún dormía ya estaban entrenando, y cuando todo Uruguay estaba preparando la cena estaban de vuelta corriendo bajo el frío. Y ahí estaba primero Holan, a los gritos. Creyendo que, además de llegar a entrenar a las 6, estas debían llegar despiertas y alertas.
Yo me dedicaba a filmar los entrenamientos, y cuando acababan, los cargaba en la computadora donde él analizaba el trabajo. Discutíamos sobre la mejor forma de avanzar mi software y el rendimiento de su equipo: una de las máximas de Holan es que, sobre todo en un país futbolero como Argentina, cualquiera puede explicar qué se ha hecho mal en un partido, pero que lo difícil es tener métodos para enseñar a corregir los errores y automatizar los movimientos correctos. Esto se aprende con el trabajo como entrenador, cosa que él hacía desde los 16 años, y siempre usaba la tecnología para apoyar sus driles, nunca para enseñar lo evidente o sermonear deportistas. «La número 4 ya sabe que perdió la bocha 5 veces, yo uso el vídeo para incorporarle herramientas nuevas que la alejen de ese error». Las jugadoras se iban a la universidad o al trabajo y se olvidaban del deporte hasta el otro día, mientras Holan seguía analizando y revisando material filmado y sus anotaciones, en jornadas interminables. No recuerdo ningún día de trabajo que no haya acabado simplemente cuando se le caían los ojos a pedazos, y tengo la imagen borrosa de verlo dormirse sentado en la mesa en medio de balbuceos relacionados con “unos contra unos” y la superioridad numérica.
Armado con su portátil de plástico blanco, improvisaba charlas técnicas hasta dentro de un desvencijado bus 1114 en movimiento, minutos antes de un partido. Llamaba primero a las defensoras y les enseñaba jugadas, cuando veía que se quedaban casi dormidas convocaba a las delanteras y luego se metía en su mundo interior, ahí donde piensa cómo mejorar aún más su proceso. Si no hablaba de hockey, terciaba con el fútbol, su gran pasión.
Charla técnica «en movimiento» antes de un partido de la selección uruguaya de Hockey (2002).
Ya en aquella época tenía decidido abandonar el deporte que había dominado 20 años, para intentar hacerse un lugar en el hermético mundo del fútbol. En el país de Las Leonas, él, que siempre estaba entre los candidatos para conducirlas, se empecinaba en dejar el palo y la bocha de lado para meterse en un universo cerrado donde nadie lo conocía. Sabía que haciendo el mismo trabajo de siempre podía ganarse la vida mucho mejor, por las cifras que maneja el fútbol profesional, y encima cumplir su sueño. Más allá del dinero, creo que soñaba con contar con más recursos para poder alimentar su sistema, deseoso de tener un equipo imbatible respaldado por una legión de colaboradores sincronizados a la germana. Sabía también que no había ningún entrenador profesional de fútbol en el país que no haya sido antes futbolista, y que demostrar su valía le iba a costar muchísimo. El destino me llevó a vivir en Barcelona desde 2003. Holan seguía trabajando con el software que yo jamás acabaría y como ahora es sabido, empezó a colaborar con técnicos de fútbol como Burruchaga y Almeyda, en proyectos importantes y algunos épicos como devolver a River Plate a la «A».
Por causas naturales empecé a ver partidos del Barcelona en mi nueva ciudad, donde debutaba Messi, el sobrenatural. A pesar de mi ignorancia, cuando veía jugar al Barça me acordaba de Holan y las interminables horas de entrenamiento filmadas, donde intentaba que sus equipos de hockey amateur hicieran lo que yo veía en los dirigidos por Rikjaard: el arquero se la pasaba, ¡con el pie! a un defensa, que trataba de salir jugando. Cuando se cerraba el camino, vuelta al arquero y empezaban de nuevo. Nadie tiraba un pelotazo de 50 metros. La pelota iba rápida, como una bocha de hockey. La cancha tenía el césped cortísimo y regado, parecía una de hockey sintético. Atacaban todos en bloque y si perdían el balón se mataban por recuperarlo, con Messi como defensor más adelantado. Los árbitros no toleraban más de una o dos faltas violentas antes de mandar a un jugador al vestuario. Era otro deporte, no parecía el fútbol que yo conocía. Rikjaard es holandés, cultor de la escuela futbolística admirada por Holan (y de gran influencia en el hockey de todo el mundo).
Entonces todo encajaba: no era que el Barça se había inspirado en un entrenador gritón de Lomas de Zamora, sino que la estética holandesa había penetrado el hockey del mundo antes de ocupar el escaparate global del fútbol con los éxitos del Barcelona de Guardiola inspirados en Cruyff.
Doce años después de haberse empecinado en dejar el hockey para meterse en el fútbol, algunos se sorprenden al ver trabajar a Holan en Defensa y Justicia. No deberían.
* Juan Pablo García.